sábado, 28 de mayo de 2011

«PARIS-NUEVA YORK-PARIS» de MARC FUMAROLI




Marc Fumaroli, París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes. Diario de 2007 a 2008, traducción del francés de José Ramón Monreal, Acantilado, Barcelona, 2010, 922 páginas

A primera vista, y considerando el mismo título, París-Nueva York- París de Marc Fumaroli da toda la apariencia de ser de un libro de viajes. Pues bien, no se trata de una ilusión o de un error. Es un libro sobre un viaje físico, no imaginado o ficticio, pero, al mismo tiempo, intelectual, incluso diríamos que espiritual. Un viaje interior y exterior, pues, a dos ciudades situadas en dos ámbitos geográficos y culturales distintos, el Viejo Continente y el Nuevo Mundo. El propio autor se refiere explícitamente  a «mi viaje y su diario» en el epílogo «Breve perorata», donde, a propósito del germen y la composición de la obra, escribe:
«He viajado desde las dos costas del Atlántico por el mundo de la vista, entre las imágenes, las artes y los libros, y me encuentro delante de un mosaico de notas del que ahora tengo que alejarme para descubrir en él, a ser posible, la figura del conjunto.» (pág. 887).
He aquí esa figura conjuntada. Como puede comprobarse — por esta vez, y que sirva de precedente— el subtítulo añadido a la versión española del volumen sí informa bastante fielmente acerca de su contenido real.
Conviene, no obstante, fijarse en el título original: Paris-New York et retour. Desde París, Fumaroli vuela a Nueva York, realiza la ruta prevista y hace las correspondientes observaciones. Pero retorna, finalmente, a París. Estamos, por consiguiente, ante un viaje de ida y vuelta que comporta una personal elección. Un recorrido sobre los iconos y los signos que han conformado la imaginería y el imaginario cultural del mundo contemporáneo a partir de los vestigios del pasado, para, a menudo, acabar por sepultarlo.
El itinerario toma dos ciudades —Nueva York y París— como símbolos y epítomes de los tiempos modernos, como lo que han sido y son: las capitales, por excelencia, de la creación y el arte «modernos», y que no siempre han evitado el «modernismo» y «y el hipermodernismo». Tras quince meses de «trabajo de campo», y con un bagaje intelectual e investigador más que acreditado en las alforjas, el autor, una vez regresado de la travesía, ante el papel, ordena las notas de la bitácora y fija el momento de la recreación: la escritura. El resultado conlleva un balance. La panorámica, erudita y generosa en datos y análisis, describe la historia de la cultura visual de Occidente —la nuestra— con dos caras y dos significados, dos tradiciones y dos perspectivas, no siempre complementarias.
El autor, como Ulises, retorna, finalmente, al hogar; en este caso, a Francia, a París. El sentido de la aventura y el gusto por conocer mundo, no supone un olvido de los orígenes. Esta lección, válida para la odisea humana, es aplicable, asimismo, a la cultura: la cultura es memoria, tradición y herencia; en expresión de Cicerón: «la maduración del espíritu». En esta obra singular sobre el valor de la estética y la calidad de la vida, nociones como «significado», «sentido» y «dirección» apuntan a algo más que a meras palabras.
Marc Fumaroli, nacido en Marsella en el año 1932, es catedrático de la Sorbona y del Collège de France, y gran especialista en el estudio de la retórica y la literatura francesa. Es autor de una obra tan sólida como extensa: L’Âge de l’éloquence (1980), El Estado Cultural (1991), L’École du silence (1994), Diplomatie de l’esprit (2001), Chateaubriand. Poésie et Terreur (2004), Exercices de lecture de Rabelais à Paul Valéry (2006), Las abejas y las arañas (2008). Ha estado, asimismo, a cargo de la edición de Cartas a su hijo, de Lord Chesterfield (2006) y Amor y vejez, de Chateaubriand (2008). Aun siendo un notable estudioso, frecuentador de aulas académicas y bibliotecas, Fumaroli no se abandona a la vida contemplativa.
Además de viajar y de aguzar los sentidos en torno al mundo circundante, interviene con energía en la vita activa y ciudadana, sin rehuir la polémica, cuando es menester: noblesse oblige. Su anterior texto, El Estado cultural, propició un encendido debate en Francia sobre la intervención del Estado en materia de educación, ciencia y cultura. Fumaroli desconfía del intervencionismo y el dirigismo cultural por parte de los Gobiernos y las instituciones públicas, de igual modo que abomina del sometimiento de la libre creación a la razón de Estado.
En París-Nueva York-París, llama la atención acerca de los peligros que conlleva el auge de la banalización, la estandarización y la industrialización de la actividad creativa y la misma existencia humana, «nuevas tendencias» que ahogan lo más bello y noble que contienen arte y vida. Se impone defender, entonces, el arte de toda la vida.
El primer capítulo del libro —«Anuncios, pantallas, clones y cuadros de museo»— esboza las grandes líneas de la senda que el lector empieza a recorrer a través de sus páginas. Y lo hace tomando cuatro divisas de una gran fuerza simbólica, a partir de las cuales irá trenzando importantes derivaciones y consideraciones. Las marquesinas Decaux, mobiliario urbano albergan las paradas de autobús de París, pero también de Nueva York y de otras partes del planeta, dando la impresión al viajero de que, en realidad, recorriendo distintos países, acaba contemplando similares paisajes. El marco de acero del televisor Samsung, brillante y moderno, encuadra la reproducción fotográfica de un Van Gogh, invitando a la reflexión sobre la primacía del continente y el contenido en las imágenes. Las «clonaciones artísticas» de Andy Warhol vuelven a poner a prueba la singularidad del arte en la era de la reproducción, pero también de la reprografía, la fotocopia y el photoshop. Y, en fin, el Desnudo bajando la escalera nº 2 de Marcel Duchamp rompe moldes, encandila a europeos y americanos, sin distinción de origen, y todo ello por tratar de «reinventar» el objeto artístico y el espacio tradicional que lo acoge, el museo.
Vivimos en el mundo contemporáneo, pero somos infectados de «Arte Contemporáneo», arte que, renegando de su propia raíz, pretende abarcarlo todo: «un “Arte Contemporáneo” que no significa nada en sí mismo, sino la ruptura definitiva y repetitiva con la antigua fructificación y la entrada en un mundo maquinal de señuelos.» (pág. 506).
¿Para volcar sobre el papel estas alforjas, que guardan los tesoros de nuestra cultura, hacía falta el viaje? Fumaroli cree que sí, pues el viaje asegura tomar distancia de todo aquello que nos rodea y ponerlo en perspectiva. Ya lo dijo Charles Baudelaire:
«Existen pocas ocupaciones tan interesantes, tan atractivas, tan llenas de sorpresas y de revelaciones para un crítico, para un soñador de espíritu proclive a la generalización, así como al estudio de los detalles, y, para decirlo mejor, la idea de orden y de jerarquía universal, como la comparación de las naciones y de sus respectivos productos.» (pág. 441).
Por ejemplo, América y Francia.
Ocurre que las imágenes quedan distorsionadas al verlas demasiado, demasiado lejos o demasiado cerca.


