miércoles, 25 de enero de 2012

GARZÓN, UN JUEZ A LA IZQUIERDA DE LA LEY



Creía ser un togado intocable, por encima del derecho positivo, del natural y de gentes, de la memoria de los vivos y los muertos, de la Historia de España y las civilizaciones del mundo, uníos. Alma justiciera de sumario fácil y espíritu de cuerpo judicial para la democracia popular, el juez Garzón, por fin y en primera instancia, ha sido presa de su propia trampa. Las páginas del libro del pasado y los que iban a morir dos veces por su causa general, le saludan desde el más allá.

Corazón de cazador blanco y víscera de ideología al rojo vivo, Garzón cogió su fusil y salió a disparar autos de fe progresista contra todo bicho viviente en el bestiario de quien cree poder poner fecha al juicio universal: Pinochet, Israel, Guantánamo, el PP, el general Franco. Y entre tanto legajo y portafolio, el hombre que veía amanecer en un juzgado de la Audiencia Nacional donde nunca se pone el sol, instruye otros casos —ETA como coartada— para que nadie le tome por un magistrado tendencioso y sectario, sino todo lo contrario. El cazador cazado ha podido comprobar, al fin, que no es una pieza imbatible.


Tres son los procedimientos en curso que acusan directamente a Baltasar Garzón del delito más grave que puede imputarse a un juez: prevaricación, esto es, proceder en el ejercicio de su poder a sabiendas de que actúa de manera manifiestamente injusta y contra la legislación vigente. Los tres expedientes en marcha contra el «juez estrella» componen un perfecto retrato en tonos sepia de la España bajo el Nuevo Socialismo de Zapatero, que tardará mucho en recuperar el buen color: la causa general contra el franquismo, las escuchas ilegales en el caso Gürtel y los dudosos cobros, a cargo del Banco de Santander, por impartir conferencias durante su estancia sabática en Nueva York.

Tres instrucciones que encajan con los tres grandes objetivos de la casta socialista alzada ruidosamente al poder en marzo de 2004. Primero: el anhelo melancólico de la derrota retroactiva del bando franquista, setenta años después. Segundo: la eliminación civil y política de la derecha opositora, a fin de que jamás pueda volver al Gobierno. Tercero: servirse de las instituciones financieras y de los distintos poderes del Estado para lograr privilegios, beneficios personales, prebendas y gabelas.

La sala de lo Penal del Tribunal Supremo declara que «ha lugar a proceder» contra el juez Garzón por su iniciativa de juzgar ahora el régimen del general Franco, ignorando —inexcusablemente— la prescripción de delitos, la irretroactividad de la ley o la legislación sobre amnistía aplicada al caso. Esto es lo que —presuntamente— ha hecho por su cuenta el juez Garzón.



Pero hay más: este proceder sería incomprensible al margen de la aberrante Ley de Memoria Histórica, bajo cuyos auspicios, y desde la ignorancia documental y el rencor doctrinal, son removidos a diario cadáveres y fosas, escudos y vidrieras, rótulos y callejeros, archivos y bibliotecas, esculturas y estatuas, memorias y otras historias. Mudanzas y movimientos de tierras en los que asociaciones recreativas y particulares progresistas hacen caja repartiéndose el despojo. He aquí la causa general de la justicia redistributiva socialista: la reparación y la depredación desde la imaginación creativa.

Juzgar a Garzón por ilegalidad, anacronismo, sectarismo y mala fe en su particular actuación judicial abre la posibilidad de un proceso de mayor calado: resolver la primera de las tres principales querellas que tienen a España sojuzgada. Ello supone, para empezar, llevar, junto a Garzón, la «memoria histórica» al banquillo.



