domingo, 29 de agosto de 2010

LA HORA DEL "TEA PARTY"


--> «Si acaso, la tributación voraz e insaciable impuesta por los Gobiernos es asumida por la población como un fastidio, una condena perpetua, sobrellevada como una fatalidad, algo que no tiene remedio. El inmenso esfuerzo llevado a cabo por la propaganda del Estado, a fin de exaltar las “virtudes cívicas” que presumiblemente contiene la cosa, no ha logrado, con todo, que la contributación privada sea vista entre el público pagador como sinónimo de contribución al bien general. Las virtudes privadas –trabajo, esfuerzo, ahorro– no adquieren con facilidad el rango de vicios públicos –despilfarro, burocracia, corrupción–. Sin embargo, insisto, es harto inverosímil que algo parecido a una objeción fiscal generalizada pueda materializarse en Europa. En el Reino Unido, la probabilidad sería mayor, aunque no hasta el punto de que por esta causa se lancen las campanas al vuelo en Westminster.

Estados Unidos es otra historia. Separada del viejo continente por mucho más que el océano Atlántico, empezó a dar sus primeros pasos como nación a propósito de un hecho histórico de un gran valor simbólico y que decidió, en gran medida, su destino: la célebre rebelión contra las subidas de impuestos decidida por la metrópoli británica (nobleza obliga), y que comenzó con el célebre motín contra la tasa del té en Boston (1773), se extendió posteriormente a las 13 colonias y acabó encendiendo la mecha de la revolución americana que condujo a la definitiva retirada de los tropas británicas y a la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776.

Sea como fuere, el pagano paga porque no tiene otra opción. ¿O si la tiene? He aquí la persuasión –no hay alternativa ni otra opción– que atenaza y paraliza a la gente común, mientras ve menguar su cuenta corriente. He aquí la sugestión: para hacer viable la sociedad y para garantizar los servicios públicos básicos que la sostienen, no hay otro recurso que la política tributaria y recaudatoria impuesta por el Estado a través de las Administraciones públicas. La tasa o la vida

Fernando Rodríguez Genovés, «El impuesto, por supuesto», El Catoblepas, nº 94, diciembre 2009, pág. 7.

Enlace para consultar artículo completo:
http://www.nodulo.org/ec/2009/n094p07.htm


jueves, 19 de agosto de 2010

¡AL RICO, IMPUESTO!

«Cada día más españoles reclaman que el Presidente del Ejecutivo socialista, todavía resistente en La Moncloa, cambie de empleo para supervivencia de la Nación. Respuesta gubernamental: en un ejercicio profesional de cintura política, y para provecho particular y partidario, ZP ha pasado en pocas semanas de ejercer de zapatero prodigioso a hacer prácticas de sastrecillo valiente. Tomando medidas y con las tijeras en ristre, se ha aplicado, no a la confección y la alta costura, sino al arreglo y el retoque, a la compostura y el remiendo. Aprendiz en todo, ZP, simplemente, nunca da la talla.
Entre recortes y ajustes en la pernera, ha llegado hasta el punto de tocarle el sueldo a los funcionarios y la pensión a los jubilados, aparte de otros quebrantos. Con tanto tajo y descosido, no sé si ha puesto freno también al caos de las obras públicas urbanas, modelo tercermundista. Porque, diga lo que diga el ministro del fomento del gasto, en mi lugar de residencia sigue siendo heroico desplazarse con sosiego y seguridad por las calles: unas, trastornadas por el traqueteo del martillo neumático; otras, obstaculizadas por vallas y barricadas; las de más allá, sembradas de adoquines como no habíamos visto desde el París de Mayo del 68. No sé si se trata de los restos de la primera parte del Plan E, de su secuela o, definitivamente, del derribo de España. España: país en quiebra económica y política, con aceras relucientes.

En las faenas de ahorro y austeridad este presidente es un auténtico desastre. Al verse impelido a ejecutarlas, actúa con desgana y sin convicción, por lo que le resulta cada vez más difícil convencer y generar confianza. Entre otros motivos, porque alardea incluso de su desafección a cualquier forma de control del gasto público. En todo momento, necesita hacer patente que la política del ajuste económico no es cosa suya.

