lunes, 31 de enero de 2011

JOSEP PLA EN ISRAEL


Josep Pla, Israel, 1957. Un reportaje. Traducción de Eduard Gonzalo, Destino, Barcelona, 2002.
La reedición en castellano del libro del escritor catalán Josep Pla, Israel, 1957, debe calificarse de acontecimiento afortunado, y además muy oportuno, en el panorama convulsivo de nuestro presente, en el que el prejuicio lamina con simplicidad el juicio y la condena se solapa con la lapidación[1]. Tal consideración estaría justificada, en primera instancia, por la calidad de un material narrativo de primera fila, de un relato de viajes —un «reportaje», lo conceptúa el propio Pla— conducido por un maestro del género y uno de los más grandes prosistas españoles contemporáneos.
Pero, por encima de todo, el enorme valor de esta iniciativa editorial queda patente en el asunto y el territorio transitado, en el argumento y la situación  detallada, temas —sea dicho sin la menor tentación hiperbólica— de la más rabiosa actualidad: el nacimiento del Estado de Israel y su futuro. Un acontecimiento histórico, permanentemente puesto en cuestión por muchos.
Josep Pla embarca en la primavera de 1957 en el Theodor Herzl, flamante barco que realiza la travesía inaugural entre Marsella y Haifa, con el propósito de acercarse a la realidad de un país que acaba de fundarse, de un Estado que prorrumpe en la escena internacional bajo el signo de la esperanza, pero también de la tormenta, y que a los nueve años de su fundación, se halla en el foco de la disputa política y diplomática más intensa desde el final de la II Guerra Mundial.
Sobre este pedazo de suelo marcado por el peso del símbolo intemporal de la religión, envenenado moralmente por el odio y el resentimiento y ensombrecido, en fin, por la querella demasiado humana de la política geoestratégica, Pla compone un itinerario espiritual que representa, a la vez, todo un mosaico de datos estadísticos, de sensaciones y reflexiones, en el que no faltan referencias temporales al momento presente.
En el reportaje, el presente es 1957. El tiempo transcurre vertiginoso en el Estado reciente y pujante de Israel. En consecuencia, podría resultar comprensible que, en una primera y rauda apreciación, alguien cuestionase el interés de un documento que discurre en un escenario del que nos separa más de medio siglo, durante el cual han transcurrido muchos y decisivos acontecimientos que obviamente en este ensayo están ausentes. Pero la lectura del texto disuelve de inmediato la prevención.
Para calibrar la medida del texto, debe recordarse —con Pla— que estamos hablando de un país que «interesa a todo el mundo, que apasiona muchísimo. La historia de estos últimos meses lo demuestra copiosamente» (p. 21). Pues bien, lo sorprendente —y, al mismo tiempo, lo desesperante — de esta estimación es que tenga tanto impacto hoy como ayer, lo cual informa de la actualidad de un asunto enquistado, de un caso atorado. Mas ¿cómo empezó todo?
Pla lanza una mirada limpia sobre el nacimiento de un Estado, sobre la gesta del pueblo judío en el campo de Agramante oriental, con la esperanza de lograr una representación lo más completa y objetiva posible —pero que no oculta en ningún momento respeto y admiración—, que su retina registra, su memoria retiene y su pluma describe. El escritor tiene por entonces 60 años y no puede por menos que quedar fascinado al contemplar el esfuerzo heroico de una comunidad incipiente, vigorizada por un idealismo y un patriotismo tales que socavan muchos mitos erigidos por el antisemitismo; verbigracia, el judío como individuo materialista, avaro y regalón.
El pueblo judío ha labrado Israel a partir de un trozo de tierra abandonada, maltratada y malgobernada por la desidia del turco, la dejadez del musulmán y la mezquindad de los anteriores protectores y mandatarios europeos. Insertados tras la diáspora miles de judíos en este desierto —cuya transformación en tierra cultivable y civilizada resulta casi un milagro— sus peores enemigos son, con todo y con mucho, los vecinos: los países islámicos de la región —y del resto del mundo— que le han declarado la guerra a muerte desde el primer día de su existencia.
¿Por qué les odian tanto? Israel es un Estado nacido con una misión, recogida solemnemente en la Declaración de Independencia: ofrecer un hogar a todos los judíos dispersos en la diáspora (la Gola) en este extremo —aunque para nosotros, los españoles, próximo— del continente asiático. Y, en efecto, la población israelí proviene de todas las partes de la Tierra, si bien la procedencia sea mayoritariamente oriental. Lo extraordinario del asunto, «la gran sorpresa», dice Pla, que produce este país, es que tanto los dirigentes políticos y militares como el modo de vida israelí se rigen nítidamente por el modelo occidental.
Israel actuó, desde sus orígenes, siguiendo la forma y el contenido de una democracia parlamentaria, desarrolla una economía liberal de mercado y en la sociedad resultante, las mujeres participan en todas las labores y tareas en igualdad de condiciones que los varones: «Y éste es el hecho —a mi modesto entender— que no podrán nunca digerir los países árabes vecinos de Israel: la presencia de un pueblo no solamente occidental, sino uno de los que más ha contribuido a la formación de la civilización moderna. Sólo hay que recordar que Einstein, Freud y Marx eran judíos.» (p. 55). Palabra de Pla.
Bien pensado —y bien leído el libro en nuestros días—, aquello que podía sospecharse un inconveniente —la fecha de la redacción del reportaje—, demuestra ser una cualidad fructuosa, a saber: la oportunidad de recoger cercanamente las circunstancias del origen del Estado de Israel, de sus aprietos y apreturas. El capítulo Judíos y árabes contiene, por ejemplo, en sólo once páginas, una de las más precisas y clarificadoras síntesis que pueden leerse actualmente sobre un conflicto que todavía hoy estremece al mundo y del que prácticamente nadie se abstiene de opinar, y aun de tomar partido, casi siempre para acostarse hacia «la-causa-palestina-frente-a-la-agresión-israelí».
Basta con acudir a una librería y acercarse a la sección dedicada al tema —lo mismo podría decirse de otras materias palpitantes, como la globalización, por citar otra— para constatar el aplastante desequilibrio de la oferta bibliográfica disponible y la apabullante superioridad de una perspectiva de interpretación y análisis sobre la otra. El solo hecho de que Israel, 1957 pueda aliviar semejante déficit, y de paso probar que la posesión de ideales y de espíritu crítico no es patrimonio de una determinada ideología o «sensibilidad», ya serían razones suficientes para celebrar la fortuna y oportunidad de la reedición de este texto.
Libro comprometido e interesado, no es, sin embargo, apologético y secuaz, como suele ser habitual en otros trabajos sobre este pequeño país en el centro de la tormenta: «He hecho este reportaje con gran interés—confiesa el autor—, porque yo tengo personalmente una gran admiración por este espíritu, que por el hecho de tener como esencia la protesta sistemática constituye la estructura viviente del liberalismo, que es precisamente mi razón de ser.» (p. 256). Fernando R. Genovés.



