domingo, 30 de julio de 2017

¡AH!, PUES... LA GENTE

Weegee, Afternoon crowd at Coney Island, Brooklyn (1940)


“Mis opiniones consisten en repetir lo que oigo decir a otros. Pero ¿quién es ese o esos otros a quienes encargo de ser yo? ¡Ah!, nadie determinado: ¿quién es el que dice lo que se dice? ¿Quién es el sujeto responsable de ese decir social, el sujeto impersonal del se dice? ¡Ah!, pues... la gente. Y la gente no es éste ni aquél —la gente es siempre el otro que no es precisamente éste ni aquél—, es el puro otro, el que no es nadie. La gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad —o social. Y al vivir yo de lo que se dice y llenar con ello mi vida, he sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente —me he hecho «gente». En vez de ser mi auténtica vida me la desvivo alterándola.

He aquí cómo hoy nos aparecen bajo nuevo cariz esos dos modos de la vida que son la soledad y la sociedad, el yo real, auténtico, responsable, y el yo irresponsable, social, el vulgo, la gente.”


José Ortega y Gasset, En torno a Galileo



domingo, 23 de julio de 2017

MARTÍN LUTERO: LA DIETA HACE AL MONJE


El humanismo renacentista, por ejemplo, nació de espíritus alojados en cuerpos frágiles y excelsos, como los de Erasmo de Rotterdam y Luis Vives. Frente a estos espíritus livianos y viajeros, por esas mismas fechas, vibraba la corpulencia catequística de Martin Lutero, quien mascullaba rezos con el mismo fervor con el que masticaba embutidos de su Sajonia natal. Como bien ha señalado Stefan Zweig en el magnífico contraste que hace de ambos personajes (Erasmo y Lutero), incluido en la biografía dedicada al sabio de Rotterdam, más allá de desavenencias teológicas, «sus diferencias eran orgánicas».
Gran parte de las diferencias de carácter entre ambos proviene, en verdad, del régimen alimenticio que seguían. Sabemos que las creencias religiosas de Erasmo no diferían en el fondo de las de Lutero. Sentían similar abominación por los excesos personales y teologales del papado de Roma, así como pareja esperanza en una profunda reforma de la Iglesia. Pero, el sentido de sus respectivas espiritualidades, tan orgánicamente diferentes, no era ajeno a las prácticas alimenticias y vitales de cada uno de ellos.
Erasmo practicaba una dieta ligera muy conveniente para un cuerpo como el suyo, menudo y quebradizo, lo cual facilitó la consumación de una obra moderada y mesurada, plena de humanismo y templanza. Las «dietas» de Lutero tenían distinto signo. Comenzaban con un plato principal de pecho de buey y terminaban, inevitablemente, en broncas disputas de sobremesa. La ferviente religiosidad de Lutero, de pesada digestión, acababa siendo proclamada, bien a golpe de puño sobre las mesas de las tabernas, bien en la Dieta de Worms, en la que el emperador Carlos V le dio un enérgico ultimátum, al objeto de que se sometiera y cesara en el belicoso enfrentamiento que mantenía con las autoridades terrenales. El ultimátum sonaba a extremaunción.


El corpulento Lutero, quién todavía daría guerra, acabó imponiéndose en Alemania, y no el enclenque Erasmo. Desde entonces, los destinos de la nación alemana se han decidido en las cervecerías tanto como en las cancillerías. Desde la Reforma protestante hasta la facinerosa asonada de Adolf Hitler en el año 1923 que pretendía derribar la República de Weimar —el llamado «putsch» de la Cervecería de Múnich—, la institución de la Männerbund germánica resulta decisiva en la historia del país. Bajo la llamada de la Männerbund, los alemanes se reúnen en fraternales veladas alrededor de una larga mesa con el firme propósito de comer, pero, sobre todo, de beber. La congregación allí materializada, alimentada con albóndigas de hígado de cerdo, bañado con litros de cerveza y acompañada de cánticos que aúnan el ardor nacionalista con el de estómago y el etílico, acaba tan reconfortada que, en lugar de saciar el apetito, abandona el figón con ganas de comerse el mundo.
¡Qué distinto modelo de festín el representado por el simposium (el banquete griego), el ágape renacentista en la Florencia medicea o la refinada soirée en un salón ilustrado de París!


Fragmento del capítulo V. «BERLÍN SOBRE BERLÍN», incluido en el libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (Amazon-Kindle, 2015), donde el lector encontrará más detallada noticia sobre este asunto.

domingo, 9 de julio de 2017

LIBERAL: ¿RADICAL O CONSERVADOR?