A Zapatero lo que de verdad le va y le pone es la subida de impuestos, aunque tampoco alcance a comprender con qué consecuencias económicas, fiscales o presupuestarias. Sólo tiene claro tres extremos: 1) los impuestos generan poder y reponen la caja; 2) irritan al facherío y satisfacen (jamás sacian) la sed de justicia redistributiva del rojerío; y 3) ahora, más que nunca, los ricos la van a pagar… He aquí el mensaje del Ejecutivo socialista enviado a la sociedad y los mercados para salir de la crisis: hágase o consérvese rico en España, que el Gobierno intervendrá sus bienes y propiedades para disfrute ajeno.

A Zapatero se le ha metido entre ceja y ceja incrementar los impuestos a los ricos por aquello del reparto equitativo. Al pobre, Educación para la Ciudadanía, aborto gratuito y prestación por desempleo. Al rico, traje entallado y sin tirantes, para que pueda apretarse bien el cinturón. El Presidente socialista, cual adolescente narcisista, precisa reafirmarse sin tregua, en su caso demostrando que, haga lo que haga o no haga, siempre es progresista. ¿Qué hacer, jefe? Progresivas subidas de impuestos, pero “sólo para los que de verdad tienen”. Enigmática expresión. ¡A ver quién se siente aludido!

La derecha acomplejada seguro que no. El PP, por ejemplo, centrista y centrado, dice ser partido de la clase media, no de los ricos. Curioso país España, donde alguien grita “¡rico!” y nadie se vuelve o responde. “Rico” en España es epíteto ofensivo y aun maldito. Ante su sola mención se muestran esquivos los potentados, intimidados los presuntos implicados y avergonzados los que sueñan con serlo…más. Bueno, no todos.

A propósito de las investigaciones publicadas sobre la creciente fortuna del Presidente del Congreso de los Diputados y familia, ha tenido que salir al rescate del honor del clan su propia esposa, actuando así como la voz de su Bono. "Sí, gano dinero —ha declarado muy afectada —. Me siento orgullosa de dar trabajo a 30 personas todos los días. ¿He de pedir perdón por eso?”. ¡De ninguna manera! Aunque “por eso”, es preciso puntualizar, sólo tiene uno (o una) que exhibir carné y pedigrí socialista. 

Sucede que semejante arenga, apología del espíritu empresarial y del capitalismo, sólo es tolerable, según el poder establecido, cuando proviene de sus ricos, es decir, los ricos que dicen no saber lo que “de verdad” tienen.»

Columna publicada en el diario digital Factual el 30 de mayo de 2010. Se trata de mi última columna aparecida en dicha publicación, poco antes de que ésta echara el cierre.

domingo, 15 de agosto de 2010

FERRAGOSTO EN FERRARA



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Ferrara es una de las ciudades mejor diseñadas del mundo y con una exquisita sabiduría urbana como no he visto muchas otras en mi experiencia viajera. Aquí hay historia, cultura y civilización, y, lo que es más importante, gusto por conservarlas. Ciudad delineada con suma inteligencia, en Ferrara, Medioevo, Renacimiento y Modernismo coexisten y armonizan con primor, no como ocurre, por ejemplo, en Verona* donde dichos estilos están mezclados en estratificado y yuxtapuesto acoplamiento. Ferrara es hoy una importante ciudad de extensión y población mediana con estimables servicios y altísima calidad de vida, creciendo con decisión, pero también con mesura. Una ciudad a escala humana, con un centro histórico ordenado y rigurosamente conservado que se recorre muy bien a pie, gracias a que gran parte de sus calles y plazas están restringidas al tráfico motorizado, aunque no a las bicicletas que son, no cabe duda, las dueñas de Ferrara, como lo son también en Ámsterdam.

Las travesías en Ferrara, delicia de los flâneurs, ideales para caminar mirando aquí y allá y mirándose en los demás transeúntes, cohabitan sin hostilidad con las grandes avenidas y arterias principales de la ciudad, las cuales permiten el tráfico rodado y rápido, algo esencial en toda ciudad moderna. Y es que no sólo de sandalias y pedales vive el hombre actual.

Ahora es verano, ya se sabe, la estación propicia para las bicