viernes, 22 de junio de 2012

'ANTONIO Y CLEOPATRA' de ADRIAN GOLDSWORTHY



Adrian Goldsworthy, Antonio y Cleopatra, traducción Paloma Gil Quindós, La Esfera de los Libros, Madrid, 2011.



Roma  —la Antigüedad clásica, si queremos ser más precisos— tiene en la vida (y muerte) de Antonio y Cleopatra un episodio particularmente seductor y atrayente, como pocos de su larga e intensa historia. De sumo interés, tanto para la ciencia histórica cuanto para el público. Aunque por distintas razones, el motivo es similar en ambos casos: en esta página de la historia, la leyenda y la realidad se solapan hasta tal punto que genera afán de conocimiento y fascinación al mismo tiempo. Los historiadores tienen en sus manos una enorme cantidad de fuentes sobre las que reconstruir y volver a montar el gran mosaico de la vida de la civilización romana antigua. 

Miles de legajos y documentos, incontables restos arqueológicos y arquitectónicos, la numismática, todo un fabuloso caudal de material les ha proporcionado tal cantidad de datos que el trabajo consiste, acaso más que en la búsqueda de más noticia sobre Roma, en la ardua tarea de validar los ya disponibles, su contrastación y cotejo con otros, a fin de darlos por comprobados y confirmados con el mínimo margen de error posible.

La información con la que contamos acerca de Marco Antonio no es una excepción de lo que decimos. De la historia general de Egipto podría decirse, aproximadamente, lo mismo, aun teniendo en cuenta que en este caso se trata de una civilización extraordinariamente vasta en espacio y tiempo, y con una complejidad intrínseca (verbigracia, la prolijidad de sus dinastías) que pone a prueba la competencia de la historiografía occidental. Pero, de la biografía y la verdadera historia de la reina Cleopatra hay un gran desconocimiento.

Por su parte, para el gran público —incluso, para aquel familiarizado con la historia— resulta francamente difícil no dejarse hechizar por el peso de la leyenda que tanto impacta en las relaciones, políticas y amorosas, de esta pareja fuera de lo común. La literatura y el cine han marcado poderosamente la imaginación y la disposición anímica del lector y del espectador contemporáneo, problematizando aquellas informaciones aportadas sobre Antonio y Cleopatra que se apartan, o no confirman, la representación sellada en su retina e intelecto por la fuerza de la imaginación literaria de William Shakespeare y la gran imaginería de Hollywood.



En este sentido, es justo reconocer la honestidad de Adrian Goldsworthy a la hora de proponerse narrar la crónica de este momento tan estelar de la historia la humanidad (por decirlo en expresión próxima a Stefan Zweig). Desde las primeras páginas del volumen que ha consagrado al mismo, el autor británico previene y pone en guardia al lector ante posibles influjos distorsionadores de la realidad de los hechos tal y como no es dado referirnos a ellos con rigor y minuciosidad. Nadie niega que Cleopatra fuese un personaje fascinante, una mujer inteligente y con una poderosa personalidad, una de las pocas grandes reinas de jalonan la historia antigua. 

En la línea descendiente de Alejandro Magno, fue una dignataria que tuvo uno de los reinados más prolongados de la época (circunstancia esta notablemente remarcable en la singular familia de los Ptolemeos), siendo amante de los dos de los hombres más poderosos e influyentes de Roma, Julio César y Marco Antonio, con quienes tuvo descendencia. Ahora bien, de su misma apariencia física, de su presumible y muy alabada hermosura —acaso lo que ha merecido más atención general—, poco se sabe con certeza.
 