I. La identidad en discusión
¿Es el ser liberal (en sentido continental europeo, no del ámbito anglosajón) una determinada actitud ante la realidad o comporta también la adopción definida de un credo político y una línea normativa de acción? ¿Le hace justicia al liberal la caracterización de «radical»? ¿Por qué no acaba de ajustarse al prototipo del conservador y menos aún al del extremista?
Sacar a relucir la voz «radical» o «radicalismo» en relación a la praxis del liberalismo conduce, desde una primera aproximación del asunto, al encuentro con los usos del lenguaje ordinario, en los cuales «radical» suele tomarse como sinónimo de «violento» y «extremista». Resulta necesario despejar el terreno de obstáculos conceptuales que no dejan ver el horizonte comprensivo.
Ser radical significa, sensu stricto, ir a la raíz de las cosas. Los primeros filósofos fueron esencial, necesariamente, radicales: buscaban conocer el principio fundamental —la naturaleza— de las cosas; no lo que aparentan ser o se nos antoja que sean, sino lo que son en realidad. Radical supone, entonces, y principalmente, una determinada actitud ante la vida.
La noción de «liberalismo» nació en España durante el siglo XIX. Pero, el debate sobre las políticas radicales (“políticas” en sentido estricto de politics, pero también en el más extenso de policies) en la Historia de Occidente arrancó a finales del siglo XVIII en tierras británicas y americanas, al verse sacudidos muchos de sus pensadores y políticos por la fenomenal conmoción (el «cataclismo» lo denominó Leo Strauss) que supuso la Revolución Francesa. Las controversias sobre las virtualidades del radicalismo político remiten, sin embargo, a hechos anteriores, todos ellos, vinculados, de modo muy significativo, a eventos revolucionarios: la Revolución Gloriosa británica de 1688 y la Revolución Americana de 1776.
Los panfletos radicales de la época, haciendo de los hechos consumados virtud normativa, a la vez que henchidos de optimismo, animaban a la profundización y extensión, por doquier, de los derechos naturales del hombre, la soberanía popular, el sufragio universal y el derrocamiento todo tipo de tiranías.
Por su parte, Edmund Burke, desde el primer momento, rechazó de plano y sin reservas la opción revolucionaria francesa. Alexis de Tocqueville, en cambio, adoptó al respecto una actitud suavemente comprensiva, repartiendo responsabilidades y errores entre ambos bandos en liza (cfr. El Antiguo Régimen y la Revolución). Thomas Carlyle, con el espíritu henchido de romanticismo y apasionado de lo heroico, afronta el asunto desde la posición de un bardo que canta unos acontecimientos de altura épica y con sabor a sangre y tragedia.
Durante el siglo XIX, el radicalismo adquiere en los países anglosajones un tono marcadamente teórico y filosófico, de orientación utilitarista, lo que permite no perder la índole práctica y consecuencial del tema. «Radicales filosóficos» es, precisamente, la etiqueta que adoptan John Stuart Mill y sus seguidores a la hora de darse a conocer en el Parlamento y la sociedad. Su objetivo era acelerar las reformas sociales y revitalizar la apertura de las creencias en la población, todo ello en aras a la definitiva transformación del antiguo régimen aristocrático en una sociedad libre, de mercado, moderna, secular, democrática y liberal.
Aun con la decidida disposición de profundizar y ampliar las conquistas de la libertad en la vida pública, el ser radical remite más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un prontuario programático colectivo; para poner en práctica el colectivismo y la planificación ya está el comunismo en sus variadas versiones. No importa que la doctrina radical haya quedado, en ocasiones, materializada en programas de partidos políticos identificados por dicho rótulo. Sea como fuere, el ser radical, por su propia naturaleza, se resiste a quedar articulado en un programa político de fines últimos, o sometido a la disciplina de los aparatos de partido.

