martes, 30 de noviembre de 2010

HÁBITO DE LA HABANA SIN VIVIR EN CUBA



Amir Valle, La Habana. Puerta de las Américas, Editorial ALMED, Granada, 2009, 423 páginas.

Amir Valle (Guantánamo, Cuba, 1967), escritor y periodista, es licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Pertenece a la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y a la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Es miembro, asimismo, de la Asociación Internacional de Escritores Policíacos (AIEP). Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales como reconocimiento a su dilatada obra, entre ellos: el Premio Nacional de Cuento «13 de Marzo» 1986, el Premio Nacional de Crítica Artística y Literaria José A. Portuondo 1998, el Premio Nacional de Novela Erótica «La Llama Doble» (en dos ocasiones) 2000 y 2002, el Premio Internacional de Novela «Mario Vargas Llosa» 2006 y, finalmente, el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007 por una de sus libros más conocidos, Jineteras, trabajo de investigación sobre el fenómeno actual de la prostitución en la isla, y que le llevó ser puesto en la lista negra de personajes bajo sospecha por las autoridades del régimen castrista.
Pero, no acaba ahí la negrura de la circunstancia que rodea la vida y la obra de Amir Valle. Su producción, tan rica como variada, aborda el género del periodismo y el ensayo, la novela y el cuento, aunque una de los temas a los que ha dedicado más tiempo y energía es el de la novela negra. Y fue, precisamente, a raíz de la promoción de una obra de este género cuando acontece un hecho dramático (aunque nada extraordinario en la Cuba de los últimos cincuenta años) en la biografía de nuestro autor, y que nos interesa ahora referir: la prohibición gubernamental de volver a la isla.
Con traza, asimismo, de novela negra relata Valle a continuación dichos acontecimientos en una entrevista concedida tras la publicación del libro objeto de la presente reseña, La Habana. Puerta de las Américas:
«En octubre del 2005 salí a España a presentar mi novela Santuario de sombras, que ya en ese año denunciaba un fenómeno que dos años más tarde se pondría de moda: el tráfico de personas entre Cuba y Estados Unidos vía marítima. Cuando llegó el momento de regresar, las autoridades migratorias cubanas me lo impidieron y comencé una lucha por regresar que no creo haber perdido porque mi caso quedó bien documentado por la prensa internacional como una violación más del gobierno cubano a la libertad de movimiento de los cubanos. Pero ya en el 2007 creí haber agotado todos los sitios de denuncia y desde entonces, hasta ahora mismo, vivo en Alemania, un país que me ha abierto las puertas de capital (vivo en Berlín) y de su cultura (tengo ya acá ocho libros míos traducidos al alemán). Lamentablemente, no he podido regresar a Cuba desde el 2005, pero he aprendido que ninguna tiranía te puede quitar algo que llevas contigo a donde quiera que vas. Y La Habana, Santiago, el pueblito Maceo donde pasé mi infancia, Guantánamo, Cuba entera, están conmigo siempre.»
Libro escrito por encargo durante su actual existencia expatriada en Berlín, La Habana. Puerta de las Américas, contiene todo lo que puede esperarse de un volumen de estas características: historia y geografía, crónica y cronología, itinerario de recorridos y estancias, memoria sentimental e intelectual de un espacio legendario. A los capítulos correspondientes a cada una de estas materias —«Las voces de la ciudad», «Crisol de culturas», «Una ciudad viva», etcétera— se le han añadido un «Glosario de términos cubanos» y un «Índice onomástico» muy prácticos.
Más que una superficial historia de la ciudad, un somero reportaje más sobre el Caribe o una guía para turistas y visitantes, el libro representa la biografía —íntima, y al mismo tiempo, abierta— del corazón de esa vieja dama, cumplidos ya los ocho siglos de existencia, que es Cuba. La Habana. Puerta de las Américas rastrea sus calles, plazas y rincones, sigue la pista de los héroes nacionales y la gente corriente, con la mirada emocionada de quien sabe de lo que habla y de quién esta hablando. Cuba es, en efecto, tierra fértil y pródiga, patria de José Martí, cantera de música mágica y de escritores inmortales.
País tan imaginario como real, que ha conocido el esplendor de los viejos tiempos, pero también de los tiempos modernos, Cuba, entre las naciones iberoamericanas, fue pionera en industrialización, hasta la llegada de la Revolución. Disfrutó de una etapa cosmopolita, animada por  casinos, salas de fiesta de nombres legendarios y muchos cines. Todo ello es aquí referido, ciertamente, con orgullo, pero sin sentimentalismo ni afectación, ni siquiera con rencor o despecho, después de todo. Tampoco con vanidad.
Con el orgullo habanero recorriendo sus venas, Valle no habla, en rigor, desde vanidad sino de «habanidad» (uno de los capítulos del libro lleva por título, justamente, «La típica Habanidad»), sin duda, en homenaje al maestro cubano Guillermo Cabrera Infante, quien fijó hace años este canto espiritual de La Habana: «Habanidad de habanidades, todo es habanidad.» Sin ningún tipo de duda, tanto para Valle como Cabrera Infante, La Habana (Cuba) no es más que eso: una fijación.
En el sitio oficial en Internet del autor cubano, puede leerse a modo de presentación esto que sigue:
«No habito Cuba: Cuba me habita. Y amo mi isla con la misma rabia en que la padezco. Amo su diversidad y padezco sus cegueras. Amo a Benny Moré y a Celia Cruz, a Fernando Ortiz y Moreno Fraginals, a Lezama Lima y Eugenio Florit, a Carpentier y Cabrera Infante, a Enrique Arredondo y Guillermo Álvarez Guédez; y padezco las razones absurdas que intentan negarle lo que son: patrimonio de todos los cubanos, por encima de credos, filiaciones, intolerancias y extremismos. Desde esa Cuba escribo.» He aquí, pues, su libro sobre Cuba.

A pesar de las circunstancias, Amir Valle, en las sucesivas actualizaciones de su página web, no ha corregido una coma de lo arriba escrito. Más que una formal declaración de principios, debe entenderse como la emotiva confesión del destino trágico, en el sentido más clásico de la expresión, de un escritor que relata su particular odisea. O también podríamos decir: el viaje de un narrador de raza para quien escribir «desde» Cuba significa todavía hoy escribir desde la nostalgia, desde el espacio dejado atrás, aunque no perdido.
Hoy, físicamente lejos de Cuba, pero anímicamente tan cerca de la isla que es su tesoro, Amir Valle acaba de terminar una nueva novela, esta vez no directamente relacionada con Cuba. El relato gira alrededor de la figura de Charles Chaplin, y en el que aparecen personajes tan distintos y distantes como Joseph Goebbels, el Ministro de Propaganda de Hitler; Marilyn Monroe, Joe Dimaggio, y una joven alemana de pasado neonazi. También Che Guevara tiene un papel en esa historia.
Y es que un cubano habanero de corazón, aun en la distancia y en el tiempo, aun transitando por no importa qué género literario o nación del mundo, jamás pierde el acento en el habla ni su devoción por la Puerta de las Américas, aunque lamentablemente, y hasta ahora, siga cerrada para Amir Valle.




