jueves, 31 de marzo de 2011

«DESDE PARÍS (CRÓNICAS Y ENSAYOS 1893-1897)» de EÇA DE QUEIRÓS



José María Eça de Queirós, Desde París (crónicas y ensayos 1893-1897), traducción de Javier Coca y Raquel R. Aguilera, Acantilado, Madrid, 2010, 224 páginas

José María Eça de Queirós (Póvoa de Varzim, 1845-París, 1900) es escritor y diplomático. De su obra, publicada en español, cabe destacar los siguientes títulos: El misterio de la carretera de Sintra (1999), El crimen del Padre Amaro (1875), El primo Basilio (1876), El mandarín  2007), Los Maya (1888), La reliquia (2004), Ecos de París (2004), Cartas de Inglaterra (2005), La capital (2008), Las rosas (2010). Tras concluir los estudios universitarios en la facultad de Derecho de Coimbra, inicia la carrera diplomática en 1872, lo cual le lleva a residir en Cuba e Inglaterra, hasta ser, finalmente, nombrado cónsul de Portugal en París en 1889, ciudad en la que permanece hasta su muerte.
Aunque la obra literaria más conocida del autor portugués remite al género de la novela —de marcado tinte realista, para más señas—, Queirós practica el periodismo desde sus años de estudiante universitario, colaborando en importantes periódicos portugueses. Justamente, buena parte de dicha actividad como corresponsal literario en París del diario Gazeta de Noticias de Río de Janeiro (Brasil) es la que queda recogida en el volumen que ahora merece nuestra atención. Los quince textos aquí recogidos muestran a las claras la soberbia y elegante prosa del autor en su vertiente de ensayista y cronista periodístico.
«La crónica es la conversación íntima, indolente y deslavazada, del periódico con sus lectores. Cuenta mil cosas sin nexo y sin sistema, se desparrama libremente por la naturaleza, por la vida, por la literatura, por la ciudad. Habla de las fiestas, de los teatros, de los atuendos… Habla de todo en voz baja, como en una velada al calor de la lumbre; o como en el verano, en el campo, cuando el cielo está triste».
Si lo más comprometido y arduo en la narrativa consiste en combinar felizmente comicidad y tragedia, sonrisas y lágrimas, emotividad y meditación, la verdadera prueba de fuego en la crónica ensayística (reflexiones variadas a partir de noticias de prensa o viajes) está en saber garantizar venturosamente el encuentro en el texto de intimidad (la subjetividad del escritor y la proximidad con el lector) y publicidad (la objetividad circundante). Sea por medio de la gacetilla, el reportaje, el suelto de diario, la columna de opinión, sea en el ensayo propiamente dicho (el volumen divide los escritos de Queirós en estas dos categorías: «Cartas familiares» y «Billetes»), el cronista tiene ante sí el reto intelectual de transmitir al lector las impresiones personales de circunstancias y acontecimientos públicos que están a la vista de todos, de unos hechos, en fin, que las noticias consignan en breve y que la mayoría del público suele olvidar de largo a poco de tener lugar. Calificamos de satisfactorio un resultado —la crónica perfecta— cuando ha sido posible inmortalizar lo circunstancial y perpetuar lo actual, todo ello merced a la aguda capacidad de observación que encuentra ágil vía de expresión en la evocadora escritura.
Información y reflexión, opinión y discernimiento, sentido del humor y crítica social o costumbrista, son las claves de una buena crónica, como las compuestas por Eça de Queirós desde París, no importa demasiado que tengan por argumento o pretexto las hazañas de Juana de Arco; las diferencias culturales entre chinos y japoneses o entre las fiestas rusas y las francesas; el clima y su influencia en el carácter de las personas y los pueblos; la «doctrina Monroe» americana y el nativismo chino; o el impacto de las catástrofes naturales en las emociones humanas. Sobre estos asuntos y otros más, distantes y próximos, de más allá y de más acá, diserta Eça de Queirós procurando que el lector carioca, que el lector de cualquier lugar, vibre con las percepciones de un escritor portugués radicado en París que habla de todo un poco; de un cronista, hombre de su tiempo, escribiendo desde París, pero tan universal, cosmopolita y enciclopédico, como clásico e intemporal.
Citemos, para acabar, otra muestra de la agudeza y sorna de Queirós en la que describe el temple republicano francés a propósito de la visita a la villa del Sena en 1896 del zar de todas las Rusias, a menos de un siglo de haber decapitado a Luis XVI: «Esta ciudad de París, incorregible destructora de sus propios tronos, empezó por mostrarse maravillosamente respetuosa con los tronos ajenos.» (pág. 171).
Es justo constatar, asimismo, el pulcro cometido de los traductores de la presente edición, que permite apreciar en su máxima expresión el estilo irónico y penetrante de Queirós. Pero que también sabe ponerse serio y trascendente cuando la ocasión lo exige. Meritoria, en suma, la labor de Acantilado, empeñada y esforzada en seguir acercando al lector en español buena parte de la valiosa obra de Eça de Queirós, a través de la exquisita colección de obras selectas que lleva a cabo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

LA CHINA QUE SE NOS AVECINA




«Preparada durante medio siglo de reeducación por el materialismo histórico y por su propia “revolución cultural”, la China exangüe y no obstante innumerable ha adoptado en un abrir y cerrar de ojos, desde que Deng Xiaoping y el Partido le dieron luz verde, el materialismo capitalista, demasiado feliz de deberle, a falta de libertad, el individualismo y la oportunidad de escapar, a base de emplear los codos, a la humillación y a la pobreza. Es la gran conversión del nuevo siglo, celebrada unánimemente por nuestros hombres de negocios, nuestros intermediarios culturales, nuestros turistas, todos gordos sucesores de nuestros ascéticos y sabios misioneros jesuitas de los siglos clásicos. China ya no inquieta, se le agasaja, hijo pródigo que finalmente se ha sentado con nosotros para compartir el banquete de la globalización contemporánea. Nadie parece darse cuenta de que se trata de uno de los pueblos más siniestrados del siglo XX, amputado de todos los órganos y de la mayor parte de las reliquias de su antigua civilización, y reducido por el terror moderno del totalitarismo maoísta a una proletarización moral más radical aún que su miseria material. […]
Neófita disciplinada, China proporciona una hábil mano de obra pagada con cuatro cuartos a nuestro comercio de lujo democratizado, que revende aquí, bastante caro, sus productos de marca fabricados por nada allí. […] Ella [China] se encarga de invertir sus beneficios en bonos del Tesoro americano, convirtiéndose así, con Japón y los emiratos del golfo Pérsico, en uno de los principales acreedores de la gigantesca deuda del presupuesto federal de Estados Unidos. […]
¡Grandeza de China, hormiguero levantado por Mao! Este inmenso pueblo, reintegrado al capitalismo pero en un marco comunista integral, no es menos peligrosamente ejemplar. Si otros lo imitan, siguiendo el ejemplo de su crecimiento pero negándose a respetar los principios del derecho que aún lo moralizan en Estados Unidos y en la Unión Europea, su peso corre el riesgo de hacer triunfar globalmente el crecimiento, pero haciendo zozobrar localmente la ley y los derechos con los que  nos sentimos orgullosos de refrenarlo. […] Lenin decía de su régimen: “los sóviets más la electricidad”.