Algo similar podría decirse del ser liberal, si entendemos por tal a aquel para quien la idea de la libertad significa algo «sagrado, como la vida o la propiedad» (Lord Acton); entendiendo aquí «sagrado» como sinónimo de superior, principal, intocable, no enajenable. Lord Acton afirmó enfáticamente que la libertad es más una cuestión de moral que de política. Porque si la libertad implica no estar sometido al dominio de otros, o estarlo lo menos posible, es preciso que los individuos aprendan a controlarse por sí mismos, a cuidar de sí mismos y a practicar la libertad en primera persona. Y no otra cosa significa, en rigor, la ética.
He aquí la vivencia radical del liberalismo. Según declaró José Ortega y Gasset, en la línea del pensamiento de Lord Acton, el liberalismo «es una idea radical sobre la vida»; significa creer que cada cual pueda (y aun deba) realizar su ser individual y su «intransferible destino». Esta posición abunda en la tradicional interpretación de la libertad caracterizada como libertad negativa, es decir, como inexistencia o libramiento de coacción en el quehacer humano. Debemos a Isaiah Berlin alguna de las más relevantes aportaciones sobre el tema. Aunque, otras menos conocidas, como ésta de Jaime Balmes, se me antoja igualmente concluyente: «Sea como fuere, la acepción en que se tome la palabra libertad, échase de ver que siempre entraña en su significado ausencia de causa que impida o coarte el ejercicio de alguna facultad
Es en el énfasis puesto en la caracterización de la libertad, en la importancia reconocida de su propia existencia y en la radicalidad de su defensa, donde hallamos notables diferencias entre liberales y conservadores. Para el liberal, no hay mayor fin humano que la libertad. Ningún otro valor lo solapa o supera, pues todo lo que es valioso en el hombre necesita inexcusablemente de su presencia y concurso. El conservador, en cambio, se muestra menos celoso de la libertad. De acuerdo con los conservadores, advirtió Lord Acton, la libertad supone para los hombres un lujo, no una necesidad. En tal escala de valores, la libertad puede ser, en consecuencia, sacrificada, si las circunstancias así lo exigen, o pide paso un bien distinto y tenido por superior que devalúe a aquella, como pueda serlo la seguridad o el orden, el bienestar o la paz, la tradición o las buenas costumbres.
En el ensayo titulado «¿Qué es ser conservador?», Michael Oakeshott señala que el conservador no se identifica en política por la defensa a ultranza de unos determinados principios, sino por el hecho de mostrar ante la política una particular «disposición», a saber: su tendencia a la moderación, por partida doble. Según esto, sería conservadora aquella persona propensa a actuar de modo moderado y moderador. Desde esta perspectiva, la función del Gobierno consistiría, en primera instancia, en evitar la excitación de los ánimos de los hombres, a fin de aminorar el impacto de los conflictos y las querellas. El conservador gusta de la contención y la conciliación, la concordia y la evitación de crispación; en consecuencia, repudia cualquier tipo de radicalismo...
Según Oakeshott que no hay nada inconsistente ni contradictorio en el hecho de ser conservador respecto del Gobierno y radical respecto de cualquier otra esfera, por ejemplo, las costumbres y los valores. Sería  posible combinar las obligaciones morales y las convicciones éticas, los compromisos públicos y los sentimientos privados, sin escisiones internas y sin rasgarse las vestiduras. Las posibilidades de tal convivencia afecta tanto al área de las coherencias personales como al de las alianzas prácticas. Liberales y conservadores podrán, por tanto, entenderse y llegar a acuerdos, si no falla la responsabilidad ni desfallece el ánimo. En materia de maestros, Oakeshott es del parecer de que «hay más que aprender acerca de esta disposición [la conservadora] de Michel de Montaigne, Blaise Pascal, Thomas Hobbes y David Hume que de Edmund Burke o Jeremiah Bentham.» Con todo, la «disposición» conservadora y la «actitud» liberal no confluyen fácilmente, aunque no falte quien fomente en política la adopción de una postura liberal-conservadora, como expresión efectiva de una praxis niveladora. 
Inclinarse por el liberalismo y distanciarse del conservadurismo no significa relegar o renunciar a lo más provechoso de cada tradición. Mas, si existen liberales que llegan a la determinación de no ser conservadores, deberán tal vez explicar por qué no lo son.