domingo, 28 de noviembre de 2010

EL CEBO DE «LO SOCIAL» (y 3). SOCIALISMO EMPIEZA POR «SOCIAL»

A pesar de que la reconstrucción posmoderna de la izquierda comporta, más que nada, una recomposición interna del prontuario y léxico básico de combate, hay términos principales que se mantienen en la cumbre, intocables, acaso porque remiten a la raíz de su misma nomenclatura. Me refiero a «lo social». Mas, si para la nueva/vieja izquierda, todo es social (y « ¿qué hay de lo mío?»), ¿qué queda, en rigor, de lo individual? ¿Qué hay de la propiedad privada?
En el momento presente, ni la izquierda más rancia y apergaminada cae en la tentación de resucitar los añejos vocablos del vademécum marxista-leninista, ofreciendo al electorado de las sociedades modernas especies con olor a naftalina, del tipo «dictadura del proletariado», «revolución», «lucha de clases». Tal vez sí siga fijado, y petrificado, en semejante doctrinario de supervivencia algún canoso veterano de cuando el Mayo del 68, referente histórico que a un joven de hoy le sonará como a los de mi generación el Desastre de Anual, narrado por nuestros abuelos.
A pesar de las apariencias, las nuevas/viejas tribus rurales y urbanas del Progreso no vienen de los fríos Urales, ni de Stalingrado, aunque, como si vinieran. Aspiran a cambiarlo todo y a liquidar todas las tradiciones, menos las suyas. Por donde pasan ya no vuelve a crecer la hierba. Todas las construcciones nacionales y deconstrucciones postnacionales las hacen en nombre de lo patriótico (pero nunca hablan de la «Patria»), del Progreso, todo ello desde una sensibilísima conciencia social.
¿Qué tendrá de mágico y encantador eso de «lo social» que encandila a casi todos por igual? Para mí, que eso de «social» no viene a significar en la práctica otra cosa que «caro», «oneroso» y «tributario», un «valor añadido» que acabamos pagando todos los ciudadanos.
El palabro «social» fascina a muchos, a los socialistas de todos los bandos y doctrinas. Vergonzantes liberales hay que maquillan el propio concepto «liberal», con intención de presentarse ante el público con rostro (humano): “Liberal, pero con preocupaciones sociales”.
Leo en el diario ABC un documento que informa acerca del pensamiento y la sensibilidad del Papa Benedicto XVI, cuyo titular reza: «El socialismo democrático resulta cercano a la doctrina católica». El informe, según confiesan sus autores, entresaca algunos fragmentos de textos y declaraciones de Joseph Ratzinger a fin de salir al paso de las críticas lanzadas por aquellos que denuncian su «uniformismo» y «cerrazón». Por lo visto y leído, la acción de rescatar manifestaciones del nuevo Papa que revelan su «conciencia social», lo exoneraría y libraría de toda sospecha. Más aún, si, completando la mención del titular citado, recuerdan lo que a propósito del socialismo dijo un día la primera autoridad católica: «En todo caso, ha contribuido notablemente a la formación de una conciencia social».

Hace mucho tiempo, probablemente el socialismo fuese cercano al ideario cristiano, antes incluso de principios del siglo pasado, cuando Winston S. Churchill declaró lo siguiente: «Los socialistas, el partido extremo y revolucionario de los socialistas, son muy aficionados a decirnos que están reviviendo en la actualidad los mejores principios de la era cristiana«. Esto decía el gran estratega inglés en un discurso pronunciado en Cheetham (Manchester), año 1908. Mas no se pierda el lector el sutil y refinado «pero» que puntualiza el anterior aserto, como poniendo las cosas en su sitio: 

“Pero hay una gran diferencia entre los socialistas de la era cristiana y aquéllos cuyo apóstol es Victor Grayson [célebre orador del laborismo inglés convertido en polémico parlamentario]. El socialismo de la era cristiana se basaba en la idea de que «todo lo mío es tuyo»; en cambio, el socialismo del señor Grayson parte de la idea de que «todo lo tuyo es mío» (Vítores). Incluso me atrevo a afirmar que jamás conseguirá una verdadera ventaja para la masa del pueblo un movimiento que se basa en tanto resentimiento y tanta envidia como el actual movimiento socialista en manos de extremistas.”
(“¡No nos rendiremos jamás!”. Los mejores discursos de Winston S. Churchill).
A José Ortega y Gasset se le antoja, asimismo, pasable ese propósito tan igualitario y solidario de dar uno lo que tiene al otro, y complacerse de los bienes que favorecen la distribución comunitaria de lo bueno, sobre todo, de procedencia espiritual: no otra cosa significan la cultura y la comunicación humana trasmitidas de generación en generación por medio del trato humano y la educación entre semejantes. Ahora bien, lo que no tiene pase, lo que se le antoja intolerable a nuestro primer filósofo, es verse coaccionado sin remisión a asumir y compartir lo que los demás tienen y degustan.
He aquí, según Ortega, la amenaza última y más severa que acarrea la socialización:
«La socialización del hombre es una tarea pavorosa. Porque no se contenta con exigirme que lo mío sea para los demás —propósito excelente que no me causa enojo alguno—, sino que me obliga a que lo de los demás sea mío. Por ejemplo: a que adopte las ideas y los gustos de los demás, de todos.»
El «interés nacional», el «bien público», el patriotismo, la solidaridad, el «fin social», sólo pueden ser admitidos, si no son utilizados para arremeter (demasiado) contra la real soberanía del individuo, su constitución y libertad de acción, hasta llegar a anularlas. Frente a lo que sostiene cierta escuela absolutista de la alteridad diríase que el Otro no tiene por qué ser necesariamente mejor que uno mismo, aunque sí sea incuestionable que los otros son siempre más que uno.
Esta verdad aritmética, esta certeza estadística, cuando crece, se espesa en la masa y aterriza cómodamente, por ejemplo, en la máxima «Hacienda somos todos», revela sólo preponderancia y prepotencia, pero jamás un valor.
La exaltación de «lo social» nos sale, en suma y a fin de cuentas, muy cara, no sólo para nuestros bolsillos. Teje («tejido social») una profunda animadversión y un agresivo resentimiento contra el individuo y la libertad que acaban por arrollarlos. Tales sentimientos derivan, sin duda, de un estadio anterior al político:

«El odio al liberalismo no procede de otra fuente. Porque el liberalismo antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino.»
(J. Ortega y Gasset, «Socialización del hombre»).
Cuando el actual movimiento socialista en manos de extremistas apela a «lo social» con el fin de inmiscuirse en la vida privada de las personas, sus ideas y creencias, sus bienes y propiedades, su ámbito de intimidad, sus silencios, retiros y reservas, hace lo que siempre hacen los enemigos de la libertad: que el todo se entienda como un ente superior a las partes que lo constituyen.
¿Y qué decir del Estado, máxima expresión de «lo social» revestido de política? Responde J. S. Mill: «El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen» (Sobre la libertad).