[1] La presente recensión del libro de Josep Pla, Israel, 1957. Un reportaje, fue publicada bajo el título«El nacimiento de un Estado» en la Revista de Occidente, Madrid, nº 261, febrero de 2003, pp. 148-151. Para esta versión he introducido breves añadidos y pequeñas correcciones de estilo respecto al texto original.

domingo, 30 de enero de 2011

«INTELLIGENSTIA» Y «APPARATCHIK » EN LA CULTURA RUSA DEL SIGLO XX



Solomon Volkov, El coro mágico. Una historia de la cultura rusa de Tolstói a Solzhenitsyn, Ariel, Barcelona, 2010, 384 páginas.

Periodista, historiador y musicólogo, Solomon Volkov nació en 1944 en Uroteppa, ciudad actualmente denominada Istarawshan, próxima a Leninabad, ahora conocida como Khujand, en Tajikistan, antigua república de la extinta URSS, hoy independiente después de pasar por una cruenta guerra civil (1992-1997). Tras emigrar en 1976 a Estados Unidos y obtener la nueva nacionalidad, Volkov fija su residencia en Nueva York, donde se dedica al periodismo y a la investigación de la cultura rusa en la Universidad de Columbia. Este sucinto resumen biográfico del autor puede darnos una primera pista de la agitada —y hasta trágica— historia política, social y cultural de la nación rusa a lo largo de la pasada centuria. Volkov es autor, entre otras obras, de Testimonio: las memorias de Dmitri Shostakóvich (1979) y St. Petersburgo: una historia cultural (1995). En 1998, se publicó en Nueva York Coro mágico, texto recién editado en España y que ahora pasamos a comentar.

«La cultura y la política siempre han ido de la mano. Incluso quienes sostienen lo contrario están haciendo política. Y uno de los ejemplos más trágicos y evidentes de esta relación lo tenemos en la cultura rusa del siglo XX. Aquí, quizás por primera vez en la historia, asistimos a un experimento brutal: la irrupción de la política en la vida cultural de un país enorme, durante un periodo de tiempo muy largo. Un proceso que continuó a través de guerras mundiales, revoluciones convulsas y el terror más implacable.
Éste es el tema de la presente obra, la primera de este tipo escrita en cualquier lengua.» (pág. 7).
Estas palabras precisas y bien medidas, que concluyen en una declaración quizás un tanto petulante, sirven de arranque para la Introducción, y, por extensión, del libro mismo que Volkov ha dedicado a historiar la cultura rusa desde Tolstói a Solzhenitsyn. El citado comienzo resume a la perfección la naturaleza y el propósito de este notable ensayo, revelándonos desde la primera página el tono prometedor de su contenido, compuesto, por lo demás, con una claridad y distinción en la escritura, desgraciadamente, no demasiado habitual.
Ya conocemos la sustantividad de la cuestión a examen: la relación entre la cultura y la política en la historia contemporánea de Rusia. No vayamos a creer, sin embargo, que la coexistencia entre la creatividad artística y literaria y el poder político ha sido siempre pacífica. De hecho, probablemente, no lo ha sido nunca. Los cortejos, coqueteos y conquistas que ambas esferas de influencia han mantenido entre sí, lejos de ser sorteados o desatendidos por ambas partes, han sido comúnmente consentidos. Hablamos de una interferencia y también de auténticos solapamientos, tradicionales en Europa. En el viejo continente, la intervención directa del Gobierno y el Estado (fundidos, por lo general y de facto, en un mismo brazo ejecutivo) sobre la sociedad civil constituye un rasgo ya típico en nuestra «cultura» o forma de ser, asumido sin apenas resistencias ni críticas por parte de la población y las élites. Este atributo genérico no es tangencial en el caso de Rusia, sino paradigmático.
Para empezar, el concepto de intelligentsia es primariamente ruso. El término intelligentsia remite necesariamente a una casta o clase social privilegiada, formada por las élites intelectuales de una nación que asumen la dirección cultural, marcando las tendencias y los gustos en la opinión pública, allí donde llega a haberla. Nos referimos a una entidad corporativa en la que intervienen el ámbito de las artes y las letras en su conjunto, pero en la que el papel de los escritores desarrolla un protagonismo primordial, puesto que su impacto sobre la propaganda es mayor que el practicado desde otros campos (en la era de la globalización y las altas tecnologías, la influencia de la imagen acaso esté ya superando al de la palabra escrita).
Por el trabajo de Volkov, circunscrito temporalmente al siglo XX, desfilan gran parte de los grandes creadores nacidos en la «madre patria» rusa. Músicos, como Rimski-Korsakov, Igor Stravinski y Sergéi Prokofiev. Cantantes como Chaliapin. Estrellas de la danza, como Anna Pavlova, Vaslav Nijinski y Rudolf Nureyev. Profesionales del teatro y el cine, como Sergéi Eisenstein, Kontantin Stanislavski, Andréi Tarkovski y Nikita Mijalkov.
Y, claro, están los escritores, sin los cuales no queda completo el «coro mágico», según expresión de la poetisa Anna Ajmátova, que pone voz a las ideas y emociones del alma rusa. Rusia siempre ha sido un país que ha otorgado gran importancia  a la palabra, señala Volkov. Por tal motivo, los escritores son las figuras principales de este libro. De Tolstói a Solzhenitsyn. ¿Por qué, precisamente, estas dos personalidades? La respuesta más sencilla, y evasiva, sería decir que por alguien hay que optar. Urge, entonces, saber el criterio de la selección: al parecer del autor, ambos escritores simbolizan, con altura de gigante, una misma tendencia que ha atravesado el corazón ruso, sin evitar llegar a sangrarlo.
Desde el zarismo a la actual autocracia rusa instalada en Moscú con maneras eslavas de democracia occidental, pasando por la revolución bolchevique, el estalinismo y la perestroika, los escritores, con algunas loables excepciones (Antón Chéjov, por ejemplo), no se han conformado con pergeñar poemas, cuentos, dramas y novelas. Su auténtico élan vital, por decirlo así, su imaginación creadora aspira a influir en la sociedad, hasta el punto de condicionar su concepción del mundo. El escritor acaba compitiendo, sin remedio, con el Gobierno en poder, proyección y prestigio. No por casualidad, Solzhenitsyn llegó a afirmar muy ufano que un gran escritor en Rusia es como un segundo gobierno. No hay aquí nada de extraordinario, sino la apoteosis de un sentimiento largamente expresado en la historia rusa: «El modelo de Solzhenitsyn era Lev Tolstói, con sus intentos de modificar la política mediante su enorme autoridad moral.» (pág. 335).