II. Por qué ser liberal no significa, necesariamente, ser conservador
A modo de Post-Scriptum del libro de Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad (The Constitution of Liberty, 1960), el importante ensayo «¿Por qué no soy conservador?» constituye  una declaración de principios del autor sobre el ser y no ser liberal. Queda allí demarcado el espacio propio de actuación de quien, desde el liberalismo, se encuentra vivencialmente, más que entre conservadores y socialistas, frente a unos y enfrentado a los otros. De hecho, sostiene Hayek, al liberal no le queda a menudo otro remedio, en la práctica política, que apoyarse en partidos conservadores, procurando en tal empresa no perder el alma y la propia identidad, a fin de frenar el avance del socialismo.
A diferencia de socialistas y conservadores, el liberal no es, por definición ni por coherencia práctica, un hombre de partido. Es un partidario de la libertad. Y a tal esfuerzo empeña su acción, la dimensión práctica de su vida. El compromiso con este ideal y destino le hace sentirse plenamente incompatible con el socialismo. Pero también con cualquiera forma de socialismo que adquieran o adopten los distintos bandos y partidos políticos. El partidario de la libertad es quien se muestra opuesto —«radicalmente opuesto», puntualiza Hayek— al conservadurismo. ¿Por qué no puede ser conservador un liberal de veras?
Con el conservador, el liberal mantiene, en puridad, un conflicto de ideas. Como ha sido señalado antes, el conservadurismo exhibe una determinada «disposición» ante la acción (o no acción), mientras que el liberal revela, sobre todo, una «actitud mental». La disposición conservadora, a la hora de fijar objetivos, mira hacia el pasado, mide las palabras y los pasos que da; o sea, se modera. El conservador no estimula en los hombres el gusto por la novedad (en el fondo la teme y aborrece); la actitud liberal, por el contrario, «siempre mira hacia adelante» (Hayek, op. cit.). El liberal no se opone a la evolución, a las reformas ni a los cambios: «no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección» (Hayek, op. cit.). Tal inclinación está muy relacionada con aquello que necesariamente va unido a la libertad, como es la espontaneidad.
Decía Lord Acton que la esencia de la libertad consiste en no creer en la santidad del pasado, puesto que no hay nada más sagrado que la libertad. He aquí, acaso, la clave de nuestro asunto.
Aceptar la libre evolución de los hechos, el movimiento de los acontecimientos y de la vida, conlleva afrontar valientemente la contingencia irreductible e ingobernable propia de la fortuna. La planificación y la regulación obsesivas que definen el modo de actuación socialista (su «torpe racionalismo») no se alejan mucho, en el fondo, de la pasión conservadora por la ley y el orden, el ansia de que todo esté bajo control. El movimiento de la libertad implica derribar ídolos, así como todo obstáculo que frene o impida el pleno despliegue de las posibilidades humanas y la espontaneidad de nuestros actos, aun ignorando a veces dónde pueden llevarnos, puesto que a menudo «se procede un poco a ciegas» (Hayek, op. cit.). No supone esto el abandonarse a una conducta loca e irresponsable, pero sí el abogar por una existencia abierta y expedita. La acción del hombre libre sólo está limitada por lo que la ley expresamente prohíbe y la experiencia acumulada prudentemente desaconseja.
La dependencia estrecha por el orden y el control de las acciones explican la «afición» del conservador por el autoritarismo, la recusación de la plena libertad y la disposición a aceptar la coacción y la «arbitrariedad estatal» como vehículos de imposición de creencias y objetivos prácticos, especialmente cuando las cosas no van según sus planes. Frente a esta disposición, la actitud del liberal ofrece un perfil, ciertamente, radical.
Un régimen de libertad supone fijarse una actitud que prescinda «sustancialmente de la coacción y la fuerza» (Hayek, op. cit.), aunque se nos antojen modos de actuación atrayentes, estimulantes y tentadores. Hayek advierte en este punto con suma perspicacia que, debido a su sustancial falta de principios, los conservadores suelen rechazar las medidas socializantes, proteccionistas y dirigistas propias de sus adversarios, excepto… cuando les beneficia o resulte rentable.
Hay, con todo, una «debilidad del conservador» que pone muy difícil la convergencia con el ser liberal. Se trata de la distinta posición que adoptan uno y otro ante el progreso de las ciencias, los valores morales y la apertura de ideas. En este capítulo de convicciones profundas, Hayek se muestra radicalmente sincero: «Digámoslo claramente: lo que me molesta del conservador es su oscurantismo» (Hayek, op. cit.). Hayek confiesa, por ejemplo, la irritación que le produce la terca oposición de tantos conservadores a la teoría de la evolución o a las explicaciones «mecánicas» del fenómeno de la vida.
Si dicho enfado queda expresado por el autor austriaco en 1959, ¿qué clase de sentimiento puede producir a un liberal de principios del siglo XXI, cuando advierte cómo no pocos conservadores, creacionistas y partidarios del «diseño inteligente e intencional» de la naturaleza, sitúan, por ejemplo, en pie de igualdad la palabra de la Biblia y el discurso científico de los científicos evolucionistas y neoevolucionistas?
Preguntado hace años Irving Kristol acerca de la definición de neo-conservador, respondía lo siguiente: es «un liberal atracado de realidad».