¿Socialismo? ¿Social? Por ahí se empieza.
Y es que si todo lo mío es tuyo y lo de los demás ha de ser necesariamente mío, en verdad, me pregunto: ay, ¿qué será de mí?




El presente artículo fue publicado inicialmente en el Suplemento Ideas de Libertad Digital, bajo el título de «Socialismo viene de social» (26 de abril de 2005). Ofrezco ahora una versión resumida del mismo. Para consultar el ensayo en su integridad:



viernes, 26 de noviembre de 2010

LAS CHICAS DE LA TARJETA ROJA

   
Antes, las chicas de la Cruz Roja mandaban, al menos, una vez al año en España. En el Día de la Banderita, se convertían en las reinas de la ciudad, solicitando amablemente al viandante un donativo, por poco que fuera, para una buena causa.
Ahora, quienes mandan en España son las chicas de la tarjeta roja, porque eso de la cruz y la banderita lo consideran pasado de moda, además de franquista. Mandan tanto que han llegado incluso al Gobierno. Y no para gobernar, sino para mandar fuera del campo a todo aquel que no juega en su equipo ni el partido que a ellas les gusta. En tal caso, le sacan al sospechoso la tarjeta roja y lo envían al banquillo, que es como han dejado al Banco de España, para que allí le pongan no una banderita, sino una banderilla.
Ayer, las chicas de la bandera roja promovían la lucha de clases. Hoy, las chicas de la tarjeta roja promueven la lucha contra el macho, porque es muy malo. Muy feministas y progresistas, incitan a la rebelión dentro de las familias, siembran la cizaña y la discordia entre los «conyugues», entre maridos y mujeres, entre padres e hijos, entre abuelos y nietos.
Desde que han llegado al poder, han aumentado los casos de violencia doméstica, sin contar los abortos. ¡Qué más da! Ellas están en otra guerra. Las chicas de la tarjeta roja luchan contra la «violencia de género» y contra la «violencia machista».

miércoles, 24 de noviembre de 2010

LO PROMETIDO ES... DEUDA



LO PROMETIDO ES DEUDA, más deuda pública, mayor déficit público y cinco millones de parados. Lo prometido es quiebra política, económica, social y nacional en España.
ZP pedía en las pasadas elecciones «motivos para creer», porque el Presidente cree mucho en el Progreso. Y once millones de españoles creyeron en él. Y en ésas estamos.
Laico, más que laico, ZP es like a rolling stone. Duro de roer, rodante como una avalancha. Acaba de afirmar que cree en lo que hace y que nada lo va a parar. O sea, que todos los españoles lo vamos a pagar.
Reza cada día, no mirando hacia la Meca, su perspectiva habitual, sino esta vez a la Comisión Europea y al Fondo Monetario Internacional. Implora: «perdónanos nuestras deudas». Amén.

lunes, 22 de noviembre de 2010

EL ORGULLO DE ESTOCOLMO (y 3)

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He aquí una nación de conquistadores con escasa disposición para la seducción. Acaso pueda encontrarse en este rasgo del carácter histórico una de las razones del déficit urbano de sus villas, en particular, Estocolmo. Agotado el ciclo de las embestidas bárbaras al final de la Edad Media, Suecia recoge velas, regresa a puerto e renueva contactos con los países limítrofes, unas veces por medios comerciales (la Liga Hanséatica) y otras por vías militares (uniones y desuniones escandinavas). Los límites y las distancias quedan marcados. Comienza aquí una larga apuesta por el aislamiento y la neutralidad, a pesar de la seria amenaza que supone la expansión alemana durante la Segunda Guerra Mundial, resuelta mediante una diplomacia de emergencia muy permisividad para con los planes del Tercer Reich. Posteriormente, la recurrente crisis económica finalmente les condujo, no sin grandes reservas, a formar parte de la Unión Europea en 1995.
Junto al aguacero, las nieves y los arenques, el orgullo de Estocolmo, y de Suecia en su conjunto, se funda en el Estado del Bienestar. Hinchan pecho escandinavo al hablar del llamado «modelo sueco» de Estado. No importa que el modelo en cuestión haya provocado graves quebrantos a la economía nacional, que la población retroceda posiciones socialdemócratas al comprobar cómo la mitad de sus ingresos se queda en las oficinas públicas de recaudación o que los gabinetes liberal-conservadores, aupados al poder a partir del año 1991, hayan introducido unas políticas fiscales menos voraces. Da igual: el orgullo no entiende de razones ni de balances económicos. La utopía encuentra aquí su sitio ideal, un no-lugar donde todo es agua, como en la categorización filosófica de Tales de Mileto.
En Estocolmo, la socialdemocracia y el ecologismo se venden de cara al público visitante junto a las postales turísticas, los cascos vikingos y agua embotellada. El día que visité el flamante Ayuntamiento de Estocolmo me vi obligado a unirme a un grupo de turistas para poder recorrer sus salas, pues el acceso sólo era posible por medio de «visitas guiadas»: prohibido el libre acceso y el libre tránsito. Me sumé, pues, a una tropa de compatriotas que estaban a punto de entrar, comandados por una enérgica auriga sueca.
No presté mucha atención a las mecánicas explicaciones que voceaba la guía de turno, hasta que determinados comentarios llamaron mi atención. Tras un resumen de folleto sobre los mosaicos de la Gyllene salen (sala dorada) y sobre el tradicional banquete con el que se agasaja todos los años en este lugar a los galardonados por los Premios Nobel, de pronto la perorata derivó a una suerte de alocución laborista acerca de los milagros obrados por socialdemocracia en el país. Me aproximé a la improvisada profesora de sociales con el fin de no perder palabra. Pero el desplome de un anciano al fondo de la sala, quien perdía el hato, como quien pierde el tren, a la cola de su correspondiente bandada, provocó una estampida de una parte de la nuestra urgida de atender al veterano trotamundos. Pocos brazos bastaron para devolver al accidentado a la posición vertical y a su inagotable trotar, pero muchas piernas aprovecharon la confusión para asaltar el lavabo. Se impuso, pues, un receso en la conferencia, lo que aproveché para hacerme sitio junto a la monitora, abandonada por su camada, y arrancarle algunas respuestas.
— Decía usted que todo ciudadano sueco ha conquistado el nivel de bienestar gracias el «modelo» socialdemócrata, pero ¿son felices los suecos?
— Es usted del «paquete español», ¿verdad? Bien, no se inquiete, aquí las cosas funcionan y la vida es segura.
— ¿Qué me dice del asesinato de Olof Palme?
— ¡Qué fatalidad! Sí, algo inconcebible aquí. No se sabe lo que, realmente, ocurrió. Parece ser que el asesino no era sueco sino, ya sabe…, extraño — Vaciló unos instantes por el término utilizado, tal vez estaba traduciendo mentalmente del sueco al inglés y del inglés al español, pero reaccionó en el acto al ver cómo recuperaba la integridad del rebaño— Ah, ya estamos todos. Síganme, no se pierdan. Vamos a ver los jardines, son una maravilla.
Quedé pensativo, intentando, por mi parte, reconstruir el argumento de mi guía material porque me había perdido la conclusión. Cuando regresé del breve ensimismamiento, el grupo al que había sido incorporado había desaparecido. Estaba ahora rodeado de turistas japoneses, junto a su correspondiente guía, quién repetía el formulario turístico en el idioma apropiado para los presentes. El pelotón nipón me miraba como a un… extraño (¿un posible criminal?), dudando si hacerme una fotografía o llamar al servicio de seguridad. Discretamente, busqué la salida. Todavía no había visitado los maravillosos jardines del consistorio. Pero, estaba próxima la hora (escandinava) de almorzar.