El capitalismo más la sharía no es un porvenir más prometedor que el capitalismo trasplantado al comunismo chino. Uno y otro trabajan noche y día para dominar y asediar a nuestro capitalismo de los derechos humanos, cada vez menos seguro, a pesar de 1989, de tener el privilegio y el monopolio del futuro. La “conversión” de China nos remite a una imagen de nosotros que produce en escalofrío en el espinazo.»

Marc Fumaroli, París-Nueva York- París (2010). Fragmentos.

 
Cada día que pasa escuchamos más voces que auguran, e incluso apuestan, por una próxima sustitución en el liderazgo económico mundial. Estados Unidos de América recula, mientras China avanza hasta convertirse en la primera potencia del planeta. El sueño antiamericano se haría así, finalmente, realidad. Pero, ¿somos realmente conscientes de lo significaría que en la cima del orbe ya no estuviese un país capitalista sino un imperio comunista?

viernes, 25 de marzo de 2011

«EN EL NOMBRE DE ROMA» de ADRIAN GOLDSWORTHY


Adrian Goldsworthy, En el nombre de Roma. Los hombres que forjaron el Imperio, traducción de Ignacio Hierro, Ariel, 2010, 459 páginas

La editorial Ariel ha sacado al mercado En el nombre de Roma, la nueva edición de un libro anteriormente publicado bajo otro rótulo —Grandes generales del ejército romano: campañas, estrategias y tácticas (2005)—, del que es autor Adrian Goldsworthy. En esta ocasión, se recupera el título original (la primera edición inglesa es de 2003). Queda enmendado así un lamentable hábito del mundo editorial en España, cual es alterar bruscamente el título original de obras nacidas con un nombre propio. Ahora bien, corregido el error, probablemente se haya generado una confusión: tomar como dos libros distintos aquello que remite a uno solo.
Hecha la necesaria puntualización, pasemos a reseñar este volumen de Goldsworthy, por lo demás, verdaderamente muy meritorio. El nombre del autor sí que no resultará extraño a nadie que esté interesado y mínimamente al corriente de la bibliografía consagrada a la historia de Roma.
Adrian Goldsworthy es historiador británico, nacido en 1969, especializado en el mundo antiguo, y en Roma, muy en particular. Estudió en el St. John's College de la Universidad de Oxford, donde se doctoró en 1994. Tras haber ejercido en distintos centros educativos, en el momento presente dedica su actividad a la escritura. La producción libresca del autor es amplia y muy notable. Hasta la fecha, han sido traducidos al español: La caída de Cartago: las guerras púnicas (2002), El ejército romano (2005), Grandes generales del ejército romano (2005, ya citado), César: la biografía definitiva (2007), La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente (2009). En 2010, ha sido editado en Inglaterra su último trabajo, Antonio y Cleopatra, obra todavía no vertida al español. En la actualidad, escribe una detallada biografía del emperador Augusto.
En nombre de Roma es una obra destinada a registrar y analizar las gestas militares encabezadas por algunos de los más grandes generales romanos. Basándose para ello en la información directa de sus protagonistas (escasa; Julio César y pocos más narraron sus campañas), pero, sobre todo, en los historiadores clásicos: Plutarco, Tácito, Suetonio. El texto examina con sumo pormenor los éxitos en el campo de batalla y las victorias de las legiones que extendieron el poder de Roma a gran parte del mundo conocido. A lo largo de sus páginas desfilan quince personajes principales: Fabio, Marcelo, Escisión el Africano, Emilio Paulo, Escisión Emiliano, Cayo Mario, Sartorio, Pompeyo el Grande, Julio César, Germánico, Corbulón, Tito, Trajano, Juliano y Belisario.
No oculta Goldsworthy las derrotas de los ejércitos mandados por estos paladines romanos. Ocurre que todavía hoy nos admira comprobar la gran capacidad de la acción militar de Roma, su abrumadora eficacia, basada principalmente en el férreo adiestramiento de las tropas, la cuidada motivación de oficiales y soldados, el esmerado equipamiento en armas y utensilios producto de la ingeniería asociada al arte de la guerra, el control de la intendencia y el avituallamiento de los destacamentos, etcétera.
Pero, por encima de todo, para explicar la apabullante supremacía militar de Roma es preciso atender al papel fundamental desarrollado por los generales. El hecho resulta verdaderamente extraordinario debido a que quienes comandaban las legiones romanas no habían recibido un previo adiestramiento formal que justificase el nombramiento para dirigir los ejércitos ni augurase su potencial destreza. En Roma, no existía nada parecido a las escuelas militares, tal y como las conocemos en épocas más recientes. Los generales de Roma procedían, al menos durante bastante tiempo, de la aristocracia senatorial. Eran senadores y militares, militares y políticos, una circunstancia que conllevó, por otra parte, no pocos disgustos a la continuidad del poder de Roma, al propiciar inacabables guerras civiles.
«La guerra y la política —escribe Goldsworthy— siguieron inseparablemente unidas desde el momento en que no había ningún otro servicio mayor que un líder pudiera hacerle al Estado que el de derrocar a un enemigo en guerra.» (pág. 441). La historia de Roma es, en gran medida, la historia de sus conquistas, de las guerras que emprendieron contra las poderosas naciones que podían suponer una amenaza (Cartago, Persia, Partia), así como contra las tribus locales de aquellos territorios apetecidos por el Senado o el princeps.
El pueblo de Roma —Roma en su conjunto— vibraba ante el éxito de las campañas militares de las legiones. La virtus, el poder y la gloria representaban valores esenciales para una nación orgullosa de ser la dominadora del mundo. Los generales merecían especial reconocimiento y tributo en estas hazañas, aunque no, ya lo hemos dicho, porque fuesen consumados y refinados estrategas. En aquellos tiempos, no se utilizaban apenas mapas, ni se disponía de medios rápidos de transporte y comunicación.
Pero, los generales y comandantes romanos, personalmente o a través de los centuriones y mandos medios, dirigían a sus tropas in situ. Estaban siempre en contacto con ellas, comían del rancho común, dormían sobre similar jergón que el del legionario común. En no pocas ocasiones, cabalgaban en las primeras líneas del frente, comprobando el desarrollo de la batalla o asedio a una ciudad, arengando y animando a los soldados, castigando la indisciplina y la desidia, premiando las acciones heroicas o simplemente arriesgadas. Aun practicando nuevas tácticas militares, la herencia de la épica heroica guerrera no se perdió. Goldsworthy destaca casos ejemplares de oficiales romanos enfrentándose en «combate singular», es decir, cuerpo a cuerpo, con líderes enemigos. Dos emperadores-generales, Marcelo y Juliano, fallecieron, de hecho, en el campo de batalla.
En la bibliografía moderna, los generales romanos han sido considerados, ordinariamente, como simples aficionados, cuando no meros oportunistas en busca de la gloria. Sin olvidar, el empeño de escalar puestos en la jerarquía del poder de Roma, cuando no el utilizar los éxitos militares como vehículo, a veces violento, para hacerse con la corona y la púrpura. No le falta razón a esta creencia. Pero tampoco contiene toda la verdad de los hechos. Los generales romanos no eran genios de la táctica militar, pero a base de experiencia práctica y sentido común, disciplina y respeto a códigos estrictos, coraje y valor, decisión y constancia, lograron poner al mundo a su merced durante siglos. «Roma no paga a traidores», respetar al adversario, no ensañarse en el salvajismo: principios de esta naturaleza no tenían parangón ni correspondencia entre los bárbaros.