jueves, 26 de mayo de 2011

'FOUCHÉ. RETRATO DE UN POLÍTICO' de STEFAN ZWEIG


Stefan Zweig, Fouché. Retrato de un político, traducción Carlos Fortea Gil, Acantilado, Barcelona, 2011, 288 páginas

Stefan Zweig no escribió una biografía, como tal, de Napoleón Bonaparte. El escritor austriaco, tal vez el más notable biógrafo que han dado las letras universales, no dedicó una monografía explícita a uno de los héroes (en el sentido que Thomas Carlyle aplica al término «héroe») más renombrados de todos los tiempos, una figura esencial, un experto en cambiar el curso de la historia. No quiere decirse con esto que Zweig ignorase personaje tan extraordinario. Ocurre que la Revolución Francesa y Napoleón, como dos hitos históricos que son, los trató a fondo, aunque no directamente, a través de un protagonista aparentemente de segunda fila, un oscuro actor de reparto, pero que, en realidad, interpretó un papel capital en el siglo XIX. Hablamos de Joseph Fouché.

No compone, ciertamente, Zweig una monografía sobre la Revolución Francesa, ni sobre Luis XVI. Sí nos da dado, en cambio, su obra más memorable en lo que a género biográfico se refiere: Maria Antonieta. Tampoco Zweig dedica de modo explícito un estudio a Isabel de Inglaterra, cabeza regia importante donde las haya, pero sí escribe, sin olvidarse de la «reina virgen», una portentosa pieza histórica y literaria acerca de la vida y muerte de María Estuardo. No busque nadie ningún título que responda al nombre de Martin Lutero, otra notoriedad decisiva en los destinos históricos, lo que no es óbice para que el máximo inspirador de la reforma protestante fuese retratado, como en un «negativo» fotográfico, en el libro dedicado a biografiar la persona de Erasmo de Rótterdam. Ecos del fraile agustino pueden escucharse, asimismo, y con graves resonancias, en el soberbio ensayo Castellio contra Calvino.

Zweig es un maestro del género biográfico, entre otras razones por la admirable capacidad que demuestra a la hora de cotejar y confrontar singularidades contrapuestas. En la biografía consagrada a Fouché, Zweig enfrenta al biografiado con Napoleón, pero asimismo con Robespierre y Talleyrand. En ella, sabemos de los personajes por sus rasgos propios, tanto físicos como psicológicos, y en esta labor la escritura de Zweig brilla en esplendor y precisión. Pero también sabemos de ellos por contraste con otros prohombres contemporáneos suyos. Todos ellos reflejados en el espejo de la Historia.

En el estudio sobre Fouché, Zweig no sólo realiza el «retrato de un político», sino del político par excellance. El político —el arquetipo político— vive de la acción y de la ocupación. Esto sostiene José Ortega y Gasset en su ensayo sobre Mirabeau. Su oficio no es pensar, sino actuar. Su temperamento es puro nervio, excitación extrema. La constitución que lo estructura, y hace de él un animal político, es básicamente fisiológica: «el político es —como Mirabeau, como César—, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.» Tal descripción muy bien podría aplicarse a la tipología del hombre político que Zweig desarrolla en Fouché.

Pero hay todavía más. La biografía del plenipotenciario ministro francés ofrece un fresco soberbio de los tiempos modernos nacidos de la guillotina y la Enciclopedia, unos tiempos abiertos en canal que inician sus pasos de modo un tanto torcido, sin duda sangriento, a todas luces, conflictivo. Unos tiempos que se desbordan en el siglo XX, centuria particularmente tenebrosa, ensombrecida por dos guerras mundiales y la emergencia de los totalitarismos más destructivos jamás conocidos en la historia del hombre: el nazismo y el comunismo. «Genio tenebroso» es, justamente, el sobrenombre por el que suele reconocerse a Fouché, y subtítulo añadido al título de la biografía de Zweig en no pocas ediciones. No cabe duda de que el escritor vienés elegía con suma atención las personalidades a biografiar.