Publiqué esta columna en el diario digital Factual.es (hoy fuera de la circulación), bajo el título de «La “memoria histórica”, al banquillo», el día 11 de Abril de 2010. He introducido  pequeños cambios en algunas frases a fin de ajustarla a la hora actual.

jueves, 19 de enero de 2012

EN EL HOTEL METROPOLE (BRUSELAS). Y 3

«DEPREDADORES  Y CLEPTÓMANOS
Como en todos los hoteles del mundo, el Metropole debía hacer frente al cliente depredador. Se habían habituado, más o menos, a la desaparición de los albornoces, de los ceniceros, cucharillas, mandos a distancia de la tele, perchas, tiradores de puertas, secadores de pelo y hasta lámparas, y de algunos otros objetos. Que se lleven los ceniceros representa poca pérdida. En cierto modo, es una forma de publicidad indirec­ta. La desaparición de los albornoces es más gravosa. Los di­rectores de hotel se reúnen de vez en cuando para hablar de estas cosas. En una de ellas se decidió retirar el logotipo del hotel de los albornoces, lo que devalúa el producto al desapa­recer el símbolo. El resultado fue que descendió el número de los albornoces, toallas o sábanas robadas o hurtadas. Los al­bornoces resultan tentadores para el cliente. Nunca los he to­cado porque al llegar a la habitación se lee la advertencia. Di­cho con más o menos eufemismos: no se lo lleven, y si se lo llevan paguen. Me llevé un par de ceniceros del Inter de Te­herán porque estaba seguro de que cambiarían el nombre del hotel en cuanto llegara Jomeini. 


En el Metropole de Bruselas un cliente mexicano se llevó no el albornoz sino el espejo del baño. Se encaprichó con él y a la maleta. Era una situación delicada: el mexicano se había pasado toda la noche desatornillando el espejo, que no era fá­cil de arrancar. La dirección parecía dispuesta, una vez descu­bierto el hurto, a evitar el escándalo pero también a recuperar el valioso espejo. Cuando la doncella informó a recepción que se había producido el robo el encargado de guardar las maletas hasta la salida del taxi que le trasladaría al aeropuerto estu­vo atento a la faena. En cuanto el cliente depositó sus maletas, el empleado cerró la puerta con llave, las revisó una por una y dio con el espejo. Lo retiró con cuidado y dejó el resto tal co­mo estaba. Al abrir las maletas en su casa en México el espabilado cliente descubrió que habían sido más listos que él. Hay fórmulas en los hoteles para evitar el embarazoso momento en que se le comunica al huésped que debe devolver algo que se ha llevado, después de pagar altos precios por los servicios recibidos. Se usan "frases acomodaticias": "Se ha mezclado el albornoz con su ropa", "no tenía ninguna intención de llevár­selo, ya lo comprendemos, no había usted caído en la cuenta", etcétera. 
 
Einstein se portó bien, no se llevó nada del Metropole, lo mismo que madame Curie. En cambio, Chaliapine, el bajo ru­so, bebía mucho y su mujer le prohibió que tocara el alcohol. Pero el héroe de óperas como Borís Godunov o Iván el Terrible se las arreglaba para movilizar a su favor, y al de su vicio, a porteros, botones, conserjes, camareros, de modo que sin sa­berlo su esposa-comisaria tenía a su alcance lo necesario para no caer en el síndrome de abstinencia alcohólica. En cambio, Pau Casals ensayaba con su violonchelo en el Metropole, sin copas ni otras ayudas. Tan sólo necesitaba inspiración y ésa le llegaba a raudales al músico catalán, que se negó a tocar en la Alemania de Hitler y en la España de Franco


En la obra de Vicki Baum Gran Hotel no podía faltar el ladrón de joyas. Los clientes de posibles prefieren la seguri­dad de un hotel a otras concesiones, a la botella de champaña o el ramo de flores en el cuarto. Los' hoteles nos abruman con sus advertencias: "No nos hacemos responsables del dinero o de las joyas que no hayan depositado en la caja de seguridad, en nuestra caja fuerte". Ni así está el cliente a salvo de los ro­bos.»


Manuel Leguineche, Hotel Nirvana. La vuelta a Europa por los hoteles míticos y sus historias 

Muchos de los más antiguos y venerables hoteles del mundo, de los hoteles con historias que contar, que todavía hoy siguen abiertos, han sufrido una severa mengua en el tamaño de las habitaciones, un deterioro en las instalaciones básicas y un servicio menos… ceremonioso. Sin embargo, en la mayor parte de ellos nos queda el café, el bar del hotel. Un lugar de estancia placentera, un refugio para la ensoñación de los tiempos pasados y viejo esplendor. En estos espacios da la impresión de que el tiempo se ha detenido. El café del hotel Metropole en Bruselas es una de esas reservas de la memoria, que hay que tener muy presente...