Trazar una panorámica de la historia cultural rusa a lo largo del siglo XX representa el toparse con un hecho fenomenal que, en su particularidad, determina prácticamente la totalidad del espectro: el régimen totalitario impuesto en 1917 por los bolcheviques marca más de setenta años de historia en Rusia. Volkov sintetiza en tres consecuencias fatales esta extraordinaria circunstancia: muerte, vidas arruinadas y devastación creativa. Los escritores e intelectuales no fueron un sector especialmente reprimido por el politburó comunista, pues en la URSS se masacraba toda desobediencia o desafección ideológica sin discriminación alguna. La eliminación física representaba para el artista o el escritor sólo una de las expectativas abiertas, en el supuesto de que su labor no se ajustase a los cánones dictados por las autoridades del régimen, fuera el realismo socialista o cualquier otro patrón estético para mayor gloria de las actuaciones del Partido. Las otras alternativas eran la servidumbre y la entrega a la «causa», fuese por obligación o por devoción.
La propaganda política, en la que los comunistas han sido innovadores y acreditados expertos (dentro y fuera de Rusia), necesitaba de agitadores y de creativos, procedentes, forzosamente, de las filas de la intelligentsia. No es inteligente cortar la mano que escribe los discursos oficiales y populariza la consigna. En correspondencia, la mayoría de los «trabajadores de la cultura» se dejaron tentar por el poder y la prebenda, lo que se traducía, después de todo, en mantenerse con vida o en activo un poco más tiempo que el vecino o compañero de viaje. El resto, fue silencio y exilio. La consecuencia tenebrosa de semejante política cultural totalitaria no logra superarse con facilidad. Antón Chéjov enunció en su día con una sentencia de acero la fatalidad de la cultura (y la sociedad) rusa: «Es difícil expulsar al esclavo que llevamos dentro.» (pág. 319).
Así pues, la obediencia al líder del partido no suponía una garantía de supervivencia. El número de casos de entusiastas publicistas caídos en desgracia por efecto de cambios en la nomenklatura, en personas y tendencias en los despachos del Kremlin o por simple capricho del supremo dirigente resulta abrumador, muchos de los cuales son minuciosamente descritos en el volumen. Los duelos materiales y los pulsos dialécticos que tuvieron lugar, por ejemplo, entre Máximo Gorki y José Stalin, así como, posteriormente, los que mantuvo Alexander Solzhenitsin con Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin, a fin de fijar el área del dominio a favor del magister o del minister, producen un espectáculo tan patético como demoledor para el verdadero destino de la cultura.
Recientemente, ha saltado a los medios la noticia de que el actual primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, antiguo responsable del KGB soviético, ha firmado un acuerdo con la viuda de Solzhenitsin por el cual una versión reducida de Archipiélago Gulag pasará a ser texto de lectura obligatoria en las escuelas del país. Acaso el fatalismo consustancial al alma rusa, y que los bardos nativos han cantado con tanto realismo, esté, al fin y a la postre, más que justificado.

miércoles, 26 de enero de 2011

LA ESPAÑA DE GARZÓN, BOTÍN Y OTROS EJEMPLARES



Todo parece indicar que el «caso Garzón» va camino de seguir brillando en la cartelera de espectáculos de la actual España en quiebra, y todo a cuenta de un juez poco corriente y con un ego más grande que el Banco Santander.  Y es que Garzón es un caso...
Esta singular tragicomedia de odio y ambición color carmesí afecta, en primer lugar, a las conductas del propio magistrado-juez puestas en tela de juicio, pero, al mismo tiempo, concierne a quienes por su acción u omisión se sirven de los poderes de aquél para promover otras causas o para rematarlas, según convenga. Son los personajes secundarios de la trama, acompañados por el coro ditirámbico, como corresponde a una tragedia clásica. En el reparto brilla algún personaje público bastante conocido y poderoso. Y en la masa coral descuellan bastantes sindicalistas liberados o de actividades diversas, mucho artista de variedades sin ocupación ni estabilidad, algún ex fiscal más bermejo que un ministro socialista furtivo y los habituales en estos actos, más que nada para hacer bulto y ruido.
La puesta en escena del libreto está servida en varios actos. En una columna anterior, reseñamos el primero, a propósito del enjuiciamiento por el Tribunal Supremo de la particular guerra, ilegal e ilegítima, de Garzón contra el antiguo régimen. En el segundo acto, ambientado en Nueva York durante los años 2005 y 2006, el juez (convincente actor) hace como que imparte conferencias y estudia inglés, mientras aparecen cobros bajo sospecha. No faltan ahí los enredos y las escenas chocantes, con una funcionaria que pasa por asistente y algún familiar polizón que ha viajado de gorra. Pero, de pronto, irrumpe en escena un importante banquero y la cosa se pone más seria.
El presidente del Banco Santander, Emilio Botín (denominado en el sumario-guión «Querido Emilio»), fue llamado a declarar por el Supremo el día 12 de mayo, de momento sólo en calidad de testigo. Según el expediente en curso, el máximo directivo de la entidad bancaria autorizó la financiación de sendos ciclos de actuaciones del magistrado-juez, después de ser solicitada por éste, quien a su vez seguía cobrando la nómina de juez de la Audiencia Nacional. Cinco meses después, tras hacer las Américas y  reincorporado al Juzgado del que sigue siendo titular, llega a la mesa de Garzón una querella contra Botín, la cual acepta, pero para, a continuación, no admitirla a trámite y, en consecuencia, archivarla.
Situación tan turbia no es, sin embargo, excepcional ni extraordinaria. Según la Memoria de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) correspondiente al año 2008 (última hecha pública hasta hoy), las consultas más frecuentes realizadas por los inversores, en relación a actuaciones financieras irregulares, se referían a los «casos» de Lehman Brothers, Madoff y Banif Inmobiliario, de los que tampoco es ajeno el banco presidido por Emilio Botín. Por otra parte, la Audiencia Provincial de Barcelona ha condenado recientemente al consejero delegado del Banco Santander y ex presidente de Banesto, Alfredo Saénz) a seis meses de prisión por un delito de acusación y denuncia falsa contra clientes de la entidad con deudas. [Una reciente sentencia del Tribunal Supremo ha confirmado la sentencia anterior, aumentando incluso las penas a imponer al condenado]. Más morbo, imposible.
Aquí el verdadero «caso» es que en un país, presuntamente moderno y avanzado, un magistrado-juez y el presidente de un banco —cada uno, en su respectivo dominio, number one en poderío y proyección nacional e internacional— se ven involucrados en una misma causa judicial sobre prevaricación y cohecho. En esta tramoya, en fin, el problema está en la estrella, pero también en el reparto y en los que hacen coro.  Si, después de todo, Garzón y Botín son sólo buenos amigos que se hacen mutuos favores, eso es asunto que el Tribunal Supremo deberá decidir.
Llegados a este punto, pánico en la escena, alboroto general y zafarrancho de combate. «Haz como yo. ¡Cámbiate para ganar!», grita el trágico coro el lema de la última campaña publicitaria del Banco Santander. Y es que, dice también la letra, «sus colores hablan de su historia, de su ambición…». Tan alto y claro canta el orfeón que sus voces pugnan por ahogar o amortiguar en la sala las necesarias explicaciones de Garzón, Botín y compañía.