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Las costumbres de los ciudadanos suecos son, por lo general, austeras. En Estocolmo advertí una notoria despreocupación por la indumentaria ni por la gastronomía (no estamos en Italia ni en Francia o España). Los escaparates de tiendas de moda no ofrecían un muestrario muy atractivo, y en ellos hay que fijarse en las marcas extranjeras para encontrar un refinado diseño de vestuario. Tampoco hay memorables templos de restauración. Aquí se impone el prêt-à-porter y la comida rápida. El autoservicio es el modelo nacional de restaurang, con un menú poco variado, escrito con tiza en una pizarra. Los cubiertos y las servilletas (de papel) tiene el cliente que ir a buscarlos en el mostrador. Allí se sirve uno mismo las ensaladas, retorna a la mesa (si ha logrado hacerse un sitio) y espera que le traigan lo ordenado, salmón o arenques, muy ricos, eso sí.
El vino (de importación) resulta bastante caro, y la cerveza nacional es no tan estimable como la producida en Alemania o los Países Bajos. Ante esta perspectiva, los habitantes de Estocolmo beben agua en las comidas, siempre el agua, que toman de grandes jarras sobre las mesas para que el cliente se sirva a discreción. Me refiero a agua corriente, agua del grifo, quiero decir, de cuya potabilidad, calidad y buen sabor los nativos están muy orgullosos. El agua de la laguna de Estocolmo es tan pura que puede beberse de un trago. El camarero te mira muy sorprendido si solicitas agua mineral embotellada, haciéndote observar —tal vez dolidos en su amor propio— que el agua aquí es muy buena. Ah, el orgullo de Estocolmo.
 Para orgullos, culinarios y patrióticos, y como contrapunto a la oriunda sobriedad, ahí está el smörgârbord, ágape nacional sueco. A fin de probarlo para poder contarlo, me hice el honor de reservar mesa en el Grands Veranda, el espectacular restaurante del Gran Hotel con vistas al puerto y al Palacio Real. El célebre plato, en realidad, consiste en muchos platos, en una especie de gran buffet, compendio de las delicias gastronómicas suecas, desde los arenques marinados, el salmón ahumado, y toda clase de pescados cocidos al vapor u horneados, hasta las carnes preparadas con adobo y primor, albóndigas, roastbeef, asados, tajadas de alce y reno, tabla de quesos y postres variados. Finalmente, el aguardiente (el snaps), tan poderoso que o acaba con el comensal noqueado en el suelo o le deja plenamente satisfecho. Todo un banquete vikingo.
Probablemente, el modelo buffet del smörgârbord represente el epítome de la cocina y la restauración en Suecia. En el abigarrado smörgârbord, que en su magnitud y variedad hace pasar por mezquino al bodegón holandés, hay materia prima de calidad, pero ningún protocolo: un variado festín está a disposición del comensal, según el orden que más le apetezca, aunque, entre plato y plato, pase más tiempo de pie que sentado. Si uno quiere variedad de menús, cocina elaborada y recrearse en la mesa, que acuda a algún restaurante francés de la ciudad. Eso sí, lo pagará.

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 Suecia ha proporcionado al pensamiento universal dos notables personajes, ambos del siglo XVIII: Emmmanuel Swedenborg y Carl von Linné. Swedenborg fue un singular filósofo que manejaba con similar habilidad tanto conceptos y argumentaciones como fantasías y delirios espiritistas. Y suma fluidez le salió un importante trabajo en ocho volúmenes, la Arcana Caelestia. La magna obra obtuvo celebridad más que nada por la luminosa e ilustrada réplica que le propinó en su día Emmanuel Kant. En un opúsculo de apenas cien páginas, Los sueños de un visionario, Kant desarmó la imaginería del amigo de los espíritus y fantasmas con gran capacidad de convicción y fina ironía, ofreciendo, al mismo tiempo, un riguroso curso de racionalidad en el que opone las trazas y las artes intelectuales de un iluminado a las de un ilustrado. Linné, por su parte, fue un genial botanista que innovó las ciencias naturales, impartió clases en Uppsala y fundó un jardín botánico, catalogando vegetales y plantas de todas clases. Ambos genios dejaron una profunda huella en el imaginario y la conciencia de los suecos. Fueron, y son aún, motivo de orgullo para los suecos.
Acaso Estocolmo sea una ciudad difícil de enamorar porque sus moradores tampoco no la aman con delirio. Lo que de verdad adoran es la naturaleza espiritualizada y el herbolario, o sea, la fabulación, la ensoñación y la leyenda convenientemente coleccionadas y registrada en la memoria colectiva. Con este horizonte en perspectiva, el sueco sólo precisa de dos posesiones para no pensar demasiado en la muerte: un barco ligero, con el que surcar las aguas y escapar de la ciudad a la menor ocasión, y una pequeña casa de campo (la stuga), segunda residencia (primera en importancia), construida de madera y pintada de colores vivos, donde poder refugiarse para pescar y cazar, y también para meditar sobre el sentido de la existencia, mientras asan las piezas cobradas al calor del hogar.
Cuando estos desplazamientos no son posible siempre les quedarán a los habitantes de Estocolmo los muchos parques de la ciudad, y el Parque por excelencia, Djurgården, en plena naturaleza y rodeado de fieras. Si quieren encontrar más fundamentos sobre su esencia e identidad tienen muy a mano dos museos muy venerados (no por casualidad erigidos en esa misma isla) el Nordiska museet y el Vasamuseet, ya referidos en esta crónica. En el primero, pueden reencontrarse con los antepasados y las viejas costumbres de toda la vida. En el segundo, hallarán la huella húmeda de un esplendoroso pasado, extraída, primera, de los árboles y luego, de las aguas, hasta convertirse en lo que es hoy, una concha marina orlada de perlas, cada una de ellas convertida en isla como por arte de magia. Todo es agua, origen y fin de todas las cosas.
Y llegamos al fin de nuestro viaje. Para despedirme de Estocolmo, doy un largo paseos por los muelles de la ciudad, por unos embarcaderos sobre los que cientos de gaviotas surcan los cielos encapotados y de espléndidos atardeceres. No percibí aquí perfume salado alguno, pero en ellos los lugareños absorben muchas de sus esencias. Recorriendo la escollera pasé gratos momentos, y allí reparé en barcas, levando anclas, alejándose del atracadero.
Creí comprender, entonces, el alma que empapa a esta ciudad. Entendí que ser sueco comporta un motivo de orgullo. Especialmente en Estocolmo, buque insignia de Suecia, donde el orgullo emana de un manantial para acabar perdiéndose en el mar.
Agosto de 1998