GLAMOUR FOU

©Magnum-Press
En un acto público celebrado en Madrid hace un par de años en defensa de la democratización de Cuba, con notoria presencia de artistas e intelectuales de la izquierda política, el escritor Mario Vargas Llosa, portavoz señero de la reunión, declaraba: «Hay que quitarle ese falso glamour a la dictadura cubana». ¡Bravo! La moción no tiene para mí enmienda. Si algo explica, en efecto, la subsistencia del criminal régimen castrista es, por encima de cualquier otra consideración, el apoyo material y moral que recibe de la izquierda de todos los partidos y continentes. Un sostén, un socorro rojo, sin vergüenza; hasta hoy, tal vez. Sea como fuere, una golondrina no hace verano.

Junto a Gaza y otros reductos muy emblemáticos de resistencia (ya quedan pocos, gracias a Dios), la izquierda política ha hecho tradicionalmente de Cuba su reserva doctrinal frente a Occidente y la democracia liberal. La foto del Che Guevara, el pañuelo palestino o la hoz y el martillo no son exhibidos en nuestras democracias con discreción, sino con orgullo y ostentación. 

Hace pocos días veíamos en la prensa fotos de inmensas pancartas con amenazantes símbolos comunistas junto al Partenón de una Atenas de lo más arruinada, y uno, inocentemente, se pregunta si el monumento se encuentra en tan penoso estado por efecto de martillazos y de un buen golpe de hoz. Simple asociación de ideas, lo confieso.

©Magnum-Press
La cruz gamada nazi está hoy prudentemente proscrita y el negacionismo del Holocausto, generalmente repudiado, pero no las enseñas totalitarias de izquierda; ni el negacionismo del 11-S, dicho sea de paso. El ideario del socialismo, tras el derrumbe del Muro de Berlín, no sólo sigue publicitándose con pavoneo por parte de sus partidarios, sino hasta con agresividad, en caso de oponérseles la menor objeción o plantearles una tímida puntualización. El rojo está rabioso, Mami, qué será lo que quiere el rojo... No sé qué más quiere. Pero, sí lo que tiene: falso glamour.

La izquierda tiene ese falso glamour que fascina a propios y extraños porque tiene licencia para… actuar. Impunemente. Haga lo que haga, siempre queda bien. Ayer contigo, hoy contra ti. Como una agencia de patentes o una oficina aduanera, despacha permisos, créditos y visados con valor de ley. Con gran espíritu de cuerpo protector (vulgo, sectario), empuña una ideología benefactora del propio gremio que limpia, fija y da esplendor. 

En su seno, está uno protegido frente a contradicciones, cambios de opinión y de régimen político, mudanzas en modas culturales y crisis financieras. Fuera del Partido y de la izquierda, vive uno, por el contrario, a la intemperie. Aunque, eso sí, respirando aire fresco y libertad.

El muro de Berlín ©Magnum-Press
La presente columna fue publicada en el diario digital Factual.es (hoy fuera de la circulación), bajo el título de «Ese falso glamour de la izquierda», el 23 de mayo de 2010. He introducido pequeños cambios en algunas frases a fin de ajustarla a la hora actual, así como una leve revisión gramatical y de estilo.


martes, 17 de enero de 2012

EN EL HOTEL METROPOLE (BRUSELAS). 2


«TELEFONISTAS 

 Uno de los periodos más electrizantes que vivió el Metropole coincidió con las negociaciones para la entrada del Reino Unido en el Mercado Común. La masiva llegada de los fun­cionarios británicos puso a prueba la estructura del albergue en un aspecto que muchas veces se olvida, el de las comunica­ciones. La batería de telefonistas del Metropole debía mostrar rapidez en su trabajo, dominio perfecto del inglés y una pa­ciencia ejemplar. Las primeras reuniones del día de un direc­tor de hotel incluían a los ayudantes, con los que discutía los aspectos administrativos, la relación con los empleados, las quejas internas y externas. Por el despacho pasaban los fonta­neros, los carpinteros, los técnicos, la brigada de manteni­miento del hotel, el jefe de la bodega, los valets de chambre, la jefa de las gobernantas, el encargado de las relaciones públi­cas, el jefe de cocina con el menú y los precios. 