Stefan Zweig (Viena, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue, ya en su momento, un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Un autor que amó y padeció Europa en proporciones muy considerables. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos y la elegancia de su estilo hacen de él un escritor que cautiva al gran público sin dejar indiferentes a los lectores más exigentes y especializados. En lector en español, dispone de unas veteranas obras completas del autor austriaco editadas en cuatro volúmenes por la editorial Juventud. Desde hace unos años, la editorial Acantilado está realizando una meritoria labor de reedición de una buena parte de la inmensa obra del Zweig. Hasta la fecha han aparecido los siguientes volúmenes: La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche); Castellio contra Calvino (Conciencia contra violencia); Momentos estelares de la humanidad (Catorce miniaturas históricas); El mundo de ayer (Memorias de un europeo); La embriaguez de la metamorfosis; Veinticuatro horas en la vida de una mujer; Novela de ajedrez; Carta de una desconocida; Los ojos del hermano eterno; Ardiente secreto; El amor de Erika Ewald; Tres maestros (Balzak, Dickens, Dostoievski); Noche fantástica; La mujer y el paisaje; Correspondencia; Montaigne; La curación por el espíritu; El candelabro enterrado; La impaciencia del corazón; Noche fantástica; El legado de Europa; Amok; Viaje al pasado; Mendel el de los libros; ¿Fue él?; y, en fin, la biografía Fouché que ahora reseñamos.

Epítome del funcionario plenipotenciario, del político incombustible que enciende pasiones y no deja crecer la hierba allá por donde pasa, este Atila de los ministerios es, sin reservas, un personaje fascinante. «Uno de los hombres más extraordinarios de todos los tiempos» afirma decididamente Zweig en las primeras líneas de la Introducción que abre el libro. Pocos sujetos han acaparado tanto poder en la Historia como Fouché; pocos han sido más ricos; pocos, trabajando en la sombra, han tenido más influencia sobre los hombres públicos de mayor perspectiva y proyección. Todo en su personalidad resulta fuera de lo común.

«Cuesta cierto esfuerzo imaginar que el mismo hombre, con igual piel y los mismos cabellos, era en 1790 profesor en un seminario y en 1792 saqueador de iglesias, en 1793 comunista y cinco años después ya multimillonario, y otros diez años después duque de Otranto. Pero cuanto más audaces eran sus transformaciones, tanto más interesante me resultaba el carácter, o más bien no carácter, de este hombre, el más consumado maquiavélico de la Edad Contemporánea, tanto más incitante se me hacía su vida política, completamente envuelta en secretos y segundos planos, tanto más peculiar, hasta demoníaca, su figura.» (págs. 9 y 10).

Sucede que este hombre «de cara pálida» dedica su vida a la política, y sin pretenderlo, escribe una página histórica de ciencia política. Vela sus armas públicas con los girondinos, se une a Robespierre, lo derriba, sobrevive, se arrima a Napoleón, quien lo teme más que a Wellington, compite con Talleyrand, quien (a pesar de todo) le sobrevive, ayuda a la restauración de la Monarquía en Francia. Allá por donde pasó, en todas partes, dejó memoria amarga Fouché.

domingo, 22 de mayo de 2011

EL HUEVO DE LA SERPIENTE


 Tribuna de Opinión, publicada en el diario de Valencia, Las Provincias, en abril de 2004. Recientes fenómenos acontecidos en España, y todavía en danza, aconsejan recuperarla y volver a sacarla a la luz. La dedico ahora, especialmente, a quienes creen que en la política española de los últimos tiempos suceden cosas novedosas, sorprendentes y sumamente espontáneas. He respetado el título original tal y como lo concebí en su día, pues juzgo que sigue estando plenamente vigente. Sin embargo, ofrezco en esta ocasión una versión reducida del texto original. No pongo el enlace con éste, que permitiese consultarlo en su totalidad, por no estar la página «viva» en la hemeroteca del citado periódico. Sea como sea, un poco de «memoria histórica» (pero, de las de verdad), creo que no estará de más.

