viernes, 25 de marzo de 2011

«EN EL NOMBRE DE ROMA» de ADRIAN GOLDSWORTHY


Adrian Goldsworthy, En el nombre de Roma. Los hombres que forjaron el Imperio, traducción de Ignacio Hierro, Ariel, 2010, 459 páginas

La editorial Ariel ha sacado al mercado En el nombre de Roma, la nueva edición de un libro anteriormente publicado bajo otro rótulo —Grandes generales del ejército romano: campañas, estrategias y tácticas (2005)—, del que es autor Adrian Goldsworthy. En esta ocasión, se recupera el título original (la primera edición inglesa es de 2003). Queda enmendado así un lamentable hábito del mundo editorial en España, cual es alterar bruscamente el título original de obras nacidas con un nombre propio. Ahora bien, corregido el error, probablemente se haya generado una confusión: tomar como dos libros distintos aquello que remite a uno solo.
Hecha la necesaria puntualización, pasemos a reseñar este volumen de Goldsworthy, por lo demás, verdaderamente muy meritorio. El nombre del autor sí que no resultará extraño a nadie que esté interesado y mínimamente al corriente de la bibliografía consagrada a la historia de Roma.
Adrian Goldsworthy es historiador británico, nacido en 1969, especializado en el mundo antiguo, y en Roma, muy en particular. Estudió en el St. John's College de la Universidad de Oxford, donde se doctoró en 1994. Tras haber ejercido en distintos centros educativos, en el momento presente dedica su actividad a la escritura. La producción libresca del autor es amplia y muy notable. Hasta la fecha, han sido traducidos al español: La caída de Cartago: las guerras púnicas (2002), El ejército romano (2005), Grandes generales del ejército romano (2005, ya citado), César: la biografía definitiva (2007), La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente (2009). En 2010, ha sido editado en Inglaterra su último trabajo, Antonio y Cleopatra, obra todavía no vertida al español. En la actualidad, escribe una detallada biografía del emperador Augusto.
En nombre de Roma es una obra destinada a registrar y analizar las gestas militares encabezadas por algunos de los más grandes generales romanos. Basándose para ello en la información directa de sus protagonistas (escasa; Julio César y pocos más narraron sus campañas), pero, sobre todo, en los historiadores clásicos: Plutarco, Tácito, Suetonio. El texto examina con sumo pormenor los éxitos en el campo de batalla y las victorias de las legiones que extendieron el poder de Roma a gran parte del mundo conocido. A lo largo de sus páginas desfilan quince personajes principales: Fabio, Marcelo, Escisión el Africano, Emilio Paulo, Escisión Emiliano, Cayo Mario, Sartorio, Pompeyo el Grande, Julio César, Germánico, Corbulón, Tito, Trajano, Juliano y Belisario.
No oculta Goldsworthy las derrotas de los ejércitos mandados por estos paladines romanos. Ocurre que todavía hoy nos admira comprobar la gran capacidad de la acción militar de Roma, su abrumadora eficacia, basada principalmente en el férreo adiestramiento de las tropas, la cuidada motivación de oficiales y soldados, el esmerado equipamiento en armas y utensilios producto de la ingeniería asociada al arte de la guerra, el control de la intendencia y el avituallamiento de los destacamentos, etcétera.
Pero, por encima de todo, para explicar la apabullante supremacía militar de Roma es preciso atender al papel fundamental desarrollado por los generales. El hecho resulta verdaderamente extraordinario debido a que quienes comandaban las legiones romanas no habían recibido un previo adiestramiento formal que justificase el nombramiento para dirigir los ejércitos ni augurase su potencial destreza. En Roma, no existía nada parecido a las escuelas militares, tal y como las conocemos en épocas más recientes. Los generales de Roma procedían, al menos durante bastante tiempo, de la aristocracia senatorial. Eran senadores y militares, militares y políticos, una circunstancia que conllevó, por otra parte, no pocos disgustos a la continuidad del poder de Roma, al propiciar inacabables guerras civiles.
«La guerra y la política —escribe Goldsworthy— siguieron inseparablemente unidas desde el momento en que no había ningún otro servicio mayor que un líder pudiera hacerle al Estado que el de derrocar a un enemigo en guerra.» (pág. 441). La historia de Roma es, en gran medida, la historia de sus conquistas, de las guerras que emprendieron contra las poderosas naciones que podían suponer una amenaza (Cartago, Persia, Partia), así como contra las tribus locales de aquellos territorios apetecidos por el Senado o el princeps.
El pueblo de Roma —Roma en su conjunto— vibraba ante el éxito de las campañas militares de las legiones. La virtus, el poder y la gloria representaban valores esenciales para una nación orgullosa de ser la dominadora del mundo. Los generales merecían especial reconocimiento y tributo en estas hazañas, aunque no, ya lo hemos dicho, porque fuesen consumados y refinados estrategas. En aquellos tiempos, no se utilizaban apenas mapas, ni se disponía de medios rápidos de transporte y comunicación.
Pero, los generales y comandantes romanos, personalmente o a través de los centuriones y mandos medios, dirigían a sus tropas in situ. Estaban siempre en contacto con ellas, comían del rancho común, dormían sobre similar jergón que el del legionario común. En no pocas ocasiones, cabalgaban en las primeras líneas del frente, comprobando el desarrollo de la batalla o asedio a una ciudad, arengando y animando a los soldados, castigando la indisciplina y la desidia, premiando las acciones heroicas o simplemente arriesgadas. Aun practicando nuevas tácticas militares, la herencia de la épica heroica guerrera no se perdió. Goldsworthy destaca casos ejemplares de oficiales romanos enfrentándose en «combate singular», es decir, cuerpo a cuerpo, con líderes enemigos. Dos emperadores-generales, Marcelo y Juliano, fallecieron, de hecho, en el campo de batalla.
En la bibliografía moderna, los generales romanos han sido considerados, ordinariamente, como simples aficionados, cuando no meros oportunistas en busca de la gloria. Sin olvidar, el empeño de escalar puestos en la jerarquía del poder de Roma, cuando no el utilizar los éxitos militares como vehículo, a veces violento, para hacerse con la corona y la púrpura. No le falta razón a esta creencia. Pero tampoco contiene toda la verdad de los hechos. Los generales romanos no eran genios de la táctica militar, pero a base de experiencia práctica y sentido común, disciplina y respeto a códigos estrictos, coraje y valor, decisión y constancia, lograron poner al mundo a su merced durante siglos. «Roma no paga a traidores», respetar al adversario, no ensañarse en el salvajismo: principios de esta naturaleza no tenían parangón ni correspondencia entre los bárbaros.