Pero con la llegada de la delegación británica las comunicaciones entre el Metropole y las islas pasaron a un primer plano. Necesitarían 150 habitaciones, 70 de ellas para oficinas. Monsieur Goffin debía alojar a los funcionarios, pero lograr al mismo tiempo que su contacto con Londres fuera veloz. Llegaron para unas semanas y algunos de ellos se quedaron dieciocho meses. El jefe de la delegación era el futuro primer ministro, el músico Edward Heath, obligado a pastorear a los empleados de di­versos ministerios, no sólo de Exteriores, sino del Tesoro, del Comercio, de Agricultura, de la Commonwealth. 

Los cuatro telefonistas del hotel se convirtieron de la no­che a la mañana en la clave del arco de las negociaciones. El diario Daily Telegraph recogió sus nombres. "Sin ellos", aña­dió, "esto hubiera sido un caos". De las cinco líneas telefóni­cas que Richard de Ro había conocido, cuando llegó al hotel en 1918 a los catorce años, pasaron a treinta líneas. Richard recibía ahora unas 12.000 llamadas diarias desde el exterior tan sólo para las negociaciones. Richard de Ro era el maestro de la clavija: sin su arte y técnica la OTAN, por ejemplo, hubie­ra tardado un poco más en llegar. Richard, que trató en su tra­bajo con el general Eisenhower, Rockefeller, Henry Ford o con el ex rey Humberto de Italia, entre otros, había hablado ya con todas las capitales del mundo, excepto con Pekín. 



Du­rante aquellos afanosos días los telefonistas recibían todo tipo de llamadas, un turista norteamericano que pedía un autógra­fo del señor Heath, una agobiada secretaria que rogaba por caridad, visto que comunicaba el servicio de habitaciones, que le pidieran para su jefe unos bocadillos y una cerveza, una fe­liz esposa y madre que deseaba comunicar a su marido, fun­cionario de Whitehall, el Ministerio de Exteriores británico, el nacimiento de su hijo. 

Dos virtudes que cabe esperar de los telefonistas de hotel son la paciencia y el tacto. Cuántas horas perdidas a la espera del enlace telefónico con Madrid para enviar la crónica, la en­vidia que te producía el hecho de que los colegas franceses, ingleses o norteamericanos lograran comunicar siempre antes que tú. Me he pasado días enteros de mi vida a la vera de los/las telefonistas. Cuando la visita del papa Juan Pablo II a Estambul pedí una conferencia con Madrid un lunes. Era miércoles y moría el sol sobre el Cuerno de Oro cuando la te­lefonista llamó a mi habitación. "Su conferencia con Madrid, señor". 

Hemos tenido que camelar a las telefonistas, regalar­les ramos de flores, tratadas como reinas (en general se lo me­recen) para que nuestros papeles pudieran llegar a tiempo a la redacción. Es una relación tan intensa que durante la revolu­ción contra el sah de Irán uno de nuestros compañeros, italia­no y enviado especial de una revista terminó por casarse con la telefonista del hotel. Era una joven muy hermosa y nuestro colega se sentía solo. De las habitaciones de los hoteles llega­ba la cacofonía de voces dictando. "Teherán, de nuestro en­viado especial. El ayatolá Jomeini, jota de jamón, o de Oviedo, m de mamón, e de España, i de idiota, n de nariz, i de Italia ... " El final de la crónica transmitida en tan proteicas condiciones provocaba en nosotros un efecto catártico. Te enamorabas de la telefonista, te dabas al vino y la cerveza (siempre que no im­perara la ley seca, claro está). Puedes cambiar de religión, pe­ro no de hotel, de taberna, y el vino y la cerveza siguen siendo los mismos. 

