viernes, 11 de mayo de 2012

LAS CASAS DE LA VIDA




Teresa-M. Sala y Daniel Cid, Las casas de la vida. Relatos habitados de la modernidad, Ariel, Barcelona, 2012, 200 páginas

Según informan los autores en la Introducción, el título del presente volumen está inspirado en la recopilación de sonetos de amor y melancolía escritos por Dante Gabriel Rossetti, La casa de la vida. Y, en efecto, al modelo de compendio y selección de textos se ajusta Las casas de la vida, rótulo que ya nos anuncia desde la misma puerta del libro —que no otra cosa es una portada— la naturaleza plural del mismo: «A manera de homenaje presentamos esta antología de escritos realizados por el habitante y/o visitante de algunas casas de la vida, con una plural designación que parte de la idea de situar los escenarios del relato.» (pág. 17). Los protagonistas de la obra son escritores y artistas, hombres y mujeres que, con su vida y obra, representan el universo simbólico de las casas, «la cultura del habitar de la vida moderna.»

Con el advenimiento de la Modernidad, los usos y hábitos de la gente cambian sustancialmente. ¿Y quiénes mejor que los escritores, los pintores, los arquitectos, para darnos cuenta, por obra y gracia de la mirada escrutadora que lanzan sobre la realidad, de tamaña revolución en las costumbres? Los tiempos modernos traen nuevos aires de individualidad e intimidad, de recogimiento en el yo y su circunstancia, afán por encontrar el propio lugar en el mundo, para desde éste crearse como individuo y crear como artista. 

«Encerrado en el interior, el habitante encontró en la esfera privada la capacidad de retirarse a un espacio preservado de la mirada foránea para constituirse en sujeto escindido de la multitud. Cuando con el avance del siglo las utopías individualistas sustituyeron a las colectivas y derivaron en un desinterés por transformar el mundo y una simpatía por el placer privado, el individuo encontró cobijo de las intromisiones del mundo en el propio domicilio.» (pág. 24).


El capítulo I del ensayo, «En los inicios», está consagrado a retratar el ámbito de vida de Johan Wolfgang Goethe, quien «anticipa la aventura del artista moderno hacia la desmesura.» (pág. 21). A partir de la Ilustración, surgen dos particularidades principales del mundo moderno: la casa —reino de la intimidad, espacio inviolable, santuario de la privacidad— y el museo —nuevo lugar sagrado que alberga grandes obras y objetos artísticos, con vocación inicialmente pública, esto es, abierto al público—. Lo llamativo del caso es que ambas esferas convergen en la casa de la vida de los artistas y escritores, quienes no se limitan a residir en una casa sino que viven en su casa

La morada es espacio soberano de ordenamiento de las costumbres y el museo, el templo de las musas. No sorprende en esta ocasión que quienes buscan inspiración y atmósfera idónea para escribir, pensar o recrearse se rodeen de objetos artísticos, muebles valiosos, así como que sientan inclinación al coleccionismo. Esta aventura del habitar arranca, después de todo, con el siglo del Enciclopedismo y los salones. La síntesis que reúne dialécticamente la tesis y la antítesis queda patente en otra circunstancia singular: la casa del artista pasa con el tiempo a convertirse en casa-museo, en institución pública, en expresión de lo siniestro, tal y como lo definió Freud: «lo que nos era familiar se convierte en extraño. Una sensación que se produce cuando los deseos a no ser contemplados se desvelan, cuando todo lo que ha quedado oculto, secreto, se manifiesta. El capítulo V, «Tributo a Freud», nos invita a visitar las casas convertidas en museo (antes y después de tener horario al público) de Sigmund Freud, Gabriele D’Annunzio y Salvador Dalí.


  Los relatos modernos de las casas presentan distintos arquetipos. Por un lado, están los individuos —herederos de Blaise Pascal y Michel de Montaigne— que encuentra en la casa el área perfecta para el retiro y el aislamiento. Emily Dickinson y Ana Frank ofrecen una buena muestra de personajes que viven «En una habitación propia» (capítulo II). Pero también Marcel Proust y muchos de quienes tienen «Un destino escrito» (capítulo III). Frente a los artistas domésticos, hallamos a los itinerantes, la otra cara de la modernidad, los homeless de la época. Rainer Maria Rilke, Frank Kafka y Pessoa personifican a los escritores sin casa, con una vida incierta y a la intemperie, viviendo de alquiler, en espacios prestados, en casa de los padres, en hoteles. Allí escriben, dejando pocos rastros en las estancias.

La obra maestra de la casa vivida es la casa hecha realidad por el arquitecto para sí mismo, la familia y los visitantes con invitación personal previa. He aquí el universo de las «Arquitectura interiores» (capítulo VI), allí donde presiden la escena Le Corbusier, Eileen Gray y Frank Lloyd Wright. Mas, si los artistas crean su propio espacio (y oxígeno, según afirmó el filósofo Ludwig Wittgenstein), no puede concluir este viaje por las casas de la vida sin desembarcar en las «Islas» (capítulo VII), allí donde material y espiritualmente hicieron su nido donde incubar su obra Llorenç Villalonga, Pablo Neruda, Joan Miró y Tomás Morales. Entre otros.

 Habitación de Emily Dickinson

Teresa-M. Sala es doctora y profesora de Historia del Arte en las facultades de Bellas Artes y Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona. Asimismo, forma parte del Consejo de Estudios del Master de Gestión del Patrimonio Cultural de la UB. Daniel Cid es doctor en Historia del arte y profesor y responsable de la dirección científica de ELISAVA, Escuela Superior de Diseño e Ingeniería e Barcelona.






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