«[…] Ocurre que desde hace aproximadamente dos años [hoy, habría que decir, al menos, diez años] se ha levantado la veda en España para montar una cacería, personal y política, contra el centro-derecha, justificada por una doble estrategia: una, política, agrupada tras la consigna de “todos contra el PP”; la otra, emocional, amparada en el sospechoso recurso a la indignación popular.
Dos excusas, en fin, para urdir comportamientos intimidatorios, cuando no estrictamente violentos. Sea a cuenta de la huelga general política convocada contra el denominado “decretazo”; del accidente marítimo del Prestige; de la guerra de Irak; del accidente aéreo del Yak-42; sea como consecuencia, en fin, de los terribles atentados en las estaciones de ferrocarril en Madrid, el caso es que aquí, por tierra, mar y aire, se ha organizado un campaña a gran escala contra la derecha y el PP, sobre quienes se han cargado todas las calamidades y catástrofes habidas y por haber.
La anterior oposición [entonces el PSOE; hoy, ha conseguido, a todo precio, el objetivo de estar en el Poder, continúa en él], unida en una artificiosa y no poco impostada alianza, no se ha conformado con echarlos del Gobierno. En su propósito parece planear la desaparición del mapa de una opción política que ha gobernado España en estos últimos ocho años con gran apoyo popular y que constituye el primer partido nacional. […]
¿A qué viene semejante castigo y enemistad política? La versión más vulgarizada apela a la “natural” indignación de la población causada por un estilo de gobernar. Sin embargo, lo que promueve esta reacción emocional (tan espontánea como los asaltos a sedes del PP) no se conforma con la recusación a la gestión concreta de unos asuntos públicos concretos (no todos: los datos sobre creación de empleo y superávit económico no serían necesariamente indignantes), sino que llega hasta el punto de calificar de “asesino” al adversario político.
Si esto lo protagonizan altos dirigentes y personalidades públicas, ¿qué no harán los movimientos antisistema y quienes conciben planes rupturistas radicalizados que ven en esta marejada una oportunidad dorada para enmascararse y cubrirse? Si “sus mayores” argumentan que todo vale contra el PP y la derecha (se les tilda de representar el “neofranquismo”), ¿qué no harán los “jóvenes guerreros”, los grupos anarquistas y antiglobalización, crispados por efecto del capitalismo y el neoliberalismo reinantes…, o los okupas, muy indignados por el precio de la vivienda y los planes urbanísticos del PP, sea en la capital o en el Cabañal?
Cuando el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña considera “inoportuno” actuar contra los manifestantes que asaltan las sedes populares en la jornada de reflexión previa al 14-M o cuando la titular del Juzgado de Primera Instancia número 3 de Aranjuez absuelve a un vecino de la localidad que llamó "asesina" a una interventora del PP en las elecciones generales por considerar el hecho un “mero desahogo verbal”, ¿qué inhibición sentirán los que quieren tomarse la justicia por su mano y castigar a la “prensa canallesca”?
Es cómodo, y aun provechoso, servirse de quienes levantan la pieza para abatirla. Pero, sépase que cuando se incuba el huevo de la serpiente resulta muy difícil después contener el efecto de su veneno.
Fernando R. Genovés»

sábado, 21 de mayo de 2011

MUNICH, ¡QUÉ BÁVARO! (y 3)


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Sobre el gusto que percibo en Munich por rememorar el pasado divagaba yo la tarde que bajaba por la Leopoldstrasse en dirección a la Odeonplatz. Entre una y otra dirección serpentea la magna Ludwigstrasse, inmensa arteria vial que atraviesa la zona universitaria, y que alberga la Ludwig-Maximilians-Universität, la neorrománica Ludwigskirche y la Bayerische Staatsbibliothek. Me introduzco en la Biblioteca Nacional bávara. Las escaleras de acceso están sabiamente decoradas con majestuosas estatuas en recuerdo de Tucídides, Homero, Aristóteles e Hipócrates. Siento fascinación por los lugares que contienen sosiego, arte y libros. Como la hora de cerrar estaba próxima y no disponía del carné de estudiante o usuario de las salas, no pude acceder a su interior. Me conformé con subir las respetables escalinatas de entrada y deambular por sus corredores y salas adyacentes. Hasta que alcancé la sala de recepción que conduce a las salas de lectura, que ya cerraban sus puertas al público.
Me entretuve observando las vitrinas repartidas por el amplio vestíbulo. Para mi sorpresa, advertí que contenían libros chamuscados, abrasados y algunos casi pulverizados. Se trataba de una exposición conmemorativa de los bombardeos británicos que golpearon la ciudad de Munich en marzo de 1943, durante la II Guerra Mundial. Junto a la parrillada de volúmenes, varias mesas mostraban exponían fotografías de la Biblioteca muniquesa antes y después de los ataques aéreos, imágenes que mostraban la edificación profanada, en llamas y, al fin, su esqueleto seco como un tronco exánime y sin sabia.
Los muniqueses no olvidan algunas hecatombes. Una cosa es la alegría cervecera y la caridad católica, y otra, no recordar lo que fueron, ni lo que les han dejado ser o no ser, hacer o no hacer.
No era la primera recordación en que había reparado a propósito de los bombardeos británicos sobre la ciudad durante la segunda gran guerra del siglo XX. Al visitar la iglesia de San Miguel, próxima a la Marienplatz, el núcleo central de la villa, unos paneles a la entrada del templo me daban la bienvenida y, de paso, me repasaban la historia: el edificio, antes y después de los bombardeos. 
Asimismo, reparo en las norias de souvenirs —o sea, esos artefactos giratorios que exponen postales turísticas de la ciudad—, anexas a muchos quioscos de prensa. Ya se saben: típicas estampas de la villa, el Ayuntamiento (el Viejo y el Nuevo), la Frauenkirche, con las características cúpulas bulbiformes, o sea, en forma de cebollones, fotográficas obscenas de individuos corpulentos atacando platos de codillo con coles a discreción y empuñando enormes jarras de cerveza. Mas, junto a las viñetas típicas y tópicas de la ciudad, abundan, asimismo, cartulinas con crudas imágenes que recuerdan los efectos de la acción aliada sobre la ciudad bávara: fotos en blanco y negro, o color sepia, oscuras y luctuosas.
Sin embargo, no observé referencia pública, testimonios gráficos, acerca de las causas de aquella catástrofe urbana ni otras destrucciones.
Múnich fue la cuna del nazismo. En esta ciudad nació el partido nazi. En este lugar se encontraba el Führer como en su propia casa. Múnich apoyó su causa y su lucha, sin reservas. Aquí mismo, a pocos kilómetros del centro urbano, está Dachau, el primer campo de concentración y exterminio habilitado por el Tercer Reich construido con un objetivo maligno: la eliminación de los judíos y otros condenados por la ideología nacional-socialista. Dachau, recinto infernal, fue inaugurado por Hitler a los 50 días de llegar al poder. A la entrada del campo, un monumento en recuerdo de aquella infamia reza: «Nunca jamás». Esto leemos en Dachau, para no olvidar el horror. Pero en Munich se recuerdan, más que nada, los bombardeos aliados sobre la ciudad.
Tenía que saber más sobre este caso, y poder explicarme esta neta demostración de memoria histórica tan selectiva. De modo que acudí al Museo de la Ciudad, y así intentar saber cómo se ven a sí mismos los muniqueses.
Frauenkirche
El Stadtmuseum está situado en un conjunto de seis edificios de gran carácter, situados en St-Jacobs-Platz, zona muy próxima al Viktualienmarkt, el gran mercado de la alimentación al aire libre y radiografía del estómago de la villa, que en estas tierras significa la víscera más cercana al alma. Si el mercado de vituallas, muy físicas y poco virtuales, representa el presente y la carne rosada de los muniqueses, el Museo de la Ciudad recoge su pasado y osamenta, casi diría que su fundamento. La organización del recinto es impecable y su contenido, de gran valor. Sin ir más lejos, las esculturas de madera talladas por Erasmus Grasser en el Renacimiento, representando figuras danzantes en las posiciones más inverosímiles y gentiles, representan un verdadero tesoro artístico y un placer para los sentidos.