 
En el Metropole, el hotel de los cerveceros Vielemans, se vivieron meses de tensión: el esquema económico del mun­do dependía en cierta medida de la entrada o no de Gran Bre­taña en el Mercado Común. Europa era demasiado grande para, estar unida pero demasiado pequeña para seguir dividi­da. Ese era su doble destino. Los belgas, que tienen el apetito de los alemanes, la seriedad de los ingleses y el espíritu de los franceses, se debaten hoy en una crisis de identidad que tiene que ver con el acentuado cisma entre valones y flamencos y los escándalos de pedofilia, de corruptelas, entre otros sínto­mas. Los belgas trabajaron duro para que la GB entrara en el Mercado Común, pero las conversaciones se interrumpieron con el portazo francés. "El Metropole", escribe Fischauer, "parecía el cuartel general de un ejército en retirada. Pero Edward Heath se negaba, animoso, a reconocer la derrota. 
Para enero todo el circo británico había desaparecido del Me­tropole. Lo hizo con nostalgia y agradecimiento". "Espero que vuelvan", dijo con humor Richard de Ro, el jefe de los te­lefonistas, "y espero también que elijan otro sitio". 
En sus orígenes, el hotel fue un banco que los "Wiele­mans ampliaron poco a poco hasta convertido en un granítico edificio que en 1930, cuando monsieur Goffin trabajaba co­mo chef de reception, era ya el tercer establecimiento de Bruse­las después del Astoria y el Palace. Al llegar la guerra, los ejér­citos nazis requisaron y ocuparon el Metropole. Esta película ya la habíamos visto. El obeso y exhibicionista mariscal Goe­ring hizo que durante sus estancias cerraran el Metropole a la clientela civil. La liberación llegó el 3 de septiembre de 1944, domingo. Entraban las tropas inglesas. Esa misma tarde Gof­fin hablaba con el último oficial nazi que abandonaba el hotel. "Me voy", se despidió, "los ingleses estarán aquí dentro de un cuarto de hora". Calculó bien. Tardaron veinte minutos. Los primeros en entrar fueron los periodistas británicos, que acompañaban a las columnas motorizadas. En el libro de fir­mas aparece la última de un jerarca nazi y después el saludo al Metropole de un corresponsal británico. 

El rey Leopoldo de los belgas se había negado a unirse al gobierno en el exilio en Londres. Se declaró "prisionero de los alemanes" en su palacio de Laeken. Después se instaló en el sur de Francia con su esposa morganática (dícese de la boda de una persona de estirpe real con otra de rango inferior). En 1950 volvió a su país. No era nada popular, al contrario. Se esperaban manifestaciones y quién sabe si la agitación popu­lar. Pero desde el punto de vista oficial había que dade la bienvenida. El Metropole, con monsieur Goffin a la cabeza, fue el encargado de organizar la recepción, que incluyó truite au bleu y jambon en croute. Después, el ex rey visitó con fre­cuencia el hotel. 
El Metropole era, como el resto, un hotel de tránsito, uno de esos hoteles que se parecen a los aeropuertos. Mientras que en Viena, París o Londres el tiempo de ocupación de un cuarto era de cuatro, cinco o seis días, en Bruselas era de día y medio. Un visita de médico. Llegar, negociar, comprar o vender ya casita otra vez.» 

Continuará... 

Manuel Leguineche, Hotel Nirvana. La vuelta a Europa por los hoteles míticos y sus historias.


En la próxima entrada, y última, dedicada al Metropole de Bruselas, nos detendremos en el café del hotel. Un establecimiento de encantamientos al que ya dediqué un espacio en la crónica Bruselas, sola e isola.


martes, 10 de enero de 2012

LO QUE SE DICE Y LO NO SE DICE DE LOS IMPUESTOS



¿Son los impuestos, por definición, «sociales»? Los impuestos no son sociales; son vocacionalmente socialistas.
Cierto es que socialismo viene de «social», pero sólo de palabra, como sufijo usurpador y tramposo, no de hecho. Y es que, en realidad, no hay política más antisocial (más contraria a la sociedad) que la socialista: hace de la sociedad un conglomerado de sujetos atenazados y serviles, desheredados y empobrecidos, igualados en la miseria y la desgracia; más que gobernados, se me antojan coartados por el mismo patrón..., a saber, el Estado.
Se dice que los impuestos aseguran la solidaridad entre los miembros de la sociedad. Pero no se dice que una solidaridad forzada, bajo coacción, supone necesariamente una aberración, una impostura, nunca una virtud.
Se dice que los impuestos sostienen la comunidad. Pero no se dice que, principalmente, a quién mantienen es a la casta política, a su corte y su cohorte: el funcionariado, los empleados públicos, los organismos innecesarios, los paniaguados y la fiel infantería clientelar.
Se dice que en las sociedades «complejas» son necesarios los gestores (públicos y aun privados) para que administren los bienes y los intercambios de los ciudadanos, titulares de los derechos. Pero no se dice que cada día crece en las democracias una peligrosa tendencia, suplantadora y literalmente expropiadora, consistente en ir convirtiendo a los ciudadanos en seres pasivos, en meros contribuyentes y paganos, que termine sustituyendo la sociedad de propietarios y hombres libres por una sociedad de gestores y procuradores. Por esa vía, los últimos acabarán siendo los primeros, menoscabando así la libertad de decisión y acción, la renta y el patrimonio, los derechos y los recursos de aquéllos, los únicos legítimos dueños de la soberanía y la riqueza nacional.