EL CEBO «SOCIAL» (2). «LA SOCIAL» Y OTRAS VARIEDADES


Aprovechándose de la Crisis, voces a diestra y siniestra hablan de «refundar» el capitalismo, declarado culpable por la Progre Inquisición de la nueva debacle. El anticapitalismo sobreviviente tras el derribo del Muro de Berlín ha adoptado en las sociedades occidentales una vía de penetración oblicua, sutil y posmoderna. A la vista del horror desvelado (la cortina rasgada, cayó el Telón), ya no propugna explícitamente la instauración del socialismo. Ahora intenta colarlo por la puerta trasera, por la cocina, por la puerta de servicio, por la entrada de artistas.
Actualmente, la socialización rampante se cuece en los centros educativos, los medios, las administraciones, las oficinas y los despachos. También en el mundo del espectáculo: he aquí el «escenario» en liza. El eco de la Revolución ya no repercute en los talleres y las fábricas. Se refleja en las redacciones de los medios, las tarimas, las tribunas y los tablados. Y es que ya no se respetan las clases, ni tienen consideración por los papeles, ni la ópera, ni el musical, los muy miserables.

El avance del totalitarismo, como George Orwell advirtió, empieza por el lenguaje. Manipular las palabras, darles la vuelta, retorcerlas, cambiarles el significado, ganarlas para la Causa, constituye el inveterado recurso de la propaganda totalitaria, el nuevo/viejo envite de la ideología contra el pensamiento. Reparemos en la prueba principal e irrefutable de esta «nueva/vieja revolución»: sus animadores presumen de novedosos y progresistas cuando postulan vetustas y fracasadas fórmulas.
Según el patrón vigente, las ideas ceden, humilladas y vencidas, ante la avalancha de consignas y eslóganes políticos; por ejemplo, «social». No es éste, sin embargo, el único término todoterreno. La familia terminológica en espera de colocación es numerosa: «cívico», «sostenible», «renovable», «género», «cambio», «progreso», «paz», «derechos», «solidario», «público», «verde», «roja»… No hay dificultad ni misterio al respecto. Si no sabes a qué carta jugar, no dudes, añade cualquiera  de estos comodines al juego que traes entre manos y ligarás una escalera de color (rojo) con la que llegar a lo más alto.
No seas tímido ni reaccionario. Usa estos términos mágicos, póntelos, pónselos a tus enunciados, y comprobarás los resultados a los pocos días. La propaganda en la exposición universal progresista, funciona hoy como el crecepelo de las ferias de ayer. Estas artimañas publicistas tienen también en común con las profecías autocumplidas que, partiendo de presupuestos falsos, generan respuestas automáticas repetitivas que acaban persuadiendo al personal de su verdad, y aun de su bondad.


Ahora bien, si se dice «la sociedad» y «la Roja», ¿por qué no decir «la social» en lugar de «lo social»? Además de ajustarnos a la corrección política, hablaríamos con mayor precisión. «Social» ha llegado a convertirse en sinónimo de persecución y represión de la libertad. Como en los viejos tiempos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL CEBO «SOCIAL» (1). EMPRESARIO REAL Y «EMPRENDIMIENTO SOCIAL»


Comoquiera que en España estamos sobrados de empresarios y emprendedores reales, llegan los patrocinadores del «emprendimiento social». Sobre este viejo/nuevo cuento de lo + social, leo una crónica en la prensa que da cuenta de una de las sesiones de los Ventures Days organizados por el Instituto de Empresa, dentro de la Semana Internacional del Emprendedor, la cual confío en que no continúe por ese camino tan socializante. Uno, profano en la «ciencia lúgubre», se alegra de que desde plataformas presuntamente serias —talla IE— busquen fórmulas para darle un poco de alegría y un aire más venturoso a la tenebrosa ciencia económica. Pero no tanto. Desde luego, no al precio de desvirtuar el veterano espíritu empresarial y confundir «emprendimiento» con «desprendimiento».
¿A qué vienen estas incursiones new business ventures postulando «nuevos» negocios y «nuevos» emprendedores? ¿Qué tienen de malo los «viejos» para ser reconstruidos de este modo? Muy sencillo: sucede que no son bastante «sociales». Comoquiera que el obrero ha entendido que la llama socialista no asegura comida caliente, el progresismo en boga busca entre los profesionales y las antiguas élites un nuevo «escenario» en el que mantener el tinglado.
El prontuario necesario y suficiente de la acción empresarial y emprendedora es, con todo, muy simple: el negocio y la ganancia tienen por límites el cumplimiento de la ley y de los contratos, así como el fair play, esto es, no recurrir al engaño o al fraude para sacar provecho.
Pero, para algunos «novísimos» empresarios y asociados dicho ideario puede antojárseles viejo y liberal en exceso. Según el «emprendimiento social», si no hay más emprendedores en España es porque no han metido «lo social» en sus carteras. No se han dado cuenta de que «lo social» ha hecho fortuna.
 Ser emprendedor sólo está bien si al mismo tiempo eres desprendido. Lo que no siempre se dice es que, por lo general (por el «bien general»), todo desprendimiento «social» (+ gasto público y + corrupción) acaba, sin remedio, en el derrumbamiento económico ¡y social! Esta vez, social de verdad
¿Qué dice la «doctrina social» de la ética empresarial? ¿Capital y riesgo? Vale, pero poco, y sólo con una política «social» (con políticos) detrás. ¿Inversión? OK, pero sin «especulación» (por ejemplo, quien compra Deuda Pública es patriota y progresista; quien la vende, un avaricioso y un especulador). En consecuencia, el «emprendedor social» debe viajar en Business Angel en lugar de seguir la vía maligna del «capitalismo liberal y salvaje». ¿Banca? Bueno, pero, a ser posible «cívica». Y aún mejor, Caja de Ahorros y Monte de Piedad, con Obra Social incluida, y muchos, muchos fines sociales, para dar lustre a los balances y teñirlos de rojo progresista y «social».

martes, 16 de noviembre de 2010

NI CAMPA NI ESCAMPA: LA TORMENTA ECONÓMICA PERFECTA EN ESPAÑA


«Ni éramos Grecia ni somos Irlanda ni lo seremos nunca. Somos España», dicen que ha dicho José Manuel Campa, patriótico y heroico secretario de Estado de Economía, durante una reciente intervención en el foro Tertulias de Economía. Un espacio éste donde, digo yo, hablarán de economía en alguna ocasión. Esta vez no, a juzgar por las palabras del subalterno de Elena Salgado, Ministra del Ramo. En el foro en cuestión, el interviniente, más que disertar sobre economía, ha platicado sobre geografía, gramática parda y tautologías deconstructivas.