En las plantas superiores del museo se exponen unas cuidadas reproducciones, en diversos estilos y periodos, del interior de las viviendas muniquesas, colecciones de vestidos e instrumentos musicales, así como un espléndido muestrario de muñecos y marionetas que hace resucitar las ferias y teatrillos del pasado de la ciudad. La primera planta ofrece una panorámica de la historia de Múnich, compuesta por maquetas, fotografías y cuadros originales. Llama poderosamente la atención la gran documentación aquí recogida sobre la ruina de Múnich tras la II Guerra Mundial. Más de dos terceras partes de la ciudad resultó muy dañada por los bombardeos, y la reconstrucción ha sido minuciosa, como lo muestran las fotografías que enseñan (aquí también) el antes y el después. Observo, algo poco corriente en esta clase de museos, y aun en las pinturas, bastantes óleos que recogen los momentos de la reparación urbana, con las grúas volando por los aires y las reconstrucciones en marcha para poner todo en condiciones. Como estaba antes.
Hay, colgadas en las paredes, muchas vistas aéreas, y también de detalle minucioso, que patentizan el daño causado por las fuerzas aliadas a la ciudad y a sus habitantes. Pero sólo un panel huérfano da cuenta de que por la historia de Munich también pasó Hitler y el nazismo. Este rincón consagrado al penoso recuerdo y a la vergüenza recoge algunas instantáneas de desfiles y edificios característicos del Partido, sus órganos de poder. No se exhibe ni una foto de judío muniqués, vivo o muerto. Ni sobre la persecución antisemita. Ni sobre el Holocausto.

Odeonsplatz-Feldherren Halle

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Múnich ha llevado a cabo un gran esfuerzo de recuperación integral urbanística, pero no de la memoria. Los muniqueses no desean recordar ciertas cosas, un empeño que no siempre es posible garantizar. Los cadáveres echados al mar, acaban emergiendo a la superficie. Más tarde o más temprano. Han sido derruidos algunos edificios muy emblemáticos de la etapa nazi, aunque todavía están a la vista algunas zonas muy oscuras.
En Königsplatz resuenan, todavía hoy, los discursos del Führer. Las soflamas de fuego, los taconazos y las firmes pisadas han dejado un eco y una huella indelebles, que toda el agua del océano no podrá limpiar... Ni el paso de la historia, borrar. Hitler estaba hechizado por esta explanada, custodiada por monumentales templos clásicos, el actual Staatliche Antikensammlungen frente a la Glyptothek enmarcando el Propyläen, edificio neoclásico inspirado en el Propileo de Atenas y escenario fastuoso elegido por Hitler para organizar las grandes paradas y las concentraciones a mayor gloria del III Reich.
En la actualidad, la Glyptothek alberga una valiosísima colección de arte y escultura griegos. En este espacio glorioso habita el recuerdo de personajes inmortales, como Platón y Marco Aurelio, que aquí se han quedado de piedra al sentir la atmósfera exterior, tan cercana. Este oasis de belleza y sabiduría aporta, sin embargo, un necesario contrapunto de serenidad al entorno.
Visité la plaza varias veces durante mi estancia en Múnich, por la mañana, por la tarde y al anochecer. En todo momento, contemplé el lugar como un solar desolado. El tránsito de personas era mínimo y el tráfico de vehículos, veloz, como queriendo batirse en retirada y dejar atrás aquel espacio, lo antes posible. ¿Será esto una señal de huida o un pasar de largo? El olvido con facilidad tórnase laguna.