Los generales romanos, lucharan por afán de botín, de poder o de gloria, lo hacían en nombre de Roma. A diferencia de las naciones orientales (incluso de Grecia), los comandantes romanos no pactaban con fuerzas extranjeras a fin de ganar posiciones particulares u organizar revueltas en contra el Estado. Cuando luchaban romanos contra romanos (las guerra civiles, según Goldsworthy, fueron la verdadera causa de la caída de Roma), lo hacen en nombre de Roma. Cada uno a su manera. Apelando, primero, a la República. Después, al Imperio.
El declive de las conquistas de Roma, la decadencia del arte militar romano, coincide en el tiempo con el fin del Estado: «En el siglo VI, la forma romana de llevar a cabo la guerra se había vuelto característicamente medieval, con ejércitos relativamente pequeños, un sistema disciplinario muy poco rígido y la prevalencia del saqueo y de otras operaciones a pequeña escala sobre las batallas de mayor calado.» (pág. 443).
A partir del siglo XVI y XVII, los modernos Estados volverán a poner en pie de guerra grandes fuerzas y poderosos medios. Napoleón, por ejemplo, reconoció haber aprendido mucho de las hazañas de César y sus continuadores. Goldsworthy dedica el último capítulo del libro a estas consideraciones. Pero, ésa es otra historia.

jueves, 24 de marzo de 2011

BRUSELAS, SOLA E ISOLA


III

El tren que me traslada de Gante a Bruselas cubre el recorrido a paso muy pausado, deteniéndose en todas las estaciones intermedias. El trayecto es más largo y lento que el de un intercity, pero no tengo prisa. He venido hasta este lugar a observar y a pasearme, no a correr. Dejándome llevar por la lentitud, puedo concentrarme en el paisaje belga que ante mis ojos pasa, no digo que a pleno sol, porque aquí éstas son palabras mayores, exageradas, pero sí con luz suficiente para distinguir los rasgos del país.
Finales del mes de marzo. El calendario acaba de anunciar la llegada de la primavera, y la Bélgica que se ofrece a mi vista presenta un aspecto acuífero, casi diría que chorreante, un horizonte monótono de casas modestas separadas entre sí por charcos, cercados y barrizales.
Llueve con constancia obstinada desde hace días, desde que llegué a estas tierras remojadas. Al otro lado del cristal del vagón del tren, pocos paisanos veo transitar por los caminos y calles de los villorios. Ni siquiera las vacas pacen en los pastos pastosos, los cuales diríase que parecen más dispuestos para plantaciones de arroz que para dar de comer a las reses. Será porque las vacas por estos lares, que se me antojan mares, y no saben nadar. Y estos prados no son los mismos sin el ganado pastando y pasando. Resultado: un escenario de isla anegada, de desolación, un lodazal sobre fondo gris. Por eso, deduzco, los paisanos  pintan las casas de colores vivos y en tonos fuertes. Aunque, ay, el contraste no llega a animar la escena, que simula un paisaje después de la batalla. Y conste que Waterloo queda más al sur.
Tan sólo dos calles separan la estación central de Bruselas del hotel donde había reservado habitación, Le Dixseptième, en la rue de la Madeleine, frente a la iglesia del mismo nombre. Pero, llegar hasta mi posada representa una empresa comparable a bordear el cabo de Hornos en plena tormenta. Finalmente, en tierra firme, el acogedor albergue permite curar las heridas del viajero y secarse ante las chimeneas de los salones decorados en el estilo que anuncia su nombre. Se trata de un coqueto palacete que un día fue residencia del embajador de España en la ciudad. Aunque yo he llegado hasta Bruselas en son de paz y en visita privada, no oficial, debo confesar que entre los muros de este albergue me encontré muy cómodo, más ancho que un enviado plenipotenciario.

*
 Bruselas es una ciudad hermosa y noble, con todos los servicios modernos que uno pueda desear, capital de la Unión Europa, con dos lenguas oficiales que duplican todos los anuncios y letreros, en francés y en neerlandés, si bien todos en la villa, residentes y visitantes, hablan el francés y entienden el inglés. Pero, desventuradamente, Bruselas no tiene río. Y una ciudad sin río es como un cuerpo sin sangre, igual que un cuerpo sin alma. Lo tuvo sí, en tiempos remotos, el pequeño río Senne, pero fue cubierto, como si se avergonzasen de las reminiscencias de su denominación. Hoy su vestigio divide la urbe simbólicamente entre la «orilla izquierda» —el centro histórico— y «orilla derecha»—, donde crecen los barrios de la periferia bruselense, remontando las colinas del sur.
Aunque sin río, no se piense que Bruselas es terreno de secano. Todo lo contrario. La lluvia en Bruselas, formando parte del paisaje urbano, más que una maravilla, llega a constituir una pesadilla. En la actualidad, Bruselas, ciudad, capital, región, metrópolis, tiene censados poco más de un millón de habitantes. La mayoría de la población va y viene, está de paso, hace breves escalas, reside temporalmente, ficha en la oficina, firma contratos o documentos oficiales, y vuelve a casa. Conforma, entonces, una población flotante, una expresión que en esta capital sin río, no debe entenderse en sentido figurado o metafórico.
Bruselas es villa antigua, remontándose sus orígenes al año 1000. Mucho ha llovido desde entonces, en efecto. La denominación originaria, Broucsella, significa Casas en los pantanos. Nadie negará a los bruselenses la capacidad de precisión que han demostrado desde el primer momento para llamar a las cosas por su nombre. 