¿Cómodo?


sábado, 7 de enero de 2012

EN EL HOTEL METROPOLE (BRUSELAS). 1




Me alojé en el hotel Metropole durante mi primer viaje a Bruselas, año 1995. En las posteriores visitas realizadas a la capital belga (y de Europa), opté por otros albergues de la ciudad que, asimismo, merecen ser reseñados; aunque sin comparación con el Metropole. Pero eso será para otra ocasión.

Siguiendo con la crónica de la presente sección destinada a glosar establecimientos hoteleros con historias que contar y en los que he tenido el gusto de haberme hospedado, cedo hoy también la palabra a escritores que han dejado interesantes testimonios sobre los mismos. 

En esta ocasión, el turno es para el viajero y escritor Manuel Leguineche, cuyo relato continuará en próximas entradas del blog.


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Bruselas. Un decorado de ópera


«Al novelista Joseph Conrad, Bruselas le recordaba un sepulcro blanqueado. No sé, conocí la ciudad años antes de las delicias del Mercado Común, o de la OTAN, de la eurocracia y el euro, y tenía ese aire provinciano, de novela de Simenon, neblinosa y chorreando agua. Desde su habitación del Hotel Palace, Jo­sep Pla observó durante toda la noche a gente que pisaba por el barro. Al escritor ampurdanés Bruselas le parece una ciu­dad dominada "por un punto de tristeza bovina y espesa, pero a mí", añade, "esto me gusta". Le atraen también las brasseries, las cervecerías, que estuvieron de moda en París, "hace treinta años, hasta que desaparecieron poco a poco, no se sabe bien por qué". Pla se queda extasiado viendo a las camareras ru­bias, figuras de Memling y de Rubens, sirviendo "dobles de cerveza dorada y humeante, butifarras y jamones con coles rojas". Hasta ahí lo que era la Bruselas de la juventud de Pla, la ciudad menestral con olor agrio a cerveza. La Bruselas de la eurocracia es otra cultura.

El Hotel Metropole se constituyó por derecho propio en el corazón de los asuntos europeos. Sus dueños han realizado un esfuerzo continuo para adecuarlo a los tiempos. En un lugar así la oficina de negocios, o como rayos se pueda traducir el business centre, es esencial, lo mismo que un personal que hable idiomas. Una vez que estuve allí escuché cómo un mismo con­serje respondía en alemán, inglés, italiano, holandés y español. La bodega del restaurante tiene fama bien ganada, lo mismo que la comida, pero eso en Bruselas es algo ecuménico y, si me permiten el juego de palabras, muy poco económico.

En el Pa­lace, Josep Pla escuchaba el latido de la ciudad, la plaza aburrida. "Los cafés de delante del hotel estaban llenos y sudaban un aire espeso de color calabaza". Era el centro de la ciudad, caotizada después por la especulación inmobiliaria y la necesidad de ha­cer sitio a los funcionarios de altos sueldos, los grupos de pre­sión que llegan para trabajar en la capital belga y europea. Gambrinus, que vivió en tiempo de Carlomagno e inventó el braceado de la cerveza, y el arcángel san Miguel, el de la flamígera espada, son almas tutelares de la ciudad.