El presente artículo fue publicado como columna de Opinión en el diario digital Factual.es (hoy desaparecido), el 25 de abril de 2010, bajo el título de «Garzón, Botín & Cía.». Algunos acontecimientos recientes aconsejan ahora desempolvarlo y ponerlo al día.

martes, 25 de enero de 2011

PARIS, ENCORE! (y 3)


5
Ciudad burguesa y conservadora donde las haya, por más que la alboroten revoluciones y revueltas, París, para seguir manteniendo el aura, ha aprendido a demarcar con gran habilidad el campo de los vicios privados y el de las virtudes públicas. Lo ha aprendido desde hace siglos. París podrá ser ciudad loca y frenética, mas no desvergonzada. Todo ello a pesar de las apariencias, y no tanto por ser recatada como por ser decorosa. Se sabe tan bella y seductora que le repugna la afectación y el amaneramiento. No tiene el descaro de Berlín, el exhibicionismo de Venecia, tampoco la audacia desinhibida y renovadora de Nueva York.
En París, durante el siglo XVIII, el libertinaje y el atrevimiento quedaban reservados al dominio de las alcobas y los salones. Al teatro y a la ópera las damas y los caballeros acudían para ser vistos, no para provocar. Posteriormente, a partir del siglo XIX, el rostro frívolo de la ciudad se paseó por las calles y bulevares, abriéndose el camino a la fama. La frivolidad brillaba en los cafés, los clubes y los ateliers, donde empezaron a concentrarse las vanguardias que soñaban con épater le bourgeois mientras encendían una pipa.
Hoy, comoquiera que el descoque de las coquettes ya no es lo que era, el área de Pigalle o de la Rue St. Denis resultan tan escandalosos y excitantes como lo pueda ser el Times Square neoyorquino, edificio Disney incluido. Tan tenebroso y canalla como el Soho londinense de la posmodernidad, por hacer sólo dos comparaciones no odiosas, sino dos pequeñas odiseas en la gran ciudad. El parisiense ya no se asombra de nada. En realidad, cartesiano de vieja escuela, es poco impresionable. ¡Cómo pretender escandalizar al parisiense medio con destapes de medio pelo, con mensajes surrealistas, cubistas o dadaístas, con proclamas sesentayochistas, si para él ver caminar por la calle a un señor de traje gris, cartera de cocodrilo agarrada en la mano y una baguette de metro de largo bajo el sobaco, mordisqueada la punta, se le antoja la estampa típica de París, del París de toda la vida, algo de lo más natural!
No hay aquí flema de británico sino genuino savoir vivre francés, contención y rigidez. No son éstas poses ni posturas, sino unas costuras a punto de estallar a la menor presión que reciban, repitiendo, si es menester, otra toma de la Bastilla. En la actualidad, y ya que estamos en la zona, tal vez estaría justificado el asalto a la construcción que ocupa el lugar de la Bastilla, ese edificio de espanto de acoge la nueva Ópera, espacio idóneo para fantasmadas, inaugurado significativamente el año 1989 en la plaza levantisca, doscientos años después de ser azotada por un terrible vendaval que despeinó miles de cabezas.
Ya a nadie fascina, por lo demás, la bohemia ni la intelectualidad de verbo agitado y punzante. Y muy pocos encontrarán rastros fidedignos de ese heroico pasado de boina, bufanda y caballete al hombro en Montmartre o incluso en Montparnasse. En estas zonas de París, quien hoy en día lleve boina es señalado de inmediato como rústico visitante de provincias, un paysan despistado y bastante perdido en la cité. Quien arrastre un grueso volumen bajo el brazo, apuesto que no será un discípulo de Sartre, sino muy probablemente un opositor a notarías. Y, en fin, la colina coronada por la pálida iglesia del Sacré-Coeur está ocupada desde hace años por grupos de jóvenes turistas escolares tendidos sobre las escalinatas y tentados a posar para una caricatura. Ha pasado a convertirse en uno más de los miles de puntos turísticos del planeta. En una imagen de postal con mucho postín.
Quien desee visitar las nuevas tendencias artísticas debe acudir a otros lugares. Por ejemplo, a la zona de las galerías de arte que circundan la rue St. André des Arts, extendiéndose hasta el Quai Malaquais. En este punto, puede encontrarse a artistas que no beben café para la ocasión. Con mucho stilo presiden inauguraciones con una copa de borgoña en una mano y un canapé de foie en la otra.

Montparnasse, por su parte, por el camino de la rive gauche, ha experimentado en las últimas décadas severas transformaciones, urbanísticas y poblacionales, que le han arrebatado el título de barrio de moda. Ayer, barrio frecuentado por artistas e intelectuales, que laboraban alternativamente en los ateliers y en los cafés, ofrece hoy el aspecto de una gris y recoleta zona residencial, donde sólo el boulevard de Montparnasse sigue marcando el ritmo y el tráfago de una gran ciudad, con sus afamados restaurantes, cafeterías y algunas resistentes salas de cine. El célebre restaurant La Coupole no ha visto disminuida la clientela, ni su elegancia ni su elaborada cocina. Pero, desde que perdió como comensales habituales a Sartre y a Simone de Beauvoir, su valor actual ha pasado a ser más que nada, ay, nostálgico.
En las mesas de mármol del café Flore y de Les Deux Magots en St. Germain-des-Prés ya no acuden escritores a pergeñar novelas, ni filósofos a ensayar estudios sobre fenomenología, ni músicos para componer óperas con ballet. Tan sólo hay turistas cumplimentando postales turísticas y sorbiendo un té con menta. Ni la literatura ni el pensamiento ni la ópera deben lamentarse de ello. Los poetas escriben en casa, los filósofos dan clase a alumnos desmotivados y los músicos rasgan la guitarra en el metro.
En la ciudad de la moda, donde antes pasaba de todo, ahora, todo tiene que pasar. La ciudad de la pasarela ha hecho gala, últimamente, en Francia de estar dispuesta al prêt-à-porter, al rompe y rasga. Dando un gran paso desde la Monarquía a la República, la ciudad de la Corte se ha especializado, con el tiempo, en la confección de bienes tangibles y perecederos. Todo, menos ese bien absolutista, imperecedero, que es París.