Ahora soy consciente de mi desfachatez, de mi insolencia y osadía, cuando en una  anterior visita a la ciudad, en el verano de 1996, me lamentaba públicamente del sol reinante y de la temperatura ambiental, que elevaba los termómetros hasta los 38 grados a media tarde, dejando anclada esta balsa urbana bajo un anticiclón y en dique seco más de una semana. Huyendo de la canícula levantina, yo desesperaba en este reino ardiente, suspirando por encontrar un salón con aire acondicionado, o un sencillo ventilador. Propósito no poco complejo, todo sea dicho. Cuando, finalmente, localizaba un restaurante refrigerado, y me situaba en una mesa del interior, los nativos, ocupando, las mesas del exterior, desde su razón en descongelación tras el invierno, pensaban que era un excéntrico o un loco. Yo, tan fresco, contemplando por mi parte a esos comensales bajo el sol de mediodía, frente a ensaladas y lonchas de salmón más ahumadas de lo debido, también ponía en cuestión su cordura, a la vista de semejante barbacoa humana.
En esta ocasión, sin embargo, mientras me esforzaba inútilmente en mantenerme a cubierto del aguacero en dirección al café del hotel Metropole, en la Place de Brouckère, veía las cosas con otra perspectiva. Me hice cargo de la situación y comprendí mejor a estas gentes hambrientas de sol, ese astro desconocido en Bélgica, ese efímero visitante. Francamente, en el estado en que me encontraba, necesitado de un anticongelante y un secado y planchado, cualquier cosa hubiese concedido. Andando a ciegas en medio del diluvio, lograr llegar a mi destino significó, con todo, más un acto de instinto que de conocimiento.
Hay muchos y muy gratos cafés en Bruselas. Por ejemplo, la bodega Cirio, detrás de la Bolsa, o el cercano Falstaff, de exquisito gusto modernista. Y, más allá, el aromático y surrealista La fleur en papier doré, en la rue des Alexiens. Con todo, el café Metropol, tan recargado, barroco y exuberante, es uno de mis preferidos. Durante muchos años, en los viejos tiempos de comienzos del siglo XX, científicos, artistas y espías, tal que Einstein, Rubenstein o Mata-Hari, frecuentaban el salón, alternando las conferencias con las confidencias. Hoy, estos personajes han cedido los asientos a ejecutivos y políticos, en su mayor parte clientes del hotel, y también a fulanas de etiqueta negra que guardan pocos secretos y ocupan sus puestos el tiempo mínimo necesario hasta fijar el objetivo y no irse con lo puesto. Todo lo contrario hacían antaño los jóvenes poetas de la bohemia, quienes eternizan la estancia en las mesas del rincón frente a un café y una galleta interminables, hasta lograr completar, si las musas eran propicias, tres gloriosos versos, o  tal vez cuatro.
Aunque Bruselas posee un centro urbano hermoso y gentil, no es una ciudad hecha para caminar ni para pasear; no es la patria del flâneur, quiero decir. En Bruselas, hay que mantenerse permanentemente a cubierto, desplazarse por los pasajes y las galerías, las más famosas y elegantes, las galerías reales Saint-Hubert, conectadas en uno de sus costados con L´Illot Sacré, la cocina de la villa, el paraíso del gourmet
En esta área mágica de color y sabor, los restaurantes se alinean uno tras otro con los toldos desplegados, las mesas dispuestas en el exterior y los empleados voceando a las puertas las delicias de la carta, siguiendo en esto el estilo de París, o, más exactamente, del parisiense Barrio Latino. A modo de suculentos fragmentos de bodegón, las callejuelas de la zona lucen unos nombres que, por sí mismos, abren el apetito. Creyendo moverme entre una menestra o un salteado, recorro la rue aux Herbes, des Harengs, de la Verdure, Marché aux Poulets, du Marché aux Fromages, des Bouchers... En cualquiera de estos mesones sirven, entre otros manjares, generosas raciones de mejillones, un molusco que los bruselenses adoran, y que preparan de múltiples formas. El mejillón: tesoro de la ciudad guardado en la concha.
Pero, sin duda, la gran perla de la villa, expuesta al mundo, al aire libre y a la pertinaz lluvia, es la Gran Place, arte y monumento por los cuatro costados. El Ayuntamiento y la Maison du Roi frente a frente, elevan el gótico civil hasta rozar lo divino, y en los otros lados, al este y al oeste, ricas casas señoriales. Contempladas una a una, se me antojan piedras preciosas. En conjunto, semejan un inabarcable festón, o, más bien, un festival para los sentidos. Dicen que hacer comparaciones es cosa odiosa. Quizás. Mas, yo sin odio afirmo que hay plazas y plazas en el mundo, pero sólo una Gran Plaza.

*
 Todavía es posible dar otro paso importante en la riqueza arquitectónica de la capital belga, desplazándonos hacia los barrios del sur, hacia el Bruselas de la modernidad y del modernismo. Hoy, los grandes bulevares forman el círculo que rodea el centro de la ciudad, donde antiguamente se alzaba una muralla, de la que sólo queda el torreón macizo de la Puerta de Hal. Elijo, sin embargo, la Puerta de Louise para descubrir el Bruselas de los temps moderns. En ese punto arranca la avenida Louise, lugar excepcional desde donde iniciar el itinerario por el Bruselas del Art Nouveau, y admirar los edificios más representativos del Bruselas del 1900, unas construcciones inspiradas en el estilo denominado en Viena Jugendstil o Sezession, y que aquí llaman Liberty.
En el triángulo formado por las avenidas Louise, Charleroi y, su continuación, Brugmann, edificios soberbios intentan pasar inadvertidos en calles recoletas y en apacibles plazas. La burguesía industrial buscaba por entonces, ante todo, discreción. Y también miramiento, mas nunca exhibición y ostentación. La burguesía comercial se quedó atrás, en los barrios del centro, ansiosa por poseer pletóricas, florecientes y opulentas mansiones. En los barrios templados del ensanche bruselense, la burguesía de los temps moderns tomó asiento sin hacer mucho ruido, imponiendo un estilo arquitectónico frío y sobrio, concebido por la razón geométrica del art déco. Las personalidades más atrevidas y voluptuosas optaron por el «arte nuevo», en el que las líneas adoptan unas formas más sugerentes: las rectas ceden el paso a las curvas y las florituras. En la rue Américaine está domiciliada la Casa Museo Horta, que fue residencia privada del máximo representante del movimiento, Victor Horta, un palacete convertido en toda una declaración de principios: el manifiesto modernista.

