domingo, 20 de enero de 2013

DEMASIADA POLÍTICA



La desafección de los españoles hacia los políticos está subiendo enteros cada día que pasa, habiendo escalado hasta uno de los primeros puestos en los índices de preocupación y recelo ciudadanos. Añadir una disposición más a dicha actitud la haría plenamente madura y beneficiosa, auténtica y real, estable y duradera, no sólo circunstancial o pasajera.  Me refiero a poner en su sitio no sólo a los políticos (bastantes deberían estar en los tribunales; la mayoría, buscando trabajo fuera de la Administración) sino también a la misma política, a saber: en un plano secundario respecto a la sociedad civil.

Hay demasiada política en España. En todos los países, de hecho. Pero aquí y ahora me interesa hablar de España, mi país. Un país con fama de anárquico e individualista, pero acostumbrado en exceso a que le manden y gobiernen. En España hay demasiado Gobierno, demasiado Estado, porque aquí se han abandonado la acción y las responsabilidades particulares para cederlas al Poder Público, porque aquí hay mucha comunidad autónoma y poca autonomía personal. A este ámbito todopoderoso, Leviatán insaciable que todo lo quiere y casi todo posee ya, se le trata con una mezcla de miedo y devoción: el ciudadano teme al poder político cuando él mismo lo ha creado y lo mantiene. Síndrome Frankenstein. 

Los políticos se hacen llamar a sí mismos «autoridades», «dirigentes», «mandatarios», y, en efecto, actúan como apoderados de lo público. 

Hoy, el pueblo habla mal de los políticos porque está indignado con ellos. Porque le han decepcionado.  Porque no se conducen como esperaba de ellos. Luego tenía —y tiene— esperanza en ellos. La población solicita al poder político que se refrene a sí mismo, que intervenga sobre sí mismo, que se autorregule.¿Acaso no sabe que eso es imposible? Está en su naturaleza proceder como lo hace. Y su naturaleza es la política.


¿Qué es la política? El mecanismo de poder y de coacción oficializados con el propósito de que una pequeña parte de la sociedad organice, controle y gobierne la vida, la libertad y la propiedad de todos. La política es un mal necesario, un veneno que sólo en pequeñísimas dosis es aceptable y tolerable.

En España, ay, tenemos demasiados políticos y demasiada política. Tanta que la praxis y el lenguaje políticos se han mimetizado en el conjunto de la sociedad. La gente dice odiar al político, pero de hecho le imita. 

Estar demasiado pendiente de los políticos acaba haciendo que se sea dependiente de ellos. Confiar más en la política que en la propia acción e iniciativa conduce a la servidumbre.  He aquí la cuestión.

La coacción, arma de la política, y la mentira, técnica de la política, se han extendido por toda la sociedad como una calamidad… pública. ¡Fuera los políticos!: así habla el indignado. Menos política: así habla el hombre libre.

viernes, 4 de enero de 2013

EL INTELECTUAL EN LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO


Sigue constituyendo un tremendo espectáculo ver cómo se estrellan tantas mentes privilegiadas de las artes y el conocimiento al penetrar en el ámbito de la política y estar a la vista del público.

Los artistas de todo género y especie —pintores, escritores, cineastas—, que lo son de veras, se consagran a la suprema labor de acercar lo bello y lo sublime al común de los mortales, a quien hacen partícipe de la obra de la creación humana, demasiado humana. Los sabios, los científicos, los filósofos, que merecen el título, sirven a la humanidad profundas cogitaciones y magnas obras gracias a las cuales los individuos están en mejor disposición para arreglárselas en la tarea de vivir, esto es, de vivir bien, la única expresión digna del existir humano. En muchas ocasiones, empero, los hombres de espíritu grande, al tiempo que ofrecen importantes certidumbres y respuestas, lanzan sobre el tablero de la conciencia histórica graves interrogantes sobre sus propias vidas, creencias y conductas, junto alguna que otra miseria moral y vileza política.

Una prueba de la curiosidad por acercarse a las «vidas ilustres» se constata en el interés intemporal de las personas corrientes, desde Diógenes Laercio y Plutarco hasta el presente, por la lectura de biografías y memorias de los célebres, acaso porque de este modo también se sienten importantes, o sea, por el mero hecho de medirse con éstos en experiencias y trances, y así convencerse de que, en el fondo, todos somos iguales y experimentamos vidas paralelas.

El balance de esta indagación acaba siendo de lo más diverso y controvertido. Con estas palabras expresaba Voltaire el vaivén de los juicios mundanos: «El nombre del filósofo unas veces fue honrado y otras envilecido, como el del poeta, el del matemático, el del fraile, el del sacerdote, como todo lo que depende de la opinión.» Hoy, en las sociedades de la información y de masas, la opinión o creencia común que juzga al artista y al pensador se encarna en la opinión pública, ese gran espectador poco imparcial, ese ojo público voraz que dictamina sin miramientos desde la impostada cresta de su soberana voluntad o su simple antojo.

El territorio ahora establecido está en la Tierra Media, el dominio gobernado por el público mediano y por los media, la superficie donde las cumbres y las elevaciones se allanan y todo se torna mediado y mediocre, donde todo es opinable y todas las opiniones son igualmente respetables. El sabio, sin papel principal en esta comedia coral, se altera hasta instituirse en intelectual o funcionario y el pueblo se eleva a la categoría de respetable público.

En la sociedad del espectáculo, lo importante es agradar y fascinar, darse a conocer más que buscar el conocimiento, dar que hablar en vez de expresarse con corrección, perseguir la corrección política en lugar de llevar una práctica política competente. No puede, por tanto, causar extrañeza que en este escenario, como ha apuntado Jean-François Revel, la mayor preocupación de los intelectuales no sea qué y cómo han de pensar sino qué es lo que van a pensar y a decir de ellos. El figurín sobre el que se viste hoy al artista, intelectual y político posmodernos (o como se antoje bautizar a la new age de la élite o minoría dirigente/mediatizada contemporáneas) tiene la pinta fatua del demagogo, pero al revés. 


En la antigua Grecia se decía «demagogo» al conductor del demos, el pueblo; en la actualidad, es la masa, la gente, la que conduce a las élites, que ven así amenazadas, distorsionadas, su natural condición y distinción. Con todo, debe recordarse que la tarea del intelectual de pro (no del progre, ojo) no es el seguir la corriente a la multitud ni darle la razón por sistema, sino todo lo contrario, el contrariarles y darles que pensar... Ocurre que el hombre plenamente libre es aquel que dice a la gente lo que la gente no quiere oír (George Orwell).

Resulta, en consecuencia, alarmante, pero no sorprendente, contemplar a políticos adulones que se ufanan de seguir siempre a la gente. Así como advertir el posicionamiento de tantos artistas e intelectuales en estos tiempos de bullicio que han contravenido aquella regla de la manera más ordinaria. Infectados de pereza, cinismo y no poca desvergüenza, jueces, fiscales, catedráticos, rectores, coristas, poetas, cómicos y periodistas lustrosos se sienten completamente desinhibidos y locuaces, en santa hermandad y complicidad para manifestarse impunemente, todos en una misma dirección, con la comodidad y conveniencia de quien se sabe amparado por el gremio obediente, la grey entumecida y el vulgo raquítico. 

De personas en quienes reconocemos competencia y responsabilidad en sus respectivos ámbitos profesionales, hemos leído y escuchado grandísimas sandeces y presenciado actuaciones bochornosas, y nada anuncia que se estén redimiendo.


Artículo publicado en La Revista semanal del diario Libertad Digital, bajo el título «El intelectual en su laberinto», el día 27 de junio de 2003