¿Qué afirma este señor tan campanudo sobre lo que está pasando en España? Que hay que preocuparse… y no preocuparse. A igual a no-A. En la lógica de Campa se pasa uno, la verdad, desde el principio de identidad al de contradicción sin que se le mueva un pelo de la cabeza. A ver si cuela entre el pequeño gran público y la audiencia, que acostumbrada a oír de todo, ya no se inmuta por nada.

Dicen que Campa es doctor en Economía por la Universidad de Harvard. Tal vez por eso recuerda tanto a Mister Proper. Pero, donde todo parecido con la realidad es pura coincidencia está en el hecho de que el Mister ha sido profesor de finanzas y director de investigación en el IESE Business School de Madrid, donde parece haber defendido la economía de mercado, la libre empresa y a hacer negocios privados. El economista Campeador sí que ha hecho un buen negocio en el Gobierno socialista. En la Administración, campa hoy por sus respetos con las cuentas públicas y el déficit público, para luego volver, cuando vuelva, maestro Ciruela, a la profesión, a enseñar economía… Como si nada hubiera pasado. Impunemente.

En España sucede que todo se perdona. La impunidad y la indemnidad son lo poco que queda de nuestro Patrimonio Nacional. ¡Viva Berlanga! ¿Por qué será? Será, tal vez, por un resabio de catolicismo social; no oficial, pero muy práctico y extendido. O por efecto de su alternativa socialista, hoy en el poder, la religión cívica, concentrada en esta máxima: hoy por ti, mañana por mí.

Fernando Savater protesta en El País (¿dónde si no?) porque le recuerdan que un día confío en ZP ¡en materia de política antiterrorista! Ahora dice que no. Ahora es crítico y laico otra vez. Como antes de creer en Zapatero. Pero, ojo, así no hablaba Zaratustra. Así hablan los ex ministros y los cargos públicos caídos en desgracia, los artistas y sindicalitas subvencionados que ven la intención de voto y buscan un nuevo mecenas, los de la mamandurria y la bandurria, los que han bailado con lobos, los que siempre bailan, a la postre, al son de quien manda en cada momento.

Dicen que este Campa quería dejar el cargo hace meses. Y no digo esto en su descargo. El caso es que Campa el Sacrificado sigue en política, se pasa por el foro ese y oficia de economista liberal, a fuer de socialista. O al revés, como Indalecio Prieto.

¿Quién es Campa? La tormenta económica perfecta que no escampa. Ni contigo ni sin ti. Ni preocupado ni despreocupado. Igual que Tenerife, Mister No Problem tiene seguro de sol. Por eso está al sol que más calienta.

lunes, 15 de noviembre de 2010

EL ORGULLO DE ESTOCOLMO (2)


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Estocolmo nació del cruce de las aguas de un lago y de un mar. Pero también de la confluencia de tradiciones, culturas y sensibilidades que, como no puede extrañar, ha dejado huella en la faz de la ciudad y en su crecimiento metropolitano. Un convivencia, no bien avenida, aunque callada, de construcciones civiles —el Ayuntamiento, el Palacio Real y la gran profusión de museos, desde el Nacional al Moderno, diseñado por el arquitecto español Rafael Moneo— y de edificaciones religiosas — el templo de aguja metálica Riddarholmskyrkan, sepulcro de reyes y personajes principales de la ciudad; la Tyska kyrkan, emparedada entre las estrechas callejuelas de la ciudad vieja, pero cuya torre verdosa se divisa desde todos los ángulos de la urbe— que no pueden disimular el desencuentro.
Arquitectura civil y religiosa comparten la misma ansiedad por asegurar el más perfecto acoplamiento posible, pero jamás entre sí, sino con el espacio exterior. En cuanto a edificación y urbanismo, los hábitos seglares y seculares en Estocolmo convergen de manera poco protestante: en la vivienda y en la villa, las almas nativas tienden al exterior, más que al interior. Percibo aquí la expresión de una ancestral ensoñación, de una permanente tenacidad (que no cerrazón) de vivir hacia fuera, derivadas de la frustración de no poder vivir, por motivos primariamente climatológicos, al aire libre tanto como se quisiera. La llamada de la estepa.
Cimentación del pasado y urbanización del futuro: he aquí el dilema de Estocolmo. A pesar de representar una de las fisonomías más desarrolladas y avanzadas de la civilización moderna, paradigma del Estado de bienestar, de servicios públicos y seguridad ciudadana, algo bulle en la entraña de la sociedad sueca que la retrotrae hacia el pasado. Sobre esa nostalgia de leyenda y ese apetito de ancestros, sostiene su identidad y su mismidad, fuentes de la inclinación al aislamiento internacional y la vocación de neutralidad que la caracteriza. Ahí me parece encontrar la expresión de la energía sueca y el sentido de su orgullo, señales que tanto ha marcado el norte de la larga historia de conquistas e inmediata retirada sobre sí misma. Y no hablo sólo de la historia militar.
Vivir hacia fuera, sí. Pero no demasiado lejos de la tundra. Esto es el colmo, lo sé. Pero yo sólo pasaba por aquí. La Garbo, nacida en el barrio de Söderlman, dejó atrás un día la ciudad natal para nunca más volver. Y Greta sólo hay una.
Estocolmo expresa el emblema sincero de una ufana identidad sueca basada en la coexistencia pacífica, por defecto y por descontado, con el medio ambiente y el mundo exterior. La red ciudadana de islotes agrupa lo disparejo y la red de la marina mercante y la flota de pesca, el aparejo. ¿Puede concebirse mayor armonía? El orgullo de Estocolmo ha sido amasado a base de materia prima de primera y con mucha paciencia, a costa de siglos de trabajar conjuntamente el cuerpo y el espíritu. La mantequilla y el arenque han ayudado en gran medida a moldear los cuerpos robustos que lucen sus pobladores. Pero ha sido el panteísmo, unido en un sincrético abrazo al luteranismo, lo que acabó por fortalecer la propia conciencia, nutrida por tal fervor por lo natural, que condujo a un profundo sentimiento de culpa, por haber cometido el sacrilegio de arrebatar terreno a la Naturaleza.
¿Qué es Estocolmo? Un conglomerado de ínsulas con muchas ínfulas. Insisto, ¿qué es Estocolmo? Aires de autosuficiencia y pathos de agua.
Las afecciones del alma aquí generadas adquieren la forma de recogimiento interior, autosuficiencia y autoayuda, de sobriedad y espíritu de ahorro, todo ello sazonado y marinado con un hervor de ecologismo amable, de vivir a su aire, cuando tal vez, y en el fondo, no oculten otra cosa que ensimismamiento y ecolatría, una fusión nada ligera de naturaleza y ascetismo.
La tradición vikinga —muy pagana de sí misma— pesa bastante en el sentimiento de los suecos, tal vez aún más que la culpabilidad de raigambre luterana. Y aunque en el año 1000, con el rey Olof Skötkomung, principia el periodo cristiano, la cultura autóctona no ha perdido jamás la atracción por lo pretérito. Las tradiciones populares que se conservan en la actualidad todavía convocan mitos, encantamientos y embrujos, mezclados con salmos penitenciales y salmones ahumados. Los suecos conmemoran la Pascua disfrazando a las niñas, y menos niñas, de bruja, quienes en sus juegos, simulan oficios hechiceros, con escoba incluida. Fecha sangrada en el calendario nacional es el 30 de abril, comienzo de la primavera, que en Suecia se torna inquietante Noche de Walpurgis. El fin de semana que sigue al 24 de junio celebran la fiesta del Midsommar, o solsticio de verano. No importa que la fecha coincida con la celebración de San Juan Bautista, la tradición nacional celebra rituales nocturnos a la luz de la luna con ceremoniosos bailes alrededor de mástiles engalanados e incrustados en tierra. El 13 de diciembre, en fin, tiene lugar la Luciadagen, la velada de la luz, al margen de que Sicilia haya extendido al mundo cristiano la festividad de Santa Lucía. Lo importante para los nativos es que acontece el solsticio de invierno, la noche más larga del año, y la liturgia se sirve en estos parajes en forma de comida y bebida a raudales, bailando las muchachas de trenzas doradas con tocados en la cabeza adornados por velas y candelas, cantando todos paganas alabanzas a la luz solar, tan añorada y huidiza en este rincón del mundo.