En los años en que visitaba a una querida amiga, Patricia, que era de Bruselas, íbamos a escuchar a David Brubeck, el jazzista, y a beber cerveza triple Westmaelle o marca "La muerte súbita" en el Hotel Amigo, situado detrás del ayunta­miento en la Grande Place. En 1552 era una cárcel. Los espa­ñoles que ocupaban Bélgica tradujeron la palabra flamenca vrunte (encarcelamiento) por vrivend (amigo). El hotel, cons­truido en 1905, se quedó con el nombre. Era el único que no aceptaba grupos de viajeros, de viajes organizados. A las fami­lias numerosas se les invitaba a inscribirse con nombres dis­tintos. El rechazo de las masas. Pero si hemos de pensar en un hotel que represente a Bruselas deberemos quedamos con el Metropole. Salió indemne de los bombardeos pero no de los planes de los urbanistas, que han desfibrado, desfigurado la ciudad. Lo que se construye son imitaciones del siglo XVIII. Pero el Metropole se ha salvado, lo mismo que algunos ba­rrios y cervecerías. Estaba predestinado para ser construido por un cervecero y lo fue. 

 También este hotel tiene para Bercoff las hechuras de un decorado de ópera con sus grandes espejos, sus arcadas con pilastras de mármol de Namibia, sus vitrales, sus bronces pompeyanos, sus monumentales chimeneas, sus fuentes y sus paneles ornamentales. Un escenario ideal para un cliente agradecido y famoso, Giacomo Puccini, que se sentía en el Metropole como en su casa. Fue el más importante composi­tor de ópera desde Verdi. Sus historias de amor son trágicas. La tempestuosa relación de Puccini con su esposa estalló en 1908 tras el suicidio de una sirvienta a la que Elvira, la esposa del autor de La Boheme, Madame Butterfly, Manon Lescaut o Turandot, acusó de haberse ido al catre con Giacomo. Cuando se restableció la buena fama de la suicida sus parientes lleva­ron a los Puccini a los tribunales. La publicidad que levantó el caso afectó de forma muy seria el ánimo y la capacidad de tra­bajo del compositor. Puccini murió en Bruselas



El Metropole era el hotel de los tenores como Enrico Caruso y de las primas donnas. A Bruselas venían a cantar los profesionales del bel canto, pero sobre todo los hombres de negocios. Monsieur Goffin, que allá por los años sesenta fue el director general, solía decir: "Vienen pocos turistas. ¿Qué pintan los turistas en Bruselas?". En 1957, un distinguido cliente se acercó al des­pacho de Goffin para saludarle. Se había inscrito en el hotel como profesor Walter Hallstein. Era un político alemán, uno de los padres de la Comunidad Económica Europea. Esa visi­ta hizo la fortuna del Metropole. 


"Caí en la cuenta de que iban a hacer de Bruselas", recor­dó monsieur Goffin, "la capital de la CEE [Comunidad Eco­nómica Europea], de cuya comisión el señor Hallstein sería el primer presidente. Empecé a ver el hotel lleno de delegacio­nes que venían y se iban, de secretarias atareadas, de familias de los funcionarios, de diplomáticos ... ". Hallstein les abrió a los representantes de los seis primeros países que formaban el embrión de la CEE -Italia, Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Alemania- las puertas del Metro­pole de par en par. 
 Después llegaron los hombres de negocios interesados en saber de qué iba la organización paneuropea.

Los primeros en aparecer fueron los cerveceros para fundar, a la sombra del hotel, la Asociación de Cerveceros del Mercado Común. El Metropole fue al principio su centro de operacio­nes. Bruselas se convirtió en ciudad de congresos. El Metro­pole se poblaba de delegados y congresistas y monsieur Gof­fin hubo de poner el cartel de "No hay habitaciones". "House fuil", que dicen en Estados Unidos. La capitalidad del MCE atrajo a congresistas de Estados Unidos, enviados de la indus­tria, de la banca, de los negocios agrícolas, deseosos estos últi­mos de conocer el rumbo de la política agraria europea. A partir de 1962 desembarcaron los nipones. 

Desde entonces no han dejado de viajar a Bruselas. El se­ñor Goffin se vio obligado a 
contratar camareros japoneses.

Continuará...