Primavera 2003
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Pasajeros/lectores con destino España, diríjanse a la puerta de embarque nº 1

Para destinos internacionales, puerta de embarque nº 2


viernes, 20 de mayo de 2011

EL 15-M Y LA VUELTA AL 13-M


En fin, los progresistas reactivos lo han conseguido de nuevo. Ante la perspectiva real de que no ganen los «suyos» unas elecciones: movilización general, coacción en masa, mucha indignación y el anzuelo de la «democracia real». Se dicen llamar Movimiento 15-M, pero a mí este montaje me evoca, simplemente, el 13-M de 2004. La misma tropa y la misma oficialidad al mando.
Si dicen ser independientes y apolíticos, ¿por qué acampan frente a la sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, la candidata del PP a las próximas elecciones tiene su despacho? ¿Por qué no se concentran ante La Moncloa, donde mora ZP?
Finalmente, los retro-progresistas han logrado su sueño utópico: que en las páginas de los periódicos de medio mundo aparezca España como un país tercermundista o, peor aún, como un antiguo régimen de «socialismo realmente existente» en permanente revolución; que se compare la Puerta del Sol de Madrid con la plaza Tharir en El Cairo; y que, en suma, nos vean, ya ni siquiera como una nación emergente, sino como un pueblo insurgente. Spanish Revolution, again, forever. 
 ¿Por qué lo llaman «democracia real» si, en verdad, anhelan más «socialismo real»? Muy sencillo, porque la consigna «democracia popular» ya ha caducado, porque lo manifestado quedaría de manifiesto (comunista) y, sobre todo, porque tendrían más dificultad para confundir al espectador crédulo y a la opinión pública, por lo general, tan incauta. 


domingo, 15 de mayo de 2011

¿INDIGNAOS O INDIGNADOS?


Ante el indiscutible éxito editorial del libro ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, algunos han mostrado su desconcierto a la vista del hecho de que un ensayo, género poco apreciado por el lector español, haya vendido, de momento, más de 200.000 ejemplares en nuestro país (muchos más en Francia y otros países del orbe). Total, se dirá, a propósito de un texto que sólo preconiza la indignación y la rebeldía, así sin más, ni más.  

Un panfleto que sentencia la «dictadura de los mercados» (portentoso oxímoron) y exige más regulación política en la vida, la libertad y la propiedad de los individuos (cuiden la cartera y renueven el pasaporte). Un librito con «Introducción» de José Luis Sampedro, otra vieja gloria de la revolución perdida, aunque de permanente reclamación.
Una soflama, en suma, sin análisis serios ni propuestas fundadas ni alternativas argumentadas que ofrecer, que es un éxito de ventas. ¡¿Cómo es posible?! Calma, no se me subleve, querido lector. ¿Acaso creía que indignarse es algo más que eso…?


A la vista de la reactivación de esta pasión desaforada, o sea, la indignación (curiosamente otra vez, en las calles, unos días antes de unas elecciones en España...), desempolvo de la hemeroteca, para quien le pueda interesar, un artículo que escribí para Libertad Digital, titulado «Santa cólera y justa indignación» y publicado el 1 de febrero de 2005. Ofrezco en esta ocasión una versión revisada y reducida del mismo.

«Pese a que la cólera y la indignación componen, en compañía de otros vocablos enérgicos, una galaxia de pasiones del alma altamente inflamable y muy ruidosa, o quizás precisamente por ello, es habitual distinguir a estas emociones desatadas con unos adjetivos muy solemnes y cualificados. Desde Aristóteles, es costumbre interpretar la indignación como una honorable descarga de espíritu justiciero (la “justa indignación”). La cólera se considera, asimismo, como una exaltación propia de dioses y héroes (la “cólera de Aquiles”).
De la irrupción de estas turbaciones es preciso precaverse por lo que conllevan de actuación y maquillaje, así como de quienes se sirven de ellas con fines espurios.


Una muestra más de estas virtualidades apasionadas ha quedado confirmada en la reciente manifestación convocada por la Asociación Víctimas del Terrorismo en la que algunos árboles no han dejado ver el bosque y unos cuantos han querido sacudirlos a fin de recoger sus frutos. O hacer como que son zarandeados con similar propósito. Curiosamente, advertimos esta actitud hipócrita en personas a quienes les irrita e indigna sobremanera que otros hagan lo propio, aunque en dirección contraria.
De este modo, la ira retrocede, disminuye y pierde valor en el momento en que los humillados y ofendidos pertenecen a una parroquia compuesta por fieles, o infieles, con los que uno no comulga en absoluto. No hay que extrañarse demasiado por este fenómeno de sectarismo y travestismo político y social, puesto que no evidencia una anomalía de la fenomenología de la cólera y la indignación, sino la exacta definición de su sentido y significación.
Es característico de ambas pasiones —cólera, indignación— lo selectivo y partidista de su empleo. Asociada comúnmente a la idea distributiva de la justicia (y no, por ejemplo, la conmutativa) se da a entender que quien expresa cólera e indignación ante una determinada acción o situación ya tiene inmediatamente asegurada la legitimación, quedando su reivindicación sólidamente blindada.
No hay, pues, razones para indignarse. Ocurre que uno ya tiene razón por el hecho de indignarse. Si rojo de ira y vibrante de cólera expone una denuncia o queja, por algo será, algún motivo tendrá… No es insólito escuchar esto. Suceden, no obstante, cosas más serias: aquel que se refugia tras la fama y la flama de estas emociones encendidas, no suele reconocer en el otro el derecho a esgrimirlas.
En consecuencia, hay quienes tienen derecho a indignarse y montar en cólera a la menor ocasión, persuadidos de que su causa es incuestionablemente justa, hasta el punto de que, de hecho y derecho, el paradigma de la justicia les pertenece. Y hay, en el otro lado, a quienes no se les reconoce el derecho de disfrutar de semejante don. He aquí una distinción, por lo demás, inapelable y que salta a la vista.