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Todo pasa en la pasarela de París, cierto. Menos la gastronomía. El arte de las cazuelas, las sartenes y las salsas, siempre quedará. Si  no, París ya no sería una fiesta ni un festín. Comer en París (en Francia) es todavía un objetivo esencial, un propósito sin enmienda. Los parisienses, gracias a Dios, siguen fieles al ritual de la buena mesa y de la reposada sobremesa.
Si sabe uno precaverse y evitar los establecimientos de restauración destinados a grupos organizados, así como los ubicados en las grandes avenidas y puntos turísticos, con algo de intuición y mucho olfato, no resulta difícil localizar en París un buen restaurante y comer bien. Sólo así podrá decir que se ha estado, de verdad, en París. Existen en la ciudad del Sena muy buenas y fiables casas de comidas y cenas. Las mejores no suelen encontrarse en las guías turísticas, ni compiten necesariamente por las estrellas Michelin. ¿Dónde encontrarlas? Pequeña o mediana calle adyacente a un bulevar con pequeños restaurantes alineados en ambas aceras (por ejemplo, rue de Cherche Midi, cruce con boulevard Raspail), carta a la vista y escrita a mano, luces concentradas en las mesas, el comedor a la vista del viandante y la cocina, a la de los comensales. Et voilà! Elija, tiene usted grandes posibilidades de escoger acertadamente y de quedar plenamente satisfecho.
Los parisienses, amantes del paseo y la pasarela, conservan la tradición de sentarse en las terrazas de los cafés desde donde ven la vida pasar. Haga frío o calor, por el día o la noche, ocupan las aceras frente a una taza de café, una copa de vino o un pernaud. Y allí, bajo los toldos o refugiados en las peceras/escaparates del interior/exterior que suplen en invierno las terrazas abiertas, buscan el tiempo perdido. Atrapados en la nostalgia, no abandonan la plaza, por más que el camarero les urja a dejar el sitio libre. En este final del invierno e inicio de la primavera del año 2000, las temperaturas y el viento gélido correspondían más a la primera estación citada que a la segunda. Pocas terrazas/peceras presentaban, sin embargo, sillas vacías, aunque la noche se hubiese adueñado de la ciudad, aunque estuviésemos a cero grados. La eternidad se ha instalado en estas pacíficas trincheras de París, para quedarse.
Bajo potentes estufas, los defensores de la plaza de París se arrebujan en la primera línea del frente ciudadano. Muy bien avenidos, por la cercanía de las mesillas minúsculas circulares de los locales, en promiscuidad, los usuarios de cafés, bares y restaurantes en París, en toda Francia, conocen la fraternidad de primera mano.
Sólo puede uno tomar asiento y ocupar una mesa después de que el camarero, con habilidad fortalecida por la repetición, la haya desplazado hacia delante, pasar y volver a ponerla en su lugar. Acomodarse en el asiento corrido de espaldas a la pared —asiento conocido como «asiento a la francesa»— no es, pues, tarea fácil ni cómoda. Quien le toca en suerte situarse frente a la bancada —un caballero si va acompañado de una señora—, sentado sobre una ligera silla de madera, no se pierde nada del espectáculo circundante, pues grandes espejos fijados a las paredes le permiten ver reflejado los trajines del local sin tener que girar la cabeza, actitud que, además de poco elegante, pude producir dolorosas contracturas de cuello. Similar maniobra estratégica de mesas y sillas deberá hacerse cuando el comensal —o dama que come en la sala— pretenda salir del agujero, con cuidado de no derribar en la operación la circunscripción vecina ni desbaratar las piezas que milagrosamente conviven en las circunferencias circunscritas que en París tienen por mesas. Mejor sería decir «mesillas».
Apretujados y constreñidos, acodados en la barra o con un pie dentro y el otro en la calzada, comoquiera que sea, los parisienses adoran los templos de la restauración. Ofician allí el culto de ver y beber, de ser vistos y de comerse con los ojos a los/las transeúntes, en el interior o en el exterior, la ceremonia de conversar a viva voz, de citarse en estas demarcaciones, de decirse ¡hola! y ¡adiós! (salut!, au revoir!), de pasar el tiempo en compañía, codo con codo con la ciudadanía, en la república de las musas y las mesas. No  me pregunte el lector por qué razón. Razón, alguna habrá, de eso estoy seguro, aunque se me escapa. Una razón será, creo, no muy distinta a aquella que explique por qué el parisino adora mojar el pan untado con mantequilla en el café con leche.
7
La línea 1 del metro de París tiene su última parada en la estación Chateau de Vincennes, fuera ya de la delimitación de la urbe, a pocos kilómetros de distancia, a escasos diez minutos del centre ville. No pude resistirme a llevar a cabo mi particular «ruta de Vincennes», como la que realizó Jean-Jacques Rousseau hace dos siglos y medio en la visita que hizo a Denis Diderot a esta fortaleza. Por entonces, Diderot estaba preso en la torre. De camino a Vincennes, Rousseau sintió, de pronto, la iluminación que le convirtió en otro hombre, según propia confesión, en un hombre para las letras y para la posteridad, malgrè lui. A Rousseau le llevó media jornada cubrir el recorrido caminando, mientras yo lo completaba ahora, montado en el metro, en un santiamén.
No creo que el autor de El contrato social apreciara esta diferencia de tiempo como un «progreso de las ciencias y las artes», del que tanto sospechaba. Tal vez tuviera razón, después de todo: él tuvo tiempo para madurar un soberbio proyecto de transformación de la humanidad, al tiempo que iba leyendo en el camino el Mercure de France, mientras que yo no tuve ocasión ni de completar una línea del crucigrama del periódico. Es ésta una afición que los parisienses practican con una constancia y equilibrio envidiables, sorteando con habilidad el tumulto de empellones, sustantivos, pisotones y adjetivos que acompaña este deporte de las palabras.
El castillo de Vincennes se encontraba en obras de restauración, de modo que me fue imposible acceder a la torre (donjon). Me conformé contemplando aquel entorno sereno que había servido en el pasado de palacio real, presidio y arsenal militar (no al mismo tiempo, creo), dejándome llenar de ensoñaciones de paseante solitario, como mi célebre predecesor.
París, ciudad de caminantes y paseantes. Ciertamente, a todos impresionan sus monumentos; a la mayoría les apasiona su cocina y sus vinos; a algunos, incluso les fascina su historia. A mí, sin menospreciar estos grandes atractivos, lo que me atrae de París, por encima de todo, son sus paseos. Los caminos de París reciben tantos nombres como posibilidades existen, que aquí, claro está, habría que denominar, en rigor, «viabilidades». El viandante tiene ante sí una amplia y atractiva gama: rue, avenue, boulevard, faubourg, place, square, route, quai, impasse, passage o jardin.
Solo o en un pas a deux, cada vía y cada recorrido tienen su encanto, asegurando un particular recuerdo, una viva experiencia. No importa demasiado el itinerario a elegir. En todos los rincones de París puede uno reconocerse a sí mismo; incluso —¡ciudad cosmopolita!— reconocer a gente famosa y hasta a algún conocido.