Los generales romanos, lucharan por afán de botín, de poder o de gloria, lo hacían en nombre de Roma. A diferencia de las naciones orientales (incluso de Grecia), los comandantes romanos no pactaban con fuerzas extranjeras a fin de ganar posiciones particulares u organizar revueltas en contra el Estado. Cuando luchaban romanos contra romanos (las guerra civiles, según Goldsworthy, fueron la verdadera causa de la caída de Roma), lo hacen en nombre de Roma. Cada uno a su manera. Apelando, primero, a la República. Después, al Imperio.
El declive de las conquistas de Roma, la decadencia del arte militar romano, coincide en el tiempo con el fin del Estado: «En el siglo VI, la forma romana de llevar a cabo la guerra se había vuelto característicamente medieval, con ejércitos relativamente pequeños, un sistema disciplinario muy poco rígido y la prevalencia del saqueo y de otras operaciones a pequeña escala sobre las batallas de mayor calado.» (pág. 443).
A partir del siglo XVI y XVII, los modernos Estados volverán a poner en pie de guerra grandes fuerzas y poderosos medios. Napoleón, por ejemplo, reconoció haber aprendido mucho de las hazañas de César y sus continuadores. Goldsworthy dedica el último capítulo del libro a estas consideraciones. Pero, ésa es otra historia.

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