 *
El modernismo no hubiera sido posible sin la modernidad, ni la modernidad sin el humanismo. Este argumento, junto a un profundo deseo personal —la razón y la pasión convocadas, pues, a la vez—, me condujeron a la casa museo de Erasmo de Rótterdam.
A vista de pájaro, el Bruselas histórico se asemeja un gran pentágono, cuyos lados fueron un día murallas y hoy, anchos bulevares, con el vértice central apuntando al sudeste. Hacia ese punto me dirigí, hacia Anderlecht, distrito periférico de la metrópoli, donde Erasmo fijó su residencia en 1521. El norte y el oeste de Bruselas ofrecen la cara posmoderna de la ciudad: barriadas con anodinas torres de acero y cristal, el complejo Heysel, el Atomium y el edificio de la OTAN, barras, esferas y estrellas unidas componiendo un espacio más parecido al orbe que a una urbe. En los alrededores del Parque del Cincuentenario está el denominado «barrio europeo», repleto de edificios de oficinas y sede de organismos oficiales diversos construidos sobre los restos del antiguo barrio Leopold. Dejé este universo de bureau y me dirigí al microcosmos de Anderlecht, donde se enclavan el Museo de la Resistencia y el museo de Erasmo, dos símbolos incontestables de la lucha por la libertad en una pequeña ciudad, conocida mundialmente por su club de fútbol.
La estancia de Erasmo en Anderlecht fue muy breve, pero la municipalidad local ha llevado a cabo un gran esfuerzo por dejar una buena constancia de de estancia de sabio por estos parajes. El Museo es de los más cuidados y completos de Europa que se han dedicado a la memoria del autor de Elogio de la locura. En el exterior, rodea la casa el jardín filosófico, huerto donde se cultivan plantas medicinales que curan el cuerpo y área peripatética, bajo la sombra de álamos y olmos, que templa el espíritu. Herbario y alameda beneficiaron mucho a Erasmo. Cuando su frágil anatomía volvía de dar un paseo para refugiarse en los salones del interior de la mansión, al calor de las chimeneas y envuelto en abrigos de cuello armiño, estaba bien dispuesto para enhebrar un adagio o un principio pedagógico. El museo acoge un buen número de bustos, grabados y pinturas del personaje y sus coetáneos, así como muy valiosas primeras ediciones y textos manuscritos del autor.
En este oasis de paz, en esta isla de tesoros intelectuales, encontró Erasmo soledad. También, el calor de la amistad y la hospitalidad del canónigo Pierre Wichman, quien lo alojó en la casa, hoy museo, de la rue de la Chapitre, a pocos metros de la iglesia de los Sts. Pierre et Guidon. En el presente, esa hospitalidad no ha declinado. A pesar de ser lunes, día de limpieza y descanso del personal, fui recibido con gran amabilidad al presentarme sin avisar, una vez informé a los empleados de dónde venía y a adónde iba. Pude pasearme libremente por las instalaciones, permitiéndoseme una visita detenida, sosegada y sin apresuramientos. En el templo del sabio de Rótterdam, quien no escribió en neerlandés sino en latín, emplear una lingua franca de comunicación no supuso inconveniente alguno.
Al abandonar aquel espacio de sabiduría y de gentilidad, el cielo había vuelto a cubrirse, y una tormenta de aguanieve me aguardaba en el exterior. De camino a la estación, de vuelta a Bruselas, donde con toda seguridad reinaría el chaparrón, yo seguía pensando en Erasmo, visitante  en Bélgica, príncipe de Europa, ilustre patrocinador de la transición del Imperio a la Unión Europea en el viejo continente. Que el artefacto multinacional (capital, Bruselas), finalmente, haya acabado en práctica desunión, es acaso una consecuencia de que los europeos han prestado poca atención a las enseñanzas del gran humanista.

Primavera de 2001

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domingo, 20 de marzo de 2011

PARA QUIEN NO TIENE VERGÜENZA, TODA LA CALLE ES SUYA


Lejos de estar situado en la sabiduría contemplativa de los filósofos estoicos de la Antigüedad, e incluso de la Modernidad, no con indiferencia, ni siquiera, ay, con regocijo, sino con estupefacción, observo las desvergonzadas imposturas y capto los clamorosos silencios de aquellos que no hace unos años bramaban contra-la-Guerra-de-Irak. Todavía le queda a uno mucho que aprender en el camino de la sapiencia, la contención de las pasiones y el contento moral.
El cinismo vulgar del político siniestro, la procacidad del «intelectual orgánico» mediopensionado y el impudor del periodista canallesco no me sorprenden, bien es verdad. Ni antes ni ahora. Dominados por el pathos reactivo, saben estar a las dictaduras y a las dictablandas con gran habilidad profesional.
Tras la tardía intervención aliada en Libia, no percibo condenas ni preveo motines contra-la-guerra. No advierto más que requiebros dialécticos del género «donde dije digo, digo Diego», sin rubor alguno por parte de quienes esto profieren. No veo portadas de periódicos con niños destripados en brazos de padres descompuestos, como consecuencia de los desastres de la guerra en el mundo...
Dice el refranero español que quien tiene vergüenza, ni come ni almuerza.


No oigo hablar de guerra-ilegal-e-ilegítima, a propósito de la incursión militar contra el régimen de Gadafi en Libia. Sino todo lo contrario, y con gran descaro, dicho sea de paso. Tampoco de islamofobia tras los bombardeos. Ni llamar «criminales» a los mandatarios de la actual alianza que misiles lanza sobre suelo libio. No me ciegan los carteles fluorescentes del «No a la guerra». No escucho caceroladas «ciudadanas», ni clamar en las calles contra el imperialismo y la hipocresía de Occidente, ávidos de petróleo, ni aquello de «No más sangre por petróleo»
Nada hay, que yo sepa, de manifestaciones callejeras como las que un 15 de febrero de 2003 se convocaron contra-la-guerra-de-Irak. Por entonces, el infinito-ansia-de-paz sacó a las masas a la fresca, indignadas por la acción aliada comandada por Bush y Blair (¿y Aznar?) contra el régimen terrorista de de Sadam Hussein.  

Entonces, las acciones militares tenían lugar en Irak, a miles de kilómetros de España. Estos días, se producen en Libia, a pocas millas, al otro lado de la costa. Entonces, no habían soldados españoles destacados. Estos días, los hay en primera línea de fuego. En Irak, no había interesa económicos españoles en juego. En Libia, sí. Sin embargo, no percibo indignación contra la guerra ni preocupación por la paz.

Sé que es imposible esperar racionalidad o coherencia de la muchedumbre ni pretender turbación en la turbamulta. Pero, yo hablo de la vergüenza, del pudor y del decoro de aquellos que (de cada uno de quienes) salieron entonces a la calle armados con buenas intenciones y altos ideales... Y ahora, no. O erraban entonces, o yerran ahora. ¿En qué quedamos? ¿No salen ahora a calle por vergüenza o por agorafobia?
Ciertamente, nuestra cultura se sustenta en el mecanismo mental y el sentido moral de la culpa (que es vivencia interior), no de la vergüenza (que es sentimiento con proyección exterior), como en Japón, por ejemplo. Por eso, tal vez, tantos entre nosotros se extrañan, también en estos días, del comportamiento «ejemplar» de un pueblo sacudido por un terremoto de una intensidad desconocida hasta la fecha, zarandeado por un posterior maremoto y expectante, en fin, por los efectos contaminantes de la dañada central nuclear de Fukushima. Tras la calamidad, en las devastadas ciudades japonesas no han asaltado las sedes del partido de la oposición ni sus habitantes han gritado «asesinos» a los miembros del Gobierno de turno, o «Nunca mais» o «No pasarán». Extraño pueblo… Tan vergonzoso...
Dice, asimismo, el refranero español que para quien no tiene vergüenza, toda la calle es suya. Vale. Pero, hoy, el español para la ciudadanía, por no tener, no tiene ni vergüenza torera. El actual Gobierno socialista la ha prohibido. Y tampoco nadie ha salido a la calle a protestar.