Si vas a París, lector, no es imposible que nos tropecemos en algunos de sus muchos museos, cafés o restaurantes. Pero, si sabes con seguridad que estoy allí y deseas encontrarte conmigo, lo mejor que puedes hacer es acercarte al atardecer a las orillas del Sena, cerca de Île de la Cité, entre el Pont Neuf y el Quai de l´Archevêché, preferentemente a espaldas de Notre Dame, allí donde el tiempo se instala en el alma y permanece. Allí donde París es aún París. Allí me encontrarás.

Invierno-primavera de 2000

sábado, 22 de enero de 2011

«EL DESMORONAMIENTO DE ESPAÑA»: INFORME RECARTE 2


Alberto Recarte, El desmoronamiento de España. La salida de la crisis y la política de reformas, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, 548 páginas.

A mediados del año 2008, comenzaba a publicarse por entregas el «Informe Recarte» en el diario Libertad Digital, firmado por Alberto Recarte. Fue tal el impacto y la repercusión del estudio económico que acabo editándose en libro bajo el título El Informe Recarte 2009. La economía española y la crisis internacional (La Esfera de los Libros). El volumen se estructuraba alrededor de tres ejes: los orígenes de la crisis internacional, la crisis económica española y un capítulo de conclusiones. El trabajo sobresalía, además del rigor de su análisis, por su apartidismo, dado que la diagnosis y las propuestas allí formuladas iban destinadas a todo el arco parlamentario español, sin excepción, y a la opinión pública, en general.
Recarte sugería acometer inmediatas y profundas reformas estructurales en España a fin de aminorar los efectos de la Crisis económica, la mayor de los últimos ochenta años, la cual avanzaba con la fuerza destructiva de un huracán. Por entonces, se celebraban elecciones generales en España. El Partido Socialista, fuerza política más votada por los votantes, que renovada así la permanencia en el Gobierno, seguía negando que hubiera crisis y que, de haberla, no afectaría a nuestro país. Mientras tanto, tachaba de «antipatriotas» a quienes hablaban de «la crisis».

«El desmoronamiento de España» —el «Informe Recarte 2»— hace balance y predicción de la situación social y económica española, un año después del estudio precedente. Comoquiera que, según el refranero, a la fuerza ahorcan, la crisis, finalmente, ha sido reconocida en las altas esferas del poder. Las reformas estructurales demandadas, sin embargo, no han sido realizadas, ni en la extensión ni con la intensidad que eran (y son) necesarias. Las medidas urgentes de ajuste tomadas por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en mayo de 2010 fueron motivadas por la intervención de instituciones y autoridades internacionales ante la perspectiva inmediata de quiebra total en España. Las medidas puestas en marcha, en cualquier caso, son parciales y no afrontan el fondo del problema. Pero ¿cuál es, en esencia, el problema en España?

 La crisis y la recesión económica internacional continúan sin ser frenadas. En el marco de la Unión Europa y la Eurozona, la situación incluso ha empeorado como consecuencia del estallido de dos crisis más: la crisis de Deuda Pública o Soberana (que ha forzado, hasta la fecha, el «rescate» de dos países: Grecia e Irlanda) y la crisis de la Unión Monetaria, ante la debilidad del euro, expuesta incluso a su desaparición como moneda comunitaria. Con todo, el «Informe Recarte 2» incide en un aspecto crucial que singulariza el caso español, sintetizado en las primeras líneas del texto: «Este libro pretendía en origen detallar las reformas estructurales necesarias para superar la crisis de la economía española. Al poco de comenzar me encontré con que los problemas políticos y constitucionales eran tan profundos que sin resolverlos, al menos parcialmente, sería muy difícil que nuestra economía volviera a crecer.» (pág. 17).

El colapso de España adquiere un tinte principalmente político e institucional, sin cuya superación, la salida de la crisis económica resulta imposible de garantizar. ¿A qué problemas se refiere Recarte? La Monarquía ha dimitido de la función moderadora en la Jefatura del Estado, concedida, por mandato constitucional, a fin de arbitrar y moderar la vida política española; la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) hace años que ha dejado de practicarse; la politización del Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial crece hasta el punto de poner en riesgo la seguridad jurídica en el país (sin la cual, la inversión doméstica y extranjera retrocede, por citar sólo una de sus consecuencias); la democracia parlamentaria, consagrada en la Constitución de 1978, adopta cada día más la forma de una partitocracia, etcétera.

Pero, de entre todos los asuntos espinosos del panorama español, uno sobresale, poniendo en grave riesgo incluso la misma continuidad de la nación, motivo principal del título (y contenido) del volumen: El desmoronamiento de España. Nos referimos a la creciente deriva del «modelo territorial» español, el Estado de las Autonomías: «En España conviven un Estado unitario reducido, un Estado federal previsto en la Constitución, pero no declarado, y un Estado confederal, incompatible con la misma.» (pág. 31).
Semejante panorama interior, no sólo impide la unidad de mercado y la movilidad laboral en la propia nación, sino que el gasto desbocado y el descontrol financiero de las diecisiete Comunidades Autónomas amenaza la pervivencia del Estado de Bienestar, materialmente imposible de asegurar, y aun del Estado mismo.

Las propuestas del «Informe Recarte 2» podemos resumirlas en dos apartados:

 Primero, de orden estrictamente económico:

«Las reformas para alcanzar un cierto equilibrio económico y presupuestario tendrán que ser muy amplias:
1.      Organización política y administrativa.
2.      Reforma del sistema tributario.
3.      Reforma del gasto público y limitaciones al Estado de Bienestar.
4.      Menor intervención del gasto público en la economía.
5.      Reforma del sistema financiero.
6.      Reforma del mercado de trabajo.
7.      Reforma del sistema de pensiones.» (pág. 125).

Segundo, de orden político. Desmarcándose de cualquier iniciativa que pudiera suponer «dar marcha atrás en el tipo de sistema territorial que tenemos», Recarte ofrece la siguiente alternativa: «La otra reforma que parece imprescindible es la de convertir a España en un Estado federal, en el que cada autonomía recaude sus tributos y tenga un conjunto de competencias conocido e inalterable.» (pág. 45).

Libro riguroso y valiente, que entra en la complejidad del análisis económico sin retóricas ni concesiones a la divulgación, pero con la gran virtud de hacer comprensible al no especializado en la ciencia económica, la naturaleza —y ante todo— la gravedad del problema en España, la salida de la crisis y la política de reformas que la harían posible.



jueves, 20 de enero de 2011

¿DÓNDE VIVIR Y CUÁNDO?