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Los habitantes de Estocolmo (¿holmienses?) tienen motivos para sentirse orgullosos de su ciudad. La cuidan y adornan con primor muy escandinavo, lo cual no sabría decir con exactitud qué pueda significar, pero que se asemeja mucho a un comportamiento general poco inclinado a la pasión y muy propenso, en cambio, a la fría eficiencia. Estocolmo da toda la apariencia de ser una ciudad asistida y mantenida, algo así como una concubina o una querida, pero de la que es difícil enamorarse.
Como urbe moderna y desarrollada posee todo lo necesario para garantizar el bienestar de sus habitantes; por ejemplo, una magnífica red de comunicaciones. Los trenes de cercanías unen la ciudad con los suburbios de la metrópolis con una precisión de reloj suizo. El cuerpo de tranvías, aunque más pintoresco que práctico, surca la ciudad de punta a punta. Bienestar de bienestares, a Estocolmo no le falta una flota de autobuses, que, conformando toda una armada, vence (al orgullo extranjero) pero no convence. Debido a la peculiar estructura de la ciudad, partida por múltiples calles peatonales y puentes, con escasas arterias de circunvalación interior, el transporte público provoca endémicos colapsos de tráfico, resulta lento y no acerca casi nunca al pasajero a los lugares deseados. Asimismo, pequeños barcos de vapor y ferrys comunica entre sí la larga lista de islas que forman el archipiélago de Estocolmo. Y, finalmente, el Metropolitano (Tunnelbana o T-bana), con sólo tres líneas, pero más de cien estaciones, es la joya de la corona sueca de los transportes. Amén de la frecuencia de convoyes, conserva en muchas de las estaciones verdaderos museos subterráneos, decorados con gran inspiración por artistas de atrevida modernidad (especialmente impactante es la estación de Kungsträdgården, así como decenas de estaciones más, en particular, las pertenecientes a la denominada «línea azul»).
En la actualidad, Estocolmo es el centro de estudios universitarios y politécnicos más importante de Suecia, superando en oferta y servicios a la ciudad de Uppsala, histórico foco universitario de atracción global, la cual aún conserva ambiente estudiantil y se mantiene como ámbito cultural de primera categoría. Por lo demás, el número de museos la ciudad llega a ser abrumador, distribuyéndose por todos los contornos del piélago ciudadano, y, en algunos casos, como ocurre con las islas de Skeppsholmen o Djurgården, casi constituyen su principal razón de ser.
Nos hallamos en una sociedad sólidamente avanzada en tecnología y servicios. El teléfono móvil se ha convertido para la ciudadanía en un apéndice sobre el pabellón auditivo natural al que se aferran como si en ello les fuera la vida. Sobre el cielo de Estocolmo ya no reina Odin ni Thor, ni siquiera el dios de Lutero, sino las ondas teledirigidas por la compañía Ericsson, en abierta competencia con la vecina finlandesa Nokia. Gran parte de la población sobrevive, material y anímicamente, gracias al celular. He visto a muchos acercarse el aparato a la mejilla con la misma ternura de quien intima con un ser amado. Porque aquí la telefonía móvil aquí es un juego de niños, puede verse a muchos muchachos correr y brincar sobre patines en la explanada de Sergels Torg con suma habilidad, manteniendo el equilibrio y las conversaciones telefónicas con similar donaire.
Las tarjetas de crédito son utilizadas en Estocolmo para comprar el periódico o un billete del tren de cercanías o un refresco, además de mediar en transacciones más sólidas. No hay comercio que no atienda con la mayor naturalidad esta forma de pago. Es más que probable que hasta los mendigos acepten limosnas a cuenta de Visa o Mastercard. De hecho, intenté verificar este hecho haciendo un pequeño donativo al primer menesteroso con el que me topase, pero no, por más que me esforcé en la empresa, no encontré ningún pobrete mendicante en la calle a quien asistir. ¿Casualidad o necesidad? Un tipo meridional y mediterráneo, como yo, no debe olvidar que en estas sociedades del norte de Europa la asistencia social corre, no siempre en última instancia, a cargo del Estado. Por lo que respecta a la extensión informática, sólo decir que, después de EEUU, Suecia, y el resto de los países escandinavos, está a la cabeza de usuarios de ordenadores y de navegantes de Internet por número de habitantes. En Suecia, ay, la navegación siempre es de primera.
Sin embargo, este desarrollismo ha acontecido tan aceleradamente que las costuras del tejido social sueco se resienten del esfuerzo producido. La industrialización creció frenéticamente en Suecia desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, y esta circunstancia, en un país de fuerte pasado campesino y de usanzas rústicas, no queda inmune (en la actualidad, ni siquiera un 5% de la población se dedica a las tareas agrícolas). Incluso la estructura urbana y la vida ciudadana de Estocolmo acusan el hecho.