miércoles, 16 de marzo de 2011

GANTE Y EL GUANTE


II

En la primera etapa del viaje en tren a través de la noche de Flandes, apenas tuve tiempo de abandonarme a las reflexiones o al sueño. Toda mi atención estaba concentrada en reconocer el nombre de la estación en la que debía apearme. Pues, nada más abandonar el área metropolitana bruselense, el anuncio de las sucesivas paradas viene sólo en neerlandés, lengua que lamentablemente —e imperdonablemente, lo admito— desconozco. El idioma francés, la otra lengua oficial del país (¿qué lengua?, ¿qué país?), quedó atrás, y con él mi manual básico de supervivencia idiomática en el norte de Bélgica. Bueno, siempre nos quedará el inglés…
Que no cunda el pánico. Gante en Flandes no se dice Gand sino Gent. No era, pues, difícil confundirse. Mis acompañantes en el vagón no dejaban un segundo la animada y ruidosa conversación, confundiéndose sus voces y risas flamencas con la voz metálica que informaba de las próximas paradas. Dentro, el ruido sin furia. Fuera, tras los cristales de la ventana, reinaba la oscuridad, un silencio sin noticia. Parada y honda duda. ¿Habremos llegado ya a la estación de Gante? Un pasajero cercano a mí, de rasgos magrebíes, pareció leerme en la cara la interrogación y me dice en el momento oportuno: Ici Gand.
El taxi me conduce ahora desde la estación de St. Pieters de Gante, en el sur de la ciudad, al hotel Gravensteen, al norte, junto al Het Gravensteen o gran castillo condal. Atraviesa las calles medio vacías a gran velocidad. Aun así, pude ya entrever el milagro urbano que me aguarda. Comprendí, en una primera y rauda impresión de la ciudad, a la carrera, que llegaba en el momento idóneo, a la hora ideal; que yo sí llegaba a tiempo, vamos, no como otros...
Gante es más real, y mucho más bella, de noche que de día. Bajo la mágica combinación de luces de farolas y focos, los edificios regios y las calzadas reales se funden con los vapores neblinosos emergiendo de los canales. Gante guarda su encanto conservándose en la bruma, en la reserva evocadora de estar a media luz. El adoquinado brilla con acharolada luminiscencia y las aguas que fluyen en los canales reflejan el mismo color ascético del cielo, permanentemente plateado: de estos fulgores velados deviene su esplendor ceniciento. Medianoche es, en Gante, la hora de la revelación.
Esta es la primera visión que guardo de Gante y ya no podrá borrarse, como no queda eclipsado nunca lo que una vez cegó los rayos del sol. En estas tierras altas, sin embargo, el astro rey, comparece raramente, no importa que estemos en plaza imperial, donde todo vasallo rinde pleitesía a lo que un día fue centro del mundo. El pasado perdura bajo el manto de una nubosidad constante, de un cielo protector que casi baja al nivel de la tierra y del mar para así tomar dominio de las cosas.
No podría demostrarlo, pero tengo la fundada convicción de que no fue en estas tierras flamencas donde algún iluminado acuñó la famosa divisa que afirma que en el imperio de España nunca se pone el sol. No estaban sus habitantes para bromas ni indirectas, que bastante tenían con la presencia conquistadora de los tercios españoles, que por aquí se han enseñoreado durante siglos, y en otras villas flamencas tres cuartos de lo mismo. El rencor histórico antiespañol, empero, no ha arraigado en los corazones alegres y vitalistas de los ganteses. ¡Bravo, amigo!
Carlos V de Alemania y I de España, alabando cierto día las delicias y el esplendor de la ciudad imperial emitió una soberana sentencia que nos viene muy a cuento, y por eso traigo la cita: «Je mettrais Paris dans mon Gand» O sea, que podría meter París en su Gante (Gand), que es como decir su «guante» (gant). Hoy, entre los flamencos, la frase feliz ya no provoca orgullo, miedo ni nostalgia. En la actualidad, creo que recelan más de París (o de la misma Bruselas) que de Madrid.
El año 2000 después de Cristo, Gante conmemoró el quinto centenario del nacimiento de Carlos V, y lo hicieron por todo lo alto. Sólo unos pocos aguafiestas quisieron ensombrecer los fastos con alegaciones históricas y recuerdos de sangre y fuego. En estos parajes, donde la lluvia es tan familiar como la cortina del salón de casa y donde el cielo gris crea un paisaje acostumbrado, poco impacto pueden producir oscuras proposiciones de desagravio. La verdad es que los habitantes de Gante tienen mucho estómago, o sea, aguante,  y así les salen de sabrosos los embutidos de bodegón, que nutren con esmero su animosidad gozosa. Los actuales descendientes del regio señor no desean matar al padre, ni a la gallina de los huevos de oro. Prefieren vivir su propia vida y dejar las cosas como están. Siglos de pragmática de la existencia les contemplan, una visión de la vida que hace buenas migas con el alma de comerciante, contemporizadora y negociadora, que no ha abandonado jamás los cuerpos gentiles de sus habitantes ni les ha quitado el apetito.
Cuerpos flamencos esbeltos veo, con todo, a mi alrededor, a pesar de la presión de la mantequilla, la cerveza y la manduca soberbia que por aquí animan los hogares, los mesones y los figones. Firmes y sólidos huesos mantienen tersas las carnes. Dicen que fueron los excesos de la mesa lo que llevó a la tumba a Carlos grande el de Gante. Los ganteses actuales, amantes del generoso yantar y de crear marcas de cerveza (más de quinientas), no parecen dejarse llevar por el desafuero en la mesa, que siempre ha traído disgustos y opresiones. Menos germanizados que el emperador, han sabido moderar el instinto por el afrancesado sentido del refinamiento y la politesse. Francia está allá bajo, al sur, ay, bien lo saben. A algunos les incomoda reconocerlo, pero, después de todo, noblesse obligue...