 TAPIZ DE BRUSELAS S. XVII C. 1620. SERIE DE MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA.
LA SALIDA HACIA ACTIUM
LANA Y SEDA.PALACIO REAL DE MADRID. PATRIMONIO NACIONAL

De Marco Antonio disponemos de más detalles. Pero no cabe duda de que en esta pareja de protagonistas poderosos, Cleopatra eclipsa a Antonio en muchos sentidos. Ambos se necesitaban, sea atendiendo a virtualidades políticas, sea a impulsos afectivos. La influencia de la reina egipcia sobre el cónsul romano fue siempre más enérgica y activa que la de éste sobre aquélla. Con todo, ¿es posible separar el destino de sus vidas y sus muertes? Cleopatra es la última de los Ptolomeos que gobernó Egipto: «Su reino fue la última de las grandes potencias creadas al desmantelarse el imperio de Alejandro Magno, y por eso su muerte marca el fin de una era» (pág. 431). Por su parte, «Antonio fue el último hombre que puso en cuestión la primacía de Octavio y, así, su muerte marcó el principio de una nueva era: la del gobierno imperial de Roma, tres de cuyos emperadores fueron descendientes suyos.» (Ídem). ¿Dos vidas paralelas? Probablemente. Lo indiscutible es que estamos ante dos vidas para leerlas.

A destacar que la edición dispone de dieciséis mapas y planos, lo cual es un buen tanto a su favor, cuando lo habitual es la ausencia; cuatro páginas con árboles genealógicos, una Cronología  muy detallada, diez páginas de Glosario, Notas y una importante Bibliografía. En conjunto, una edición cuidada y de lectura agradable, destinada a un amplio sector de lectores no especializados, pero interesados en la historia de la época y en estos personajes de los que tanto el cine como la literatura nos ha dado una versión algo más edulcorada.







Adrian Goldsworthy es historiador británico, nacido en 1969, especializado en el mundo antiguo, y en Roma, muy en particular. Estudió en el St. John’s College de la Universidad de Oxford, donde se doctoró en 1994. Tras haber ejercido en distintos centros educativos, en el momento presente dedica su actividad a la escritura. 

La bibliografía del autor es amplia y muy notable. Hasta la fecha, han sido traducidos al español: La caída de Cartago: las guerras púnicas (2002), El ejército romano (2005), Grandes generales del ejército romano (2005), César: la biografía definitiva (2007), La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente (2009). En la actualidad, escribe una detallada biografía del emperador Augusto.






lunes, 11 de junio de 2012

HOTELES Y VIAJES EN LA PINTURA DE EDWARD HOPPER


En los cuadros de Hopper, están, por supuesto, los sombreros. Prenda imprescindible en cualquier viaje, o simplemente para moverse en trayectos cortos. También aparecen los hoteles y moteles, los sitios de paso, las esperas y las desesperanzas humanas. En rigor, habría que denominarlos «albergues». Cualquier porche de una vivienda, las escaleras de entrada, una habitación, un balcón o un mirador, se nos antojan lugares de acogida y recogida, apartamentos de la soledad y el desamparo. Los restaurantes, los bares y las cafeterías nunca han sido espacios tan públicos... Aquí no hay privacidad ni intimidad. Los ventanales hacen las veces de escaparates. El espectador se cuela en estancias ajenas, aunque nos resulten tan familiares, tan nuestras… Irrumpe en las vidas de unos protagonistas que diríanse petrificados. Y éstos ni se inmutan.

En los cuadros de Hopper, los personajes habitan en departamentos estancos, en esferas independientes, en campanas neumáticas. Solos o acompañados, se les ve permanentemente desolados. Cambian de lugar, pero figuran como estancados, suspendidos en el espacio y el tiempo. No faltan en estas pinturas desgarradoras las estaciones de ferrocarril y de gasolina, los automóviles y los vagones de tren, las panorámicas, los ventanales. Dentro y fuera de los cuadros de Hopper impera el vacío, el estío, el hastío.

Volver, una y otra vez, a la obra de Edwartd Hopper representa un viaje al interior del alma humana, alojándonos en las habitaciones austeras y desguarnecidas del hotel Desvelo.