Albert Eisntein, entre otros colegas, en el Metropole, 1927


domingo, 1 de enero de 2012

'CÓMO VIVIR O UNA VIDA CON MONTAIGNE' de SARAH BAKEWELL




Sarah Bakewell, Cómo vivir o una vida con Montaigne. En una pregunta y veinte intentos de respuesta, traducción de Ana Herrera Ferrer, Ariel, Barcelona, 2011, 483 páginas


Las apariencias engañan, aunque esto no quiera decir que las primeras impresiones son siempre las que quedan en nuestra mente y memoria. He aquí dos máximas que pueden servirnos para vivir bien, o al menos lo mejor posible, dentro de nuestras posibilidades como seres humanos. Máximas hay muchas más. Precisamente de cómo vivir a la luz de la sabiduría trata el presente libro dedicado a la vida y la obra de Michel de Montaigne. Presta atención sugiere el segundo capítulo del mismo, como abundando en los proverbios que abren estas líneas. Atentos, pues.

Siguiendo el buen consejo, es menester no quedarse con el primer barrunto que uno puede tener al acercarse a este volumen, empezando por lo que pueda sugerir el título. Sólo con avanzar algunas páginas, comprobamos que no es este un libro más de autoayuda; en concreto, y como podría sospecharse, del subgénero que toma como punto de partida o excusa a consumados filósofos y maestros del pensar para componer una melodía pegadiza que cante las artes del buen vivir o cómo alcanzar la felicidad (o la belleza) en siete días. Ya saben: variaciones ligeras sobre Epicteto, Marco Aurelio, Baltasar Gracián, Confucio.

Cómo vivir o una vida con Montaigne es una sólida y solvente biografía del sabio del castillo de Périgord, escrita con rigor y documentación, lo que no es óbice para poder leerse con sumo interés y amenidad. Ni tampoco para aprender, de paso, grandes lecciones sobre cómo ordenar nuestra existencia, empezando por uno mismo y desde sí mismo, desde el propio yo.

Presta atención todavía, lector, porque seguimos desmontando viejas leyendas y prejuicios. Por ejemplo, que un ensayo tiene que ser, necesariamente, un libro aburrido. Nada más errado. El pionero y paladín del ensayo, Montaigne, muestra y demuestra a las claras que cuando al recto entendimiento le sumamos la bella escritura y la elegancia en el estilo, el resultado es una experiencia gozosa, un aprendizaje de la vida realizado desde el sentido del placer y el sentimiento de la alegría. No hagas nada sin alegría, proclama Montaigne. Desde luego, leyendo los Essais, así como la biografía aquí reseñada, nada indica que hayan sido compuestos desde el deber más ingrato o el ánimo alterado. Este punto nos lleva a una nueva revelación contraria al imperio del tópico.

¿Quién dijo que Montaigne es un autor poco atractivo para las mujeres? ¿De dónde ha salido la necia superchería según la cual los escritos de Montaigne son demasiado ―cómo decirlo― masculinos, y, en consecuencia, lejanos a la sensibilidad y la preocupación de las mujeres? Montaigne fue hombre y la autora de la biografía, mujer. ¿Y qué? ¿Qué tiene de mala esta combinación? En cualquier caso, el único género que ahora debe interesarnos, más que preocuparnos, no es el sexo de los escritores (ni el de los ángeles), sino el género literario del ensayo. Porque Montaigne logra con completa normalidad transmitirnos unas ideas y unos sentimientos, ambientados en el sur de Francia durante el Renacimiento, que son, después de todo, universales e intemporales.

Ocurre que el señor del castillo de Montaigne supo, tal vez como ningún otro autor aunar la familiaridad y la cercanía con la universalidad y la integridad: «muchas cosas han cambiado desde que nació Montaigne, hace casi medio milenio, y ni los modales ni las creencias son reconocibles. Sin embargo, leer a Montaigne es experimentar una serie de conmociones debidas a la familiaridad, que hacen que los siglos trascurridos entre él y el lector del siglo XXI desaparezcan y queden en nada.» (pág. 18). Leer a Montaigne representa una experiencia única e insustituible. Ahora bien, la lectura de la biografía escrita por Sarah Bakewell ayuda notablemente a tener todavía más próximo a un autor que nos habla con franqueza, de amigo a amigo, acerca de su propia vida; es decir, de la vida y de cómo vivirla.

Sarah Bakewell es profesora de escritura creativa en la City University de Londres, autora de The Smart y The English Dane, trabajos inéditos en español. El libro Cómo vivir o una vida con Montaigne, del que es autora, ha sido premiado con el prestigioso Duff Cooper Prize National Book Critics Circle Award for Biography