lunes, 17 de junio de 2013

LA ILUSIÓN DE LA EMPATÍA


«Empatía» es un término utilizado preferentemente en psicología social, de uso muy corriente y de gran aceptación entre profesionales en la materia y público en general. Protagonista principal en los medios de comunicación, suele esgrimirse para abanderar «causas» y fines que, más acá de la cavilación propiamente informativa, intelectual, científica o filosófica, se pierden en el más allá de particulares intereses ideológicos y políticos. Por ejemplo, el reclamo de la solidaridad y la fraternidad en detrimento de la responsabilidad individual y el autorrespeto; la expansión de lo público y la intervención en la vida de las personas, la socialización y la participación ciudadana, como forma de criticar y contrarrestar el individualismo, la autosuficiencia y el amor propio; el fomento, en fin, de la dependencia del otro en perjuicio del crecimiento personal y la competencia.

Como consecuencia, el vocablo «empatía» va, por lo general, acompañado de un fiel escudero, un cómodo adjetivo con alma de comodín y propensión reparadora, salvífica, redistributiva, un epíteto, por encima de todo, muy simpático…. y muy «social». Conclusión: la empatía es social, o no es; la sociedad es empática, o no es. He aquí la cuestión. He aquí lo vigente. Veamos ahora lo consecuente. […]
La apoteosis de la «empatía social» implica diluir la responsabilidad individual en un magma de arriesgada indeterminación y confusión. Los atributos principales de la ética son la libertad y la responsabilidad. Pues bien, ambas son, en puridad, personales e intransferibles.


Mucha gente, preocupada en exceso por los demás, se ocupa poco de sí misma. He aquí un auténtico problema social. La solicitud para con los demás, la presunta defensa en su nombre de los derechos de otros sirve a menudo de pretexto para hacer dejación de los propios deberes y responsabilidades. La culminación y el remate de tal actitud conduce, intencionalmente o no, al cinismo social, actitud que podría sintetizarse en la siguiente máxima justificativa: «ya hago bastante con decir a los demás qué deben hacer para además tener yo también que hacerlo». He aquí un serio problema político; pensemos, verbigracia, en el alarmante fenómeno de la corrupción en las sociedades. Según reza un viejo adagio, que conserva toda su fuerza y actualidad, los hombres deben practicar con el ejemplo. Y es que no es sabio ni prudente —ni modélico— sacudirse los problemas de encima para pasárselos al vecino o al que venga detrás… […]


Fomentar una adecuada educación social consiste en enseñar a que cada cual desempeñe un papel productivo y beneficioso en comunidad, y a hacerlo lo mejor posible. Para lograr este fin, es asunto principal el desempeño de las propias acciones y obligaciones. En cualquier caso, la practicidad de la empatía sólo tendría sentido y aplicación en un ámbito reducido de los individuos: familia, amigos, pequeña comunidad. Concebido en un sentido universal, ilimitado, se me antoja un propósito irreal e ilusorio. El prójimo real y efectivo, bien entendido, es el próximo.»



Reproduzco en esta entrada algunos fragmentos de mi ensayo La ilusión de la empatía. Ponerse en el lugar del otro y demás imposturas morales. 

Puede adquirirse aquí.


miércoles, 12 de junio de 2013

VIVIR SIN TELEVISIÓN





Hoy, que hay un día para todo y para cualquier cosa, desconozco si ha sido declarado el Día Internacional Sin Televisión o Día del Apagón. Quién duda que habría gran expectación ante semejante acontecimiento. Cosa nada de extrañar, cuando la cosa va del Ente y de espectadores pendientes de la antiguamente denominada «pequeña pantalla». Desconozco si, para referirse a los usuarios de la tele, todavía  se emplea la expresión «televidentes», un término para mí un tanto sombrío (permítaseme la boutade), pues no puedo dejar de asociarlo a la adicción y a la quiromancia.
Hace años que no veo la televisión. Tal vez piense el lector que, por efecto de haberme quedado a oscuras, ignoro lo que está pasando en el ruidoso (y ruinoso) mundo de la televisión. No negaré que estoy un poco fuera de onda, o, dicho más claro, bastante desconectado. Tanto que, aunque tengo televisor, como digo, no veo la televisión: la pantalla en el salón de mi casa está sin conectar a la antena, utilizando aquélla para reproducir mis películas favoritas y mis óperas selectas. Sea como fuere, y por lo que a mí respecta, no necesito la TVE, ni TDT, ni TV3, ni TNT. Procuro, no obstante, estar al corriente de lo que ocurre en el mundo exterior, y no me refiero ahora a las noticias internacionales... No es presunción, pero quizá esté precisamente al día por aquello de mi desconexión.


Con sinceridad, todo esto resulta anacrónico para mí. En primer lugar, la propia televisión, y, todavía peor, ¡las televisiones! Porque, por tener, en la España actual del recorte y la recesión, pululan todavía multitud de cadenas tenebrosas de ámbito nacional, a las que hay sumar bastantes más, no menos foscas, por cada Comunidad Autónoma, todo ello sin contar los canales privados y los privadísimos. Yo pregunto: si debe haber, de verdad, reducción del gasto público, austeridad y ajuste económico, ¿por qué no suprimir este descarado derroche a cuenta de tanta mamarrachada y tanta mamandurria? ¿Para qué tanta televisión en la era de Internet, como no sea para mantener la propaganda oficial, la vulgaridad impúdica y la idiocia general?

En estos tiempos que avanzan que es una barbaridad, ¿no es, ciertamente, anacrónico seguir hablando de «programación» en la «pequeña pantalla», cuando puede uno estar informado al minuto por medio de la radio y la Red de redes, acceder a un determinado programa o episodio gracias a la redifusión, el podcast, el iphone y el youtube, o decidir también a qué hora ponerse la película en casa, elegida por uno mismo, en una pantalla panorámica? ¿Se extraña alguien aún de mi falta de sintonía con el «medio» por antonomasia y de que, por mi parte, le haya puesto fin?

Televisión, vale, pero la mínimamente imprescindible en un Estado que, asimismo, debería ser lo más mínimo posible. ¿Hay vida después de la televisión? ¡Vaya que sí! Donde es difícil que la haya es en un mundo incapaz de desenchufarse del telediario y de subsistir sin la dosis diaria de «programación». Ánimo, pues, que tras el «apagón» no está el vacío, sino que empieza, al fin, un luminoso y liberador «apaga y vámonos» a pasear, al cine, al teatro, a leer o a lo que ustedes quieran.