El
humanismo renacentista, por ejemplo, nació de espíritus alojados en cuerpos
frágiles y excelsos, como los de Erasmo
de Rotterdam y Luis Vives.
Frente a estos espíritus livianos y viajeros, por esas mismas fechas, vibraba
la corpulencia catequística de Martin
Lutero, quien mascullaba rezos con el mismo fervor con el que masticaba
embutidos de su Sajonia natal. Como bien ha señalado Stefan Zweig en el magnífico contraste que hace de ambos personajes
(Erasmo y Lutero), incluido en la biografía dedicada al sabio de Rotterdam, más
allá de desavenencias teológicas, «sus
diferencias eran orgánicas».
Gran
parte de las diferencias de carácter entre ambos proviene, en verdad, del régimen
alimenticio que seguían. Sabemos que las
creencias religiosas de Erasmo no diferían en el fondo de las de Lutero.
Sentían similar abominación por los excesos personales y teologales del papado
de Roma, así como pareja esperanza en una profunda reforma de la Iglesia. Pero, el
sentido de sus respectivas espiritualidades, tan orgánicamente diferentes, no
era ajeno a las prácticas alimenticias y vitales de cada uno de ellos.
Erasmo
practicaba una dieta ligera muy conveniente para un cuerpo como el suyo, menudo
y quebradizo, lo cual facilitó la consumación de una obra moderada y mesurada,
plena de humanismo y templanza. Las
«dietas» de Lutero tenían distinto signo. Comenzaban con un plato principal
de pecho de buey y terminaban, inevitablemente, en broncas disputas de
sobremesa. La ferviente religiosidad de Lutero, de pesada digestión, acababa
siendo proclamada, bien a golpe de puño sobre las mesas de las tabernas, bien
en la Dieta de Worms, en la que el emperador Carlos V le dio un enérgico
ultimátum, al objeto de que se sometiera y cesara en el belicoso enfrentamiento
que mantenía con las autoridades terrenales. El ultimátum sonaba a
extremaunción.
El
corpulento Lutero, quién todavía daría guerra, acabó imponiéndose en Alemania,
y no el enclenque Erasmo. Desde entonces, los destinos
de la nación alemana se han decidido en las cervecerías tanto como en las
cancillerías. Desde la Reforma protestante hasta la facinerosa asonada de Adolf Hitler en el año 1923 que
pretendía derribar la República de Weimar —el llamado «putsch» de la Cervecería
de Múnich—, la institución de la Männerbund germánica resulta decisiva en la historia del país. Bajo la
llamada de la Männerbund, los
alemanes se reúnen en fraternales veladas alrededor de una larga mesa con el
firme propósito de comer, pero, sobre todo, de beber. La congregación allí
materializada, alimentada con albóndigas de hígado de cerdo, bañado con litros
de cerveza y acompañada de cánticos que aúnan el ardor nacionalista con el de
estómago y el etílico, acaba tan reconfortada que, en lugar de saciar el
apetito, abandona el figón con ganas de comerse el mundo.
¡Qué
distinto modelo de festín el representado por el simposium (el banquete
griego), el ágape renacentista en la Florencia medicea o la refinada soirée en un salón ilustrado de París!
Fragmento del capítulo V. «BERLÍN SOBRE
BERLÍN», incluido en el libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (Amazon-Kindle,
2015), donde el lector encontrará más detallada noticia sobre este asunto.
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