III. Radicales y extremistas



«El extremismo es el modo de vida en que se intenta vivir sólo de un extremo del área vital, de una cuestión o dimensión o tema esencialmente periférico. Se afirma frenéticamente y se niega el resto.» 
José Ortega y Gasset 

El filósofo norteamericano Robert Nozick publica en 1997 un breve y muy clarificador opúsculo titulado «Los rasgos característicos del extremismo», incluido en el libro recopilatorio Puzzles socráticos (Socratic Puzzles, 1997), muy útil para no confundir dicho concepto con el de radicalismo. Nozick traza allí un sucinto retrato del tipo extremista articulado en ocho signos indicativos de tal proceder.
El primer rasgo específico de un extremista es su tendencia a tensar las posiciones y llevarlas al límite, lo que le sitúa literalmente en los márgenes de la realidad y le impulsa a adoptar usualmente posturas excesivas, «marginales» y, a la postre, meramente testimoniales. El extremista ejercita así sobre la cuerda tirante el «más difícil todavía», cual funambulista que actúa para la contemplación, la admiración y el aplauso de un público absorto. En esta exhibición, como en otras que veremos a continuación, un extremista tiene poco en común con un radical.
La segunda característica del extremismo es tomar por enemigo a cualquiera que se muestre contrario a sus postulados: «el que no está conmigo está contra mí». He aquí una afección infectada de ardor y fanatismo: al que odia el extremista, lo odia a la muerte.
El tercer rasgo del extremista es la repugnancia que siente hacia los acuerdos y los compromisos, siempre interpretados como deserción de los objetivos. A sus ojos, pactar o proponer un contrato significa forzosamente «rebajarse». Al observar al adversario muy lejos de su posición (allí donde él mismo lo ha fijado), acaba por resultarle alguien inaccesible, incomprensible e intratable.
En cuarto lugar, los comportamientos extremos y duros están próximos al uso de la fuerza, lo que en manos de un intransigente se torna de inmediato en neta violencia. La manifestación más acusada—casi diríamos, más «natural»— del extremismo sería, en consecuencia, el terrorismo. El terrorismo no significa, en rigor, violencia radical, sino extrema.
En el quinto puesto, se destacan la impaciencia y la incontinencia: los objetivos y propósitos perseguidos han de alcanzarse de inmediato y por completo. El extremista es un ser presuroso y expeditivo. Todo retraso de la victoria lo contempla como fracaso o derrota. La extremosidad no se traduce sólo en un «todo o nada», sino también en un «ahora o nunca».
El extremismo, en sexto lugar, no se proclama en soledad o de modo individual, sino que comporta una actuación grupal y comunal. El extremista, poco convencido, en realidad, de sus propias fuerzas (siempre humanas, demasiado humanas), necesita rodearse de camaradas para sentirse así «empujado» a actuar. Como se impone objetivos «imposibles», necesita amplificar su acción con el concurso de otros y sentirse así arropado.
El séptimo rasgo que hace al extremista es el situarse en el extremo del espectro político, no de facto o coyunturalmente, sino sistemáticamente, como norma. Si alguien ocupa su lugar extremado, él se desplaza un paso más allá. Quien juega al extremismo no permite que nadie sea más extremista que él. El extremista no se puede parar; al extremista hay que pararlo.
Finalmente, en octavo lugar, el extremismo práctico (no hay otro; el teórico no pasa de simple retórica) se nutre del extremismo de base psicológica o actitudinal. No resulta extraordinario que un extremista deambule por el arco político sin solución de continuidad, y pase, por ejemplo, de la extrema izquierda a la extrema derecha, o viceversa. Tampoco lo es que se produzcan convergencias entre sí. La Historia del totalitarismo, sin ir más lejos, informa de abundantes casos de este género. El movimiento del extremista es horizontal; el del radical, vertical.
¿Ser radical, conservador o extremista? No actúa inteligentemente quien intenta desacreditar a su adversario político o ideológico acusándole de radical. No ocurre lo mismo con el calificativo «extremista». Como afirma Nozick: «raramente hay alguien dispuesto a decir “Ésta  es la postura correcta, y es una postura extremista”». Ésta no va a la raíz de las cosas, sino que pretende a arrancarla por la fuerza. 


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Versión en español de mi artículo «O liberal é um radical ou um conservador?», publicado en portugués en el magazine Port VitoriaIssue 14. Jan – Jun 2017. El texto, por su parte, es un resumen de varios capítulos del libro La riqueza de la libertad (2016, Amazon-Kindle).