Fernando Savater, días después de la citada manifestación ciudadana en contra de la re-legalización de Batasuna (lo contrario de relegarlo a la ilegalidad)y de cualquier clase de entendimiento y negociación con el terrorismo, y en referencia a ciertos participantes en el acto que presuntamente se insolentaron contra la autoridad, de lo militar, por supuesto, escribe indignado:

Está meridianamente claro que el radicalismo obtuso de ese grupo, fuera más o menos numeroso, no expresaba ninguna santa cólera, sino sólo el pataleo intransigente de quienes siempre están deseando rebasar y pervertir los cauces de expresión democráticos en nombre de las supuestas urgencias incontenibles del pueblo ultrajado.” (Fernando Savater, “La orejas del lobo”, El País, 27/1/2005). 
 
Por lo visto y leído, existen energúmenos de distintas clases. Por una parte, los que se cabrean y agitan legítimamente porque les mueve la cólera santa, pero laica, y tienen todo “meridianamente claro”. Por otra parte, los “obtusos”, los privados de cólera, sea santa o laica, que no tienen derecho al pataleo ni pueden sentirse “pueblo ultrajado”.
En el especial que publicó El País (siempre, ay, El País) a finales de la pasada centuria, “21 respuestas a las preguntas del siglo XXI”, Savater se ocupaba del interrogante “¿Qué será de la ética?”. Allí afirma lo siguiente: “no creo que la indignación moral pueda suplir en modo alguno la reflexión política. Es más, puede obstaculizarla en lugar de purificarla y favorecerla.”
Con tales palabras, diríase que el autor abogaba por la adopción en la vida pública de una actitud medida y equilibrada, alejada, por tanto, de la némesis, y distante de aquellos dinámicos filósofos que dicen “entender la política como traducción práctica de la indignación moral” (verbigracia, Reyes Mate). ¿Será, será, que en esta ocasión nuestro autor ha abandonado la serena reflexión y se ha dejado llevar por la santa indignación, iluminado por la ciega justicia…? ¿O acaso juega a la equidistancia?
Aún hay más. Pues, colmados estamos de ejemplos muy poco ejemplares. Hastiados, también, de asistir a la exhibición diaria de las ocurrencias de los intelectuales, esos “portavoces de la indignación informada” (Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas). Saciados, asimismo, de asistir a una inagotable profesionalización de la indignación, también conocida como “indignación del oficio” (David Gistau,“Los indignados”, La Razón, 30/8/2004). […]
Algunos catedráticos de Ciencia Política no se quedan mudos tampoco. Vicenç Navarro se refirió no hace muchos años (8/1/2003) en El País (siempre, ay, El País) a la violencia practicada por el bando de la República en 1936 como un caso excepcional de “violación de los derechos humanos”, aunque puntualizó a continuación que “por lo general tales actos fueron espontáneos, como resultado de la indignación popular por el golpe militar de 1936 y en respuesta a las brutalidades realizadas por el bando franquista”.
Tampoco echamos en falta la inevitable fundamentación filosófica de la cosa. El teórico marxista Ernst Bloch distinguió en los años 70 entre el “odio de razas” y el “odio de clases”. El primero, representado por Hitler, sería condenable, mientras que el segundo, excusable y aun ensalzable: “tiene una fundamentación desde Espartaco hasta Marx y sus motivos son en parte elevados”.
Ocurre que “la ira”, añade, “tiene motivos superiores […], es una fuerza que ha llevado al asalto a la Bastilla, a la derrota de Swing-Uri, a la indignación por dignidad humana”.
Hoy, los profesionales de la indignación todavía hacen gala de una osadía sin freno. José Saramago al cumplir los 80 años, tras ser agasajado en un acto en Brasil, declara en el momento de los brindis: “En los años que me restan, habrá más libros y, sobre todo, más indignación”. Amén. 


“Santa”, “justa” y da esplendor. A más de uno la indignación, “su misma bella indignación”, escribe irónico Nietzsche, “le sienta bien, el injuriar es un placer para todo pobre diablo: es una pequeña embriaguez de poderío”. (“Incursiones de un intempestivo”, El ocaso de los ídolos).»

sábado, 14 de mayo de 2011

MUNICH, ¡QUÉ BÁVARO! (2)