 En la puerta misma del hotel Gravensteen, arranca, en dirección oeste, la Burgstraat, distinguida arteria engalanada por imponentes edificios de los siglos XVI y XVII, cuyos bajos acogen hoy tiendas elegantes. Recorramos, pues, la arteria de punta a rabo. La calle desemboca en la Elizabeth Plein, donde subimos hasta la Rabotstraat justamente hasta el Rabot, resto fortificado de la antigua muralla y límite de la ciudad antigua. En este punto permanecen enhiestas las torres cónicas de «la puerta cerrada» («rabot» en flamenco). Al fondo, estropean la vista las modernas torres de cemento y cristal del gran Gante. Grande sólo en espacio, porque lo verdaderamente «grande», lo abierto a la majestad, está en la dirección opuesta.
Recuperamos el sentido de la vía y de la orientación (junto a la cordura) enfilando Prinsenhof, calle que anuncia nuestro destino: el palacio donde nació Carlos V. Hoy sólo queda en pie la entrada, en forma de bóveda, la Donkere Poort (Puerta Oscura), en una tranquila plaza donde una estatua del emperador y una maqueta de la construcción palacial originaria nos refrescan la memoria. Estamos en una de las zonas más antiguas de Gante, donde la historia pervive en calmosa paz, después de siglos de batalla.
Volvamos ahora al punto de partida. En el lado opuesto del río Leie, se alza el castillo Gravensteen, mole de piedra construida el año 867 por el conde de Flandes, Balduino Brazo de Hierro, apelativo que no le viene grande a este noble señor, pues dejó en herencia una memoria muy acerada de la fortaleza. Las almenas y torreones, los majestuosos salones, cumplen su función con orgullo. El destino principal de estas pétreas instalaciones fue albergar calabozos y salas de tortura, y hospedar a no pocos infortunados, como lo atestiguan las muchas salas que reproducen los atroces escenarios. Desde lo alto de la terraza almenada puede admirarse el bello cuerpo de la villa, punteado por las esbeltas torres de las iglesias de Sint Niklaas y Sint Michiels, del Belfort y de la catedral Sint Baasf, del StadHuis (o Ayuntamiento).
A tiro de piedra, a las puertas del castillo, está la atractiva Sint Veerle Plein, plazuelita esquinada animada por restaurantes y edificios ilustres, como la Vlees Huis (o Casa de Neptuno), que destaca especialmente por su rica fachada custodiada por formidables estatuas de mármol. El lugar conoció, sin embargo, tiempos peores, cuando era base de ejecuciones sumarias a la sombra del imponente castillo. Una columna levantada en el centro del área, justo donde pedía sangre el infame cadalso, da cuenta del punto en el que estamos. Sigamos, pues, adelante.
Las calles que parten del lado este de la plaza, ensanchándose a medida que avanzar, conducen al centro monumental de la villa y cuna imperial. Tenemos a mano varios itinerarios para llegar al destino. El más aconsejable pasa por el muelle de Korenlei hasta llegar al puente de San Miguel, sobre el Leie. En este punto, el paseante se asegura una perspectiva mágica de Gante: sus principales monumentos forman un bosque animado de piedra y encaje. Vista, o mejor aún, vestida de noche, da la impresión de que los edificios levitan en la neblina.
Destaca lo amplio y despejado del panorama. El centro de Gante no es un centro nuclear, sino una sucesión de espaciosas avenidas y plazas en donde los edificios civiles, como el de Correos y el Lakenhalle, o mercado de tejidos con la espectacular Torre Cívica (Belfort), compiten en esplendor y altura con las iglesias floridas, como San Nicolás o la misma catedral, la Sint Baafskathedraal. La convivencia arquitectónica resulta de lo más amable y amistosa. Es cosa sabida que al corazón flamenco se le gana por el estómago tanto como por el espíritu, que el fervor religioso no apaga el hervor de las ollas y que, en fin, la prédica ascética y luterana no logró nunca arraigar en el sentimiento de estas gentes alegres y materialistas, para quienes la verdadera salvación no está reñida con un buen arenque y la gloria máxima suena a paraíso libre de impuestos.
Frente al Ayuntamiento, en la Botermarkt, encontramos el restaurante St. Jorishof, perteneciente al hotel Cour St. Georges, publicitado como el hostal más antiguo de Europa. Deseando paladear el genuino sabor de Gante, encargo la especialidad de la casa, el waterzooí, guiso de pescado sólido y exquisito, una receta que perdura triunfante desde la Edad Media. Mientras en la marmita que bulle frente a mí se celebra un rito con mucha historia, milagro de patatas y peces en un mar de mantequilla, en las mesas vecinas los comensales conversaban y reían con exaltación dionisiaca. Marco digno de una estampa de Brueghel el Viejo, con antiguos platos de cerámica y vetustos tapices colgados de las paredes, mesas de madera y salvamanteles de metal, copas en alto y brindis bajo vigas de madera centenarias, aprendí aquí mucho de esta ciudad, la cual abría me abría la despensa y su alma de bodegón.
Con permanente vocación de comerciante, en Gante no hay lugar para el sobrio, el belicoso o el idealista. La tentación por el sacrificio, la trifulca o la ensoñación cede, en última instancia, ante la perspectiva de una sustanciosa transacción. Por eso, la flameante Flandes, anhela la independencia, pero no morirá por ella. Hoy, las plazas públicas y púdicas no celebran ejecuciones, sino el vibrante ceremonial de los mercados, y no es casualidad que las principales plazas de la ciudad reciban justamente el nombre de «mercado».

De entre todas ellas, destaca la Vrijdagmarkt, la plaza/mercado de los viernes, aunque abierta todos los días de la semana, incluidos los domingos. En este punto del norte de la ciudad, en la parte antigua, los puestos de venta de pájaros, peces de acuario y otros animales dan especial color y candor a un entorno urbano hermosísimo. En el centro de la explanada, una estatua de bronce de Jacob Van Artevelde observa impertérrito el vivo ajetreo que bulle a su alrededor. No se trata de un guerrero sanguinario ni de un político insigne, sino de un brillante promotor del desarrollo comercial en el siglo XIV. En Gante, vemos más mercaderes sobre los sitiales de los monumentos públicos que reyes, generales o santos. En un lado de la glorieta, que da gloria verla y pasearla, da nombre nada menos que a la iglesia de Sint Jacobs, en honor del prohombre protector de la buena vida.
Este rincón de Gante es uno de mis preferidos de Gante. Por el día mandan la mercancía y el negocio; por la noche, la diversión y el ocio. Alrededor del centro mercantil, cuando cae el crepúsculo y cierran los puestos de venta, las estrechas callejuelas que la circundan hierven de vitalidad, decenas de restaurantes abren sus puertas, encienden las velas sobre las mesas del comedor, creando un acogedor ambiente de kermés. En la Plotersgracht, la taberna Amadeus resulta especialmente atractiva, por sus costillas de cerdo a la parrilla y a discreción, pero también por el ambiente de biblioteca creado, con las paredes repletas de libros ordenados en añejos anaqueles. Carne y literatura reunidas componen un decorado muy nutritivo e instructivo. Encuentro aquí aquello que busco en todos mis viajes: la profunda sustancia de la ciudad. En este caso, como en la mayoría de los restantes, la materia y el espíritu cogidos de la mano compartiendo un mismo festín.
Gante, ciudad universitaria, corazón joven en un entorno de glorioso pasado, culta y dinámica, no queda muy lejos de Ámsterdam, tanto en el sentido geográfico como en el artístico o ciudadano, y mantiene con la ciudad holandesa fuertes parentescos. Casi tantos que podríamos considerarla su hermana menor. Igual de experimentada en la vida, Gante es, no obstante, más discreta, menos bulliciosa y golfa que la hermana mayor.
Ámsterdam, bella de día, vive la noche con una pulsión muy experimentada. Gante, por su parte, tierna e inocente, cuando el crepúsculo la envuelve, cambia de plano, se viste de largo, ilumina calles y plazas, brilla como una luciérnaga. La noche no la encanalla, la hace más bella y evocadora. Siempre elegante, Gante, dama de la noche, madre y novia de emperador.