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La arquitectura en Estocolmo merece una consideración especial. La urbe sueca luce un rico inventario de edificios que compiten entre sí en majestuosidad y señorío, hasta el punto de considerársela una de las ciudades punteras en la iniciativa y dinamismo en la ciencia y el arte de la construcción. Desde hace décadas, hasta aquí se acostan los más celebrados arquitectos, urbanistas y artistas provenientes de todos los lugares del planeta. Durante este año 1998[i], la ciudad es la protagonista del proyecto Archipiélago, en el que participan «creadores vanguardistas» del globo con el propósito de, tomando como referencia el espacio y el mobiliario urbano ya existente, revestirlo y retocarlo de mil formas con resultados, todo sea dicho, de diferente calado y discutible buen gusto. Y es que cuando los creadores se ponen en plan vanguardista y encuentran puerto franco donde hacer y deshacer a voluntad, ríanse ustedes de las incursiones vikingas.
Los célebres arquitectos Nicodemus Tessin (el Viejo y el Joven) y Simon y Jean de la Vallée construyen en el siglo XVII los edificios más emblemáticos de la ciudad, el Riddarhuset, el Stockolms stadsmuseum (Sodra stadshuset) e inician los primeros trabajos en el actual Palacio Real (Kungliga Slottet). Pero, es en el ocaso del siglo XIX cuando comienza la expansión urbanística de Estocolmo, periodo en el que sobresalen las edificaciones de Isak Gustaf Clason, especialmente la Bünsowka huset, el Östermalms saluhall o el Nordiska museet.
A comienzos del siglo XX, sobresale la obra de Ferdinand Boberg, responsable del Rosenbad, la Thielska Galleriet, la Nordiska Kompaniet/NK, construcción restaurada con posterioridad y que hoy alberga uno de los grandes almacenes más populares de la ciudad. Proyecta, asimismo, el singular edificio de Correos (Centralposthuset). No podemos olvidar, en suma, el poderoso Ayuntamiento, levantado el año 1923 por Ragnar Östberg. La lista de artistas eminentes que han cincelado la urbe con esmero tiene sin duda más nombres propios, pero lo enumerado resulta suficiente para comprender la riqueza de ingredientes arquitectónicos con la que cuenta.
Me interesa, en cambio, valorar el resultado del conjunto urbano, que se me antoja brillante, aunque demasiado híbrido, ecléctico en demasía, y algo desabrido. Como en todas las grandes ciudades, en Estocolmo confluyen variados estilos artísticos que el devenir de los acontecimientos históricos, las modas imperantes y las exigencias políticas dictan, según las circunstancias, los gustos y los caprichos dominantes. El milagro urbano y ciudadano de una metrópolis, su aura, su misterioso encanto, está en armonizar y reunir los ingredientes en un sujeto con vida y civitas propias, y una personalidad inconfundible.
Este hecho poco común, sumamente prodigioso, lo percibo en Nueva York, en París, en Amsterdam, en Praga. Pero no consigo captarlo, por ejemplo, en Roma, Madrid o… Estocolmo, ciudades magníficas todas ellas, que te acogen con gran cordialidad y calor. Esto último resulta muy de agradecer en ciudades del septentrión como Estocolmo. Sea como sea, con abrigo o mostrando el ombligo, el entorno podrá complacerte, pero no seducirte. Porque una ciudad no es un mero centro de acogida, ni un asunto de beneficencia o generosidad ciudadano. El encanto de una ciudad reside en hechizo que trasmite y la emoción que es capaz de producir en aquel que cruza sus puertas y se adentra en su interior. Los hombres no siempre besan la mano que les da de comer, pero se inclinan indefectiblemente ante el ser que les enamora.
La ordenación urbanística de Estocolmo, nominal más que real, resulta desconcertante, y sus edificaciones forman un complejo de lo más dispar. Ricas y con ornamentación exuberante en muchos casos, las casas, caserones y casonas de Estocolmo adolecen de una argamasa espiritual que refuerce sus nobles materiales. En Gamla Stan, la influencia holandesa y germánica domina con potestad el ambiente, y el resultado es atractivo, aunque con un aire de préstamo. En los distritos que lo circundan es donde percibo con más claridad el efecto del descarnado y desordenado crecimiento, el desganado impulso, impreso en esta parte de la ciudad, que delata una apostura de «nuevo rico». Las grandes avenidas de Östermalm proclaman, por su parte, una extrema inspiración mediterránea, lejana sólo en el espacio, hasta el punto de hacer recordar al paseante los bulevares parisinos o el mismo barrio de Salamanca en Madrid. 



El distrito de Norrmalm queda como prueba más notoria del embrollo de esta ciudad, laberinto más que simple «rompecabezas». En algunos rincones de este recinto se ha querido remedar un Nueva York escandinavo con resultados muy poco convincentes. La demolición aquí perpetrada a partir los años cincuenta en su centro con el objeto de construir la horrenda explanada de Sergels Torg —rematada en sentido literal por una fuente con columna de cristal que atraviesa su improbable corazón— parece hoy algo irreparable. En el subsuelo de esta estepa urbanícola, basta como la estopa, anida una sórdida cueva de galerías, comercios y lugares comunes que atrae poderosamente a las hordas post-urbanas de cresta violeta y garfios en la jeta. 


Al norte de este circo sobre varias pistas, monta guardia la denominada Hötorgscity, que es la manera de dar nombre a un pelotón de cinco edificaciones en fila, como fichas de dominó, construidas con acero, aluminio, vidrio y muy poca imaginación. Pretendiendo emular el Rockefeller Center neoyorquino, el complejo se extiende como una plaga hasta el pintoresco mercado de las flores y la fruta, forzado a convivir con semejantes volúmenes, situado frenta al Konserhuset, sala de conciertos de fachada estilo neoclásico y un llamativo color azul ultramar que quita el hipo. La ubicación de este relevante edificio en la zona fue desde el momento de su construcción muy cuestionado y criticado. Pero ahí está, si no te gustan los conciertos sinfónicos o no tienes que ir a recoger un Premio Nobel —aquí se celebra la pomposa ceremonia de la entrega de galardones todos los meses de diciembre—, siempre puedes quedarte en el exterior, a su sombra, y comprarte una canastilla de fresas salvajes. La plaza Hötorget (Mercado de la Fruta) acaba muriendo en la selecta Kungsgatan, acuchillada por los dos rascacielos gemelos Kungstornet, construidos según el más genuino estilo Manhattan de principios de siglo, y de los que es imposible lograr una perspectiva visual completa desde ningún punto de la larga arteria.
La seguridad, la comodidad y la ornamentación no son elementos suficientes para hacer de una ciudad un objeto de deseo y una unidad orgánica que transmita vitalidad y armonía al residente o al visitante. Esa es la vocación de las auténticas ciudades que lo son porque lo quieren ser y son capaces de hacerlo. No hay mayor invitación a la catástrofe urbanística y cívica que la simple imitación. Por ello, edificar una «nueva» Nueva York en el norte de Europa, materialmente hablando, no se sostiene.
Me viene ahora a la mente la confesión pública del músico Lou Reed expresada en su breve aparición en Blue in the face (1995), película dirigida por Wayne Wang y Paul Auster y que representa todo un homenaje a la ciudad de Nueva York. Manifiesta allí lo siguiente:
Tengo miedo en mi propio apartamento. Tengo miedo veinticuatro horas al día. Pero no necesariamente en Nueva York. En realidad me siento bastante cómodo en Nueva York. Me da miedo… por ejemplo, Suecia. Ya saben. Es como un vacío. Todos están borrachos. Todo funciona. Te paras en un semáforo y si no apagas el motor, la gente se te acerca y te habla de ello. Vas al botiquín, lo abres y te encuentras un cartelito que dice: «En caso de suicidio, llamar a…» Enciendes la televisión y ves una operación de oído. Esas cosas me asustan. ¿Nueva York? No.
Pues eso es lo que quería decir yo también. 

Continuará...


[i] Ruego al lector que, en todo momento, repare en el momento en que fue escrita la crónica: verano de 1998.

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