Night in the Train 1918

New York Restaurant, 1922

Apartaments House, 1923

Automat, 1927

Night Windows, 1928

Chop Suey, 1929

Tables for Ladies, 1930
Hotel Room, 1931

Room in New York, 1932

Compartment C, Car, 1938

Gas Station, 1940

Dawn in Pennsylvannia, 1942

Hotel Lobby, 1943

Morning in a City, 1944

Summer Evening, 1947

Western Motel, 1947

Summer in the City, 1949

Hotel by the Railroad, 1952

Hotel Window, 1955

Excurtion into Philosophy, 1959

A Woman in the Sun, 1961

Chair Car, 1965

domingo, 10 de junio de 2012

MORALIZAR LA POLÍTICA Y POLITIZAR LA MORAL



Para una parte no despreciable de la comunidad filosófica contemporánea, los ámbitos de la ética y de la política no sólo son complementarios sino indivisibles. No importa que [Nicolas] Maquiavelo (entre otros) diera buenas razones para desconfiar de esta sugestión y revelara los muchos vicios (políticos) que acarrea, así como la impronta falsaria y deshonesta (morales) que la provoca. Ocurre que para algunos «modernos», defender el legado del florentino no es más que un pretexto para resucitar republicanismos añejos, y a menudo también muy ajenos.

Esta moda intelectual, nominalmente regeneracionista, amén de extrema y un tanto forzada por las circunstancias (declive ideológico de las izquierdas), se confunde en España, por el tono del sermón y por la parroquia que lo atiende, con un espíritu de contrarrestauración, si podemos decirlo así; o sea, con un ánimo de desquite ideológico e histórico y otras nostalgias republicanas años 30. Por lo demás, cuando Maquiavelo escribía sobre la virtù, se refería en todo momento a la virtud política, no a la moral.

Sea como sea, el moralizar la política y el politizar la moral es una fascinación, o ilusión, que ha logrado infiltrarse en gran parte de la clase política y ha accedido al dudoso rango de creencia popular. En el primer caso, provoca cinismo político; en el segundo, hipocresía social. Resultado compartido: doble moral, apaciguamiento y colaboracionismo con el mal y, sobre todo, mucha indignación moral, una afección ésta que no pretende, en última instancia, más que lavar la conciencia y lavarse las manos ante lo que pasa, representando en moral, lo que lavar el dinero negro en economía.


La unión indiscriminada de moral y política comporta además otros solapamientos, de efectos perversos: esfera privada y pública; interés personal y general; responsabilidad personal y colectiva; etcétera. La derivación última de esta visión unificadora es el proyecto de un escenario totalitario. Porque totalitario es el propósito de politizar y patrimonializar las conciencias, los sentimientos y las convicciones de los individuos. Estas tentaciones no son neutras ni huérfanas, sino que se hallan muy próximas al núcleo de los discursos y prácticas nacionalistas y socialistas todavía ligados a delirios redentores y utopistas: la «patria imaginada» y el «pueblo emancipado».



Fragmento de mi artículo «La coartada como moral», publicado en Libertad Digital el 30 de mayo de 2003.

sábado, 2 de junio de 2012

EL ARTE DE CAMINAR, SEGÚN H. D. THOREAU





Henry David Thoreau es, junto a Ralph Waldo Emerson, uno de los más notables ensayistas norteamericanos. Autor de obras afamadas como Walden y La desobediencia civil, sobresalió además como poeta y naturalista. Esta triple condición se singulariza en sus escritos sobre historia natural, entre los que destaca el célebre ensayo Pasear, acompañado de Un paseo de invierno, por fin reeditados.

Especialmente, el primero de los dos constituye una pieza ejemplar, una guía personal a través de bosques, montañas y pantanos, que más allá de enseñar a hacer ejercicio físico, contiene un prontuario de ética y estética: sólo si eres un hombre libre, dice Thoreau, estás listo para echar a andar. Hay un arte de viajar, pero, asimismo, un arte de caminar. De la misma forma que diferenciamos entre viajeros y turistas, cabe distinguir a un caballero andante de un circunstancial viandante; a un sustancial y vocacional paseante, a un andariego, a un vagabundo, de un ocioso flâneur y un atropellado transeúnte.

He aquí, en consecuencia, un libro muy útil para dejarse llevar, metido en el bolsillo, y abandonarse así a un paseo recreador, mientras nos perdemos por los caminos.


Cabaña en los bosques de Concord (Massachusetts), en la que vivió Thoreau durante varios años


Escribí esta breve reseña del librito de Henry David Thoreau, Pasear (José J. de Olañeta, Editor, 2005), para el diario ABC. Fue publicada en la sección «Leer y Pensar» (hoy desaparecida), el 26 de noviembre de 2005, p. 5.