2
Los muniqueses —los bávaros, en general— tienen fama de constituir una comunidad alegre y distendida, abierta y comunicativa, dada al buen vivir, muy especialmente cuando las comparamos con el resto de alemanes, del norte y del este. No anda errada del todo esta percepción. Múnich se ha ganado la nombradía de ciudad compacta, elegante y eficiente, a base de esfuerzo y dedicación, y no poca concentración. También debido a lo excéntrico, geográficamente hablando, de su situación en el conjunto germánico. Pues, excéntrico es, indiscutiblemente, que la mayoría de sus habitantes sean católicos en la patria de Lutero. Sí, son alemanes, y tienen la tranquilidad de serlo, pero más que nada, por encima de todo, son bávaros federados y contribuyentes: bávaros, a fin de cuentas.
Hoy, Múnich, capital de Baviera, puede alardear de ser una ciudad moderna y desarrollada. Su población supera el millón de habitantes, aunque mantiene unos límites demográficos prudentes que le permiten armonizar el nivel demográfico con la calidad de vida individual.
Alte Rathaus
Dispone de Universidades de prestigio, que acoge a más de 100.000 estudiantes. Más de 40 museos, algunos tan notorios como las Alte y Neue Pinakothek, la Glyptothek, el Paläontologisches o el Reich der Kristalle, todos ellos en el Barrio de los Museos, en la zona noroeste de la ciudad, entre el Alter Botanischer Garden, próximo a la Karlsplatz y la Shellingstrasse, arteria que conduce a las proximidades de la Universidad. En la Prinzregenstrasse se alzan majestuosos la Haus der Kunst y el Bayerisches Nationalmuseum. El extremo este, erigido sobre una isla del río Isar, acoge el Deustsches Museum, centro —gris, mazacote y un tanto bunkerizado— dedicado a la ciencia y a la tecnología. Todo ello sin citar las múltiples galerías y colecciones particulares o de motivos específicos, que enriquecen todavía más la villa, sea el museo BMW, sea Siemensforum, sea el Museo Judío.
En Múnich he visto muchas iglesias barrocas, exuberantes mercados callejeros, palacios, jardines, bellas estatuas y fuentes públicas, teatros y tiendas de lujo en abundancia. Todo un alarde de cultura y prosperidad. Tampoco me han pasado desapercibidas innumerables cervecerías, que también es cultura próspera y muy rica. La ciudad bávara dispone de parques memorables, como el Englischer Garden, que compiten sin complejo con el Central Park neoyorquino o con el Hyde Park londinense, aunque el muniqués llega a ser todavía más «inglés» que el inglés, y no sólo por llevar nombre propio tan inequívoco, sino por estar diseñado a modo de parque natural, antiguo coto de caza, bosque salvaje y campechano espacio desbordante de lagos, cascadas y agua corriente...
Munich puede enorgullecer de contar con distinguidas avenidas, como la Maximilianstrasse, no menos elegante que la vía Manzoni de Milán o la calle Parizká de Praga. Trascurre desde la plaza Max Joseph hasta el término del Ring y enlaza con el puente de Maximilian, y, dejando éste atrás, empalma con el Maximilianeum, enorme mole donde actualmente está domiciliado el Parlamento bávaro. La calle Maximilian no es muy larga, pero recorrerla resulta muy agradable, igual que pasear por sus aceras y admirar aquí la solera del hotel Kemspinski; allá, las galerías neogóticas que acogen las tiendas de Arman y Hermés; más allá, en fin, el sofisticado (aunque algo ruidoso) café Roma, donde se reúne la gente joven y guapa de Múnich.

3
Múnich dispone, pues, de todo para asegurar al visitante una estancia agradable y distendida, recoleta y tranquila. Incluso que madure la idea de residir aquí una temporada puede que no ser una idea alocada.
El centro de Múnich, delimitado por el Ring, llama la atención justamente porque en ese espacio nada nos sobresalta. Los edificios no superan las cinco plantas, y la armonización de estilos, lo mismo que su mantenimiento, son impecables. Chispea el bullicio juvenil y alegría por sus calles, pero no  percibimos tribus desarrapadas y alborotadoras, al margen de los grupos de aficionados al Bayern, que forman broncas falanges cada jornada futbolística. No hay mendicidad en las vías públicas, ni venta callejera no controlada, ni espontáneos vendedores de flores, pañuelos de papel o baratijas diversas que asaltan a los comensales y viandantes de la mayoría de ciudades de Europa y del mundo. No, aquí no.
Neues Rathaus (detalle)
En el corazón de la moderna y cosmopolita Múnich apenas puede uno cruzarse con habitantes que no sean de raza aria, de pura cepa, a prueba de tirantes de cuero y luciendo cabelleras blondas. Es preciso alejarse a las zonas del extrarradio, o al barrio universitario de Schwabing, para toparse cara a cara con la multiculturalidad y la diversidad de rostros y jetas, para apreciar las delicias turcas o armenias o africanas, los contrastes, los puestos callejeros ruidosos, y para observar, en suma, algún papel arrugado o monda de fruta alfombrando las calles. En esta barriada, periférica, heterogénea y revuelta, ya es posible encontrar tiendas y restaurantes son sabor y olor foráneos. Aparte del eje gastronómico Alemania e Italia, claro está.
Y es que Múnich, disfrutando del privilegio de poseer cientos de cervecerías típicamente bávaras, dispone de pocos cafés, salones de té y cafeterías; esto no es Viena, aunque guarden entre sí más de una semejanza formal y arquitectónica. Hay escasos restaurantes franceses, aunque, eso sí, multitud de locales de comida italiana.

Italia aquí está muy presente en Múnich. Italia e vicina i catolica. ¡Munich ostenta tantas logias arquitectónicas y tantas fachadas de edificios de aire florentino, como el del exquisito hotel Opera, donde me hospedé durante mi estancia en Múnich! ¡Tantos muniqueses encontré que entienden y hablan el italiano con naturalidad! ¡Tantos visitantes llegan desde el lado de los Apeninos! ¡Cómo recuerdan la antigua Roma esos arcos del triunfo y de la victoria, de reminiscencia tan augusta! 

Continuará...
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miércoles, 11 de mayo de 2011

SE LE PONEN LOS HUEVOS DE GALLINA


Declara el Presidente del Tribunal Constitucional, Pascual Sala, tras la deposición del reciente fallo a su cargo que rechaza ilegalizar la ecuación institucional ETA/Batasuna/Bildu, que le pone la carne de gallina oír o leer «frases generales» que cuestionan su independencia judicial. Cree el alto magistrado que dicho atributo, la independencia, se le debe suponer, como el valor en la mili al recluta. Pero, los hechos «concretos» hablan en su contra. Y, esta vez, como a la mujer del césar, debe exigirse al consorte del príncipe no sólo ser honrado, sino también parecerlo.

En cualquier caso, a mí esta magistrada frase, propia de un general en campaña…., me recuerda otra bufonada. La de Tip y Coll, éstos sí magistrales humoristas, quienes, jugando con las palabras, decían que escuchar determinadas manifestaciones les ponían los huevos de gallina. Pues eso.