viernes, 25 de octubre de 2013

DICTADURA DE LA EMOCIÓN



Una nueva ocasión para volver al viejo asunto del impacto de la emotividad en la política viene de la mano de la polémica creada en Francia a raíz de la expulsión del país, según la normativa vigente en materia migratoria, de Leonarda Dibrani, joven kosovar de quince años, afincada en el país desde hace una década. Ha bastado que la muchacha declare muy afectada que quiere clases en francés y volver a la escuela francesa, porque no entiende la lengua de su país de origen, para conmover la opinión pública gala, gran parte de la cual ha exigido al Gobierno que atienda la demanda, independientemente de lo que las leyes establezcan. El Gobierno galo ya ha rectificado parcialmente su decisión. Jean-Pierre Chevènement, presidente de honor del MRC (Movimiento Republicano y Ciudadano), agrupación escindida del Partido Socialista francés, y anterior ministro de Interior, ha declarado al respecto: «vivimos en una dictadura de la emoción».

De este tipo de trastornos sabe mucho la izquierda política, dicho sea de paso, es decir, de la manipulación del pathos y las pulsiones demasiado humanas, de «lágrimas socialdemócratas» (Santiago González) y de «pensamiento Alicia» (Gustavo Bueno), todo muy cursi y pomposo, aunque no ello menos trágico. Ya sentenció Julio Camba que «todas las pompas son fúnebres». Sea como fuere, no es exagerada la expresión empleada por Chevénement. En las sociedades occidentales, vivimos tal grado de vibración sentimentalista en el espacio público y la arena política que dan ganas de llorar…

La masa experimenta la «descarga» (Elias Canetti) emocional de innumerables maneras, dejándose llevar a las primeras de cambio por el repentino curso de los acontecimientos y la «corriente de opinión». Para que se produzca semejante movimiento no son precisos grandes discursos que marquen la dirección a seguir. Basta con espolvorear aquí y allá sencillas consignas (cuanto más llanas y cándidas, mejor) y publicitar tiernas creencias en apariencia neutras, en cuanto a orientación política e ideológica, para que surta efecto el prodigio. Aunque casi nunca sean tan neutras. La empatía es una de ellas.

El término «empatía», mire usted por dónde, proveniente del griego, significa «emocionado por». Pocas nociones en nuestros días son tan populares y «simpáticas» como «empatía». Según convicción muy extendida, todos los individuos participamos de emociones comunes e intercambiables, de manera que lo es de uno es también de los demás. Si todos somos iguales, cualquiera puede (incluso, debe) ponerse en el lugar del otro. De ahí a exigir la redistribución de la riqueza hay solo un paso. 



Prenden así igualmente, con suma facilidad entre la gente, eslóganes, presumiblemente tan inocentes y solidarios, como «Todos somos…», viniendo a continuación no importa quién ni qué ser sufriente o afectado por cualquier contratiempo, porque sucede que no siempre la llamada solidaria empática requiere identificarse con un individuo humano.

Ocurre, en fin, que cuando las  emociones se desbordan y generalizan en un voluble totum revolutum, la democracia se hipertrofia, transfigurándose en una hiperdemocracia. Que no deja de ser una forma de dictadura. De la emoción, por ejemplo.

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