En estos tiempos acerados, ásperos y destemplados, en esta hora de España en que no pocos españoles piensan en hacer las maletas y procurarse un aire menos viciado donde vivir, trabajar, tener amigos y no renunciar al bienestar, acaso sea momento oportuno para hacerse algunas preguntas, no exentas, lo sé, de cierta melancolía. Cuestiones que dedico con especial cariño a aquellos que, por el momento, resistiendo, se quedan (resistiéndonos, nos quedamos) en nuestra patria. A pesar de todo y de tantos.
¿Cuál es el mejor sitio para vivir? ¿Existe un momento idóneo, una «happy hour», para nuestra vida? Pregunto, digo, si existen lugares e instantes mejores o peores que otros, en los que poder realizarse como ser humano y ser feliz, en la medida de lo posible. O si ocurre, más bien, que es el propio individuo, a fin de cuentas, quien debe hacerse cargo plenamente de la situación, de su circunstancia. Y me respondo: es uno mismo quien tiene que buscarse un puesto en el mundo y encontrar el tiempo preciso en los que realizar el propio proyecto vital.
No existen espacios ni tiempos ideales, perfectos, insuperables. Por supuesto, que precisamos de un lugar adaptado a nuestra condición natural (necesitamos, por ejemplo, oxígeno para respirar), pero esta condición, siendo natural, no es suficiente para la vida humana. La naturaleza pone el medio, nosotros… echamos el resto.
Y lo filósofos, ¿qué tienen que decir al respecto? Repasemos unas pocas sentencias memorables:
«Toda tierra es habitable para el hombre sabio, porque el mundo entero es patria del alma buena.» (Demócrito).
Marco Aurelio enseña que «allí donde es posible vivir; es posible vivir bien.» (Meditaciones).
«Y no considero sitio malo —añade Francis Bacon— sólo donde el aire es malsano, sino también donde el aire es insuficiente.» (Ensayos).
Baruch de Spinoza, puntualiza, por su parte, que en cualquier ciudad que el hombre viva puede ser libre. (Tratado Teológico-Político). A pesar de las circunstancias. O acaso sea mejor decir: precisamente por las circunstancias.
Dice Leibniz, en fin, partiendo del optimismo metafísico que le caracteriza, que vivimos en el mejor de los mundos posibles. ¡Y luego algunos presumen de optimismo antropológico!
¿Quién tiene razón? Lo importante en filosofía no es tener razón, sino tener razones, y darlas a los demás. Busque cada uno su respuesta. He aquí una forma magnífica de ejercer la libertad. Esa actitud importa más que el dónde y el cuándo.

martes, 18 de enero de 2011

PARIS, ENCORE! (2)

 














3
París está dividido, administrativamente hablando, en distritos ordenados numéricamente, según una clasificación que pocos reconocen y a casi todos confunde, sobre todo al visitante. Sin embargo, los barrios tradicionales de la villa se reconocen por sí mismos. Todos tienen una personalidad urbana propia: Île de la Cité, Trocadero, Saint-Germain-des-Prés, L´Opera, Montparnasse, le Marais, Montmartre, el Barrio Latino...
Situarse en cada una de estas áreas parisienses significa visitar ciudades distintas, aunque estén fundidas en idéntico crisol. Poseer un vestigio común les proporciona un aire de familia inconfundible. Son las caras de París. Las distancias entre los barrios parisinos (dejamos a un lado el banlieue) son, en ocasiones, muy considerables. No importa; y no estoy pensando ahora en el veloz y muy eficiente gran metropolitano de la villa. Esta ciudad, más que en distritos o en barrios, la distingo por paseos. Así son las ciudades acogedoras (y las ágiles botas): hechas para caminar. Con nuestros pasos bombeamos sus fluidas arterias y, de paso, avivamos nuestro corazón.
El verdadero soberano de París es el flâneur. Su descubridor, el paseante. Ánimo y en marcha. Hay guías y revistas muy útiles sobre París donde hallar sitios y direcciones de interés. Le informan a uno acerca de datos que desconocía, ahorrándole así algunas caminatas. No obstante, los restaurantes donde mejor he comido, las tiendas que más me han seducido y los parajes, rincones, callejuelas, pasajes, de los que guardo mejor recuerdo han sido aquellos que han venido a mí, súbitamente, en vez de ir yo a ellos, premeditadamente. Se deja uno guiar por el instinto o la inercia, por sus propios pies, y acaba comprendiendo que en el viaje las piernas son más importantes (y sabias) que la cabeza. En ruta, fíate, pues, de tus piernas, porque sobre esta materia saben más de lo que uno piensa o cree.
No sé cómo ni por qué, pero esté donde esté, ocupado en lo que me retenga o me contenga, cuando estoy en París, principalmente al atardecer, mis pasos me trasladan inevitablemente a las orillas del Sena. En particular, al brazo que rodea Île de la Cité, desde el Pont Neuf  hasta le Quai de l´Archevêché, quedando a un lado St. Michel, y, al otro, la Place de l´Hôtel de la Ville y la Place du Châtelet, entre la orilla izquierda y la orilla derecha de la ciudad. En este espacio milagroso no me veo en el centro del mundo, poque bien sé que está más al oeste, al otro lado del océano Atlántico. Pero esto no es relevante ahora. Ahora, París es lo que cuenta.
En esta época del año —París en primavera —, los árboles que circundan los muelles del Sena no han echado aún las hojas. Sus ramas despojadas parecen encenderse en un fuego gris plateado que los hace elevarse y levitar, con la ayuda de las brumas que emergen de las aguas del río. Estas imágenes no cambian y permanecen en mi mente, lejos o cerca de París. Tanto cuando las percibo como cuando las evoco en la memoria, sé que París aún existe. Sé que París persiste.