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martes, 15 de marzo de 2011

'USOS DEL PESIMISMO' de ROGER SCRUTON




Roger Scruton, Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza, traducción Gonzalo Torné de la Guardia, Ariel, Barcelona, 2010, 217 páginas

 Usos del pesimismo de Roger Scruton es un brillante libro acerca de las virtudes del pesimismo, actitud vital, antropológica y moral, del ser humano que debe enfrentarse a sus principales adversarios: el optimismo sin escrúpulos y la falsa esperanza. Estamos, por tanto, ante un clásico ensayo filosófico. Aunque en sus páginas encontramos mucho más. El trabajo de Scruton ofrece una disección —casi podríamos decir, una autopsia— de la civilización occidental, infectada en todos los órdenes por los nefastos efectos que las fuerzas emocionales están teniendo sobre la libertad en la sociedad civil.
Profundos  errores del entendimiento y de la moral de los hombres, y aparentando lo que no son, optimismo y esperanza gozan entre la población de gran consideración y estimación. Siendo tenidos además como hábitos de conducta muy inocentes y saludables, de los que cabe hasta presumir en público. Sucede, con todo, como señala el autor, que «los errores más obvios son los más difíciles de rectificar.»
Roger Scruton (1944) es escritor y filósofo británico. Graduado por la Universidad  de Cambridge (1965), ha sido profesor de Estética en el Birkbeck Collage de Londres hasta principios de los años 90. Desde ese momento, se ocupa de tareas en régimen de free-lance, alternando actividades en calidad de profesor visitante en la Universidad de Oxford, en la Universidad de St. Andrews  y en el American Enterprise Institute en Washington DC. Reside con su familia en una granja en Binkworth, Wilsthire (Reino Unido).
Autor de una obra muy considerable, ha escrito más de una docena de ensayos y textos académicos, varias novelas y dos óperas, además de incontables artículos en revistas y periódicos. Podemos destacar en esa vasta producción los siguientes títulos: Art and Imagination (1974); The Meaning of Conservatism (1980); Animal Rights and Wrongs (1996), England: An Elegy (2000) y A Political Philosophy: Arguments For Conservatism (2006). El lector en español tiene a su disposición un número muy reducido de sus libros: Historia de la filosofía moderna: de Descartes a Wittgenstein (1998) y Filosofía moderna: una introducción sinóptica (2003). A éstos ha venido a unirse este último título: Usos del pesimismo (2010).

Nos las tenemos que ver con dos lobos conceptuales con piel de cordero. A juicio de Scruton, he aquí una de las causas que explica el auge y el prestigio social de las mencionadas ilusiones: el optimismo sin escrúpulo y la esperanza vana son asumidos y preconizados como virtudes porque se revisten de una falsa condición. La otra causa reside en la facilidad y la comodidad de su empleo, reproducción y publicidad. 

¿Qué cuesta ser optimista? Nada. ¿Quién duda de que «la esperanza es lo último que se pierde»? Nadie. Excepto los pesimistas y los escépticos, los agoreros y los desesperanzados (los desesperados), incorregibles individuos, repudiados por doquier y desde, prácticamente, todos los prismas morales e ideológicos.
Los gobiernos, la escuela y los medios de comunicación animan a la gente a que sea «positiva», a que «mire hacia adelante», a que tenga confianza… No importa en qué ni en quién. Lo que vale y cuenta en el observatorio regulador del bienestar de la muchedumbre es no ser negativos, ni amargados, ni crispados, ni aguafiestas. Bastantes cornadas nos da la vida para, encima, verlo todo de color negro…
El gran problema del optimismo sin escrúpulos y de la falsa esperanza es, en primer lugar, de orden teórico, por lo que comportan de espejismo y ofuscación frente a la realidad: «Hay un tipo de adicción a lo irreal que alimenta las formas más destructivas del optimismo: un deseo de suprimir la realidad como premisa de la que debe partir la práctica racional, para reemplazarla con un sistema de ilusiones complacientes.» (págs. 29 y 30)
El otro gran déficit, el segundo gran peligro que conllevan estas tramposas creencias, es de naturaleza práctica y moral. Sencillamente, los militantes del optimismo no aceptan la responsabilidad. Sus acciones y sus afirmaciones desconocen el sentido del recato y la cautela: «Las personas con escrúpulos que atemperan la esperanza con una dosis de pesimismo, son aquellos que reconocen los límites, y no sólo los obstáculos.» (pág. 43). Como se trata de dogmas que nada cuestan —son «gratis total»—, quienes los lanzan, ocultan la mano, si el efecto de su proyección ocasiona alguna grave consecuencia. Porque los optimistas siempre obran con buena intención.
No admiten las lecciones de la historia, ni la refutación teórica o científica. No aceptan ser discutidos y menos recriminados. Optimismo y esperanza funcionan, por tanto, como «puras» ideologías: son evidentes por sí mismas y no consienten la crítica ni la enmienda. Su soporte de transmisión es la propaganda y el aparente «sentido común», cuando, en el fondo, contienen letales falacias. Scruton las enumera y analiza concienzudamente, pasando, a continuación, a denunciar el peligro que entrañan: la falacia del mejor caso posible, del «nacidos en libertad», de la utopía, de la suma cero, de la planificación, del movimiento del espíritu, de la agregación…

No habla Scruton de abstracciones. Un discurso gubernamental centrado en que «algún día» saldremos de la crisis económica y que, entre todos, los problemas se arreglarán. Estimular la expansión crediticia y animar el endeudamiento público y privado, bajo el argumento de que los Estados no quiebran y las deudas siempre acaban pagándose. Minimizar la preocupación por el futuro aduciendo que a largo plazo, todos estaremos muertos (J. M. Keynes). Sostener en público que hablando se entiende la gente. Escuchar por boca de un empleado de banca que el producto de inversión, cuyo cliente le señala las pérdidas, algún día ganará. Proclamar que el sacrificio material y espiritual de una sociedad está justificado en función de la grandeza liberadora de una Idea definida por una vanguardia política. Dejar, en fin, a los niños que se eduquen por sí solos, y no bajo la tutela de un padre, un profesor y un maestro, apelando a una hipotética «libertad natural» del ser humano. He aquí unos pocos ejemplos de cómo grandes palabras y conceptos vacíos pueden acabar arruinando el legado de una civilización labrado a lo largo de milenios.
Roger Scruton, lógicamente, no promete —ni puede prometer— remedios a semejantes imposturas y errores. Tampoco podría esperar el lector atento lo contrario. Sí propone, no obstante, sustituir las rutinas optimistas por los usos del pesimismo. Por ejemplo, aprender a ser más críticos, menos confiados y un poco más escépticos al afrontar nuestros propósitos vitales. Sustituir la neta confianza en los demás por la fe en uno mismo y en la propia acción. No ver obstáculos y estorbos donde, necesariamente, debe haber límites y reglas. No exigir derechos a cambio de nada, y olvidarse de los deberes.
A los optimistas sin escrúpulos y a los fanáticos de la esperanza sin fronteras Scruton los denomina «transhumanistas». ¿A quiénes señala? Sin ir más lejos, a aquellos que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Y para viajes de ese género no hacen faltan alforjas.