4
Aunque lucha por resistir, París, en verdad, ya no es lo que era. Sin haber sufrido grandes transformaciones o renovaciones en las últimas décadas —como sí ha ocurrido, verbigracia, en Berlín—, París camina en busca del tiempo perdido, pero acaso su tiempo ya ha pasado, el tiempo de la bohemia, del esplendor y la grandiosidad. No deduzcamos de ello el ocaso de una ciudad, sino tan sólo una transición, aunque resulte muy dolorosa para la estimación nativa y la vanagloria nacional.
La ciudad que ha sido la primera urbe del orbe no se resigna al papel de villa, aunque viva y siga viviendo. Quien ha sido rey no se conforma fácilmente al rol de villano. Quienes han guillotinado a su propia reina, erigiendo en su lugar a Marianne —ciudadana agitadora a pecho abierto y a grito pelado— en emblema nacional republicano, tienen por fuerza que sufrir una crisis de identidad.
Napoleón llevó a Francia de la Revolución al Imperio, sin dejar de renunciar —al menos, en principio— a los objetivos de la Ilustración. Dos siglos más tarde, un presidente socialista de la República, con mucha voluntad de poder, y no menos carisma y caudillismo que De Gaulle, François Mitterrand, llega a constituirse en un novísimo faraón de corte posmoderna. A su manera, pretende actualizar la idea de lo que significa la grandiosidad, más allá de la grandeur perdida y siempre añorada. A continuación —rolando, rolando—, vendrán otros altos dignatarios con el mandato cívico de continuar la gesta. Mas, no será lo mismo. Porque en Francia, ciertamente, la grandeza imperial tampoco es lo que era.
Hoy la nostalgia ha asumido la dura tarea de hacer renacer la majestuosidad perdida a base de toneladas de megalomanía. Hogaño, los poetas no cantan al cementerio marino sino al cemento edificante. El encanto de París consistirá, a partir de ahora, en que no cambie demasiado ni venda el alma a los modernísimos constructores y promotores. En la villa per excellence, el todo le puede a la parte. Por tanto, arquitectónicamente hablando, competir aquí en alturas y larguras tiene escasas posibilidades de prosperar. París no es Nueva York.
Ahí está la Torre Eiffel, símbolo y tótem de la ciudad, para recordar a los parisienses hasta dónde se puede llegar... Sin embargo, a su sombra han crecido vanidosas aspiraciones. La Torre Montparnasse es un caso… De 209 metros sobre el suelo, el gigante de la rive gauche terminó de construirse en 1974, plantando cara al baluarte de Trocadero, en el otro extremo de la cité. Hiriendo de muerte, como una estocada fatal, a todo un barrio, encabezó una carrera de obstáculos arquitectónicos que ha sembrado París de extrañas especies, creciendo como setas, algunas, francamente, bastante venenosas.
Si es esto expresión del tiempo posmoderno, patrocinado en La Sorbona y los cafés de Saint-Michelle, digo yo que se le ha hecho a París un flaco favor, tanto en lo que toca al panorama urbanístico como al filosófico y cultural, en general. El amplio complejo alrededor del Arco de la Défense, otra expresión fastuosa de las llamadas «grandes obras», tiene al menos la virtud de haber sido erigido a las afueras de la ville, a distancia del Arco del Triunfo. Está en París, pero es como si no fuera París. Una especie de EuroDisney que en vez de centro de atracciones se extiende en una amplia explanada como centro de negocios, cual si fuese otra ciudad. De igual forma que ocurre con los dominios europeos de Mickey Mouse, defender hoy París exige inyectar flujo monetario a las arterias de París, a fin de que su corazón no cese de palpitar.
Ahí están, pues, los vellocinos de oro de la era deconstruccionista. Sí, pero a distancia, como quien no quiere la cosa, pero, ay, la necesita. Al norte de París florece, a su vez, el complejo futurista de la Villette, una magna combinación de parque de atracciones y metrópolis de las ciencias, que sirve de un solaz entretenimiento para todos los públicos. Bien está también, allá a lo lejos, completando la ciudad, pero sin perturbarla.
Otro proyecto más cuestionable, desde el punto de vista de las grandes edificaciones, es la nueva Biblioteca Nacional de Francia. Levantada a orillas del Sena, cerca de la estación de Austerlitz, alberga la ambición de ampliar el centro que acoja la rica colección de libros, grabados y publicaciones que hasta ahora estaba concentrada en la sede de la Rue de Richelieu. No he tenido oportunidad de consultar sus fondos editoriales ni de comprobar la presumible utilidad de los servicios que ofrece. La visita que hice al complejo se limitó a recorrer la explanada central y las instalaciones de la planta baja. La publicitada particularidad —y supuesta originalidad— de sus cuatro torres de acero y cristal en forma de libros abiertos, cubriendo los ángulos de un imaginario rectángulo enciclopédico, dejó en mi mente una impresión de decepción.
Los edificios que componen el complejo son francamente vulgares, debilitados por tanto minimalismo que se queda en tan poco. Los ventanales transparentes permiten contemplar un conjunto desordenado de presuntos anaqueles, unos al descubierto, otros cegados por pantallas o estores de color crema. Como biblioteca personal, podría estar bien, al gusto privativo de uno, al gusto de cada cual. Pero en su calidad de institución pública (¡nacional!) debería ajustarse a un criterio más popular y admitido, en lugar de alardear de producto colosal con la apariencia de ente menesteroso, todo ello muy costoso para el contribuyente. El perímetro del centro bibliotecario de París resulta a todas luces excesivo. La distancia entre las torres, sobrada, lo que aumenta la sensación de abandono y parquedad del entorno, de desolación. Los interiores son, por su parte, sombríos y fríos; los pasillos, luctuosos; los muros y las pasarelas revestidos de un metal grisáceo, tan lóbrego, que aquel que se aventura a atravesarlos revive con facilidad las sensaciones del atribulado personaje del Castillo de Kafka.
 La televisión, los vídeos, los CD-Rom y, sobre todo, internet permiten en la actualidad acceder con rapidez y comodidad a los fondos y archivos de las bibliotecas. ¿Para qué, entonces, tanto relieve, tanta grandiosidad, tanto gasto en la era digital, y, para mayor abundamiento, tan cerca del centre ville?
El conocimiento de una ciudad, su lectura, sus recorridos y paseos, la percepción de las edificaciones que la visten, precisan, ciertamente, de la cercanía, del contacto físico, de la estancia. El resto, es simulación de realidad, imposible de sustituir o suplantar. Las apariencias engañan, ¡vaya que sí! 
Antes de trasladarme a París contemplé la Biblioteca Nacional de Francia en fotos de periódicos y revistas: ¡qué interesante parecía en las publicaciones que la reproducían! Luego, que desilusión. Un caso contrario ocurre con la Pirámide de acceso al Museo del Louvre diseñada por el arquitecto I.M. Pei.

















Cuando tuve noticia de la construcción del artefacto arquitectónico en el patio de Napoleón, frente al pabellón del Reloj, no pude evitar un gesto de espanto, de consternación. No podía creerme de qué insolente manera le había colocado un grano cristalino con punta de acero a las narices de este palacio renacentista que ha padecido toda clase de vicisitudes durante su turbulenta existencia, al menos hasta convertirse en museo nacional/internacional, y ha variado su faz con añadidos circunstanciales no siempre muy inspirados. Pero, fue situarme físicamente ante el apéndice y se obró el milagro.
Si París vale una misa, váyase usted a ese portento que es Notre Dame, más hermosa y seductora en su extremo posterior, es decir, vista de nalgas, aunque semeje un insecto, o su esqueleto, que de frente. Pero, con seguridad, París bien vale una visita, tan sólo sea para comprobar la maravilla del «nuevo Louvre». Para admirar cómo el talento, la ciencia y el arte se han reunido en ese combinado milagroso de pasado y futuro, funcionalidad y exquisitez, clasicismo y modernidad, que es la Pirámide del Louvre. ¿Qué puedo añadir que reemplace su contemplación? Nada más. Hay que verlo para creerlo, pero verlo en el mismo París. La belleza en la arquitectura no se reconoce a distancia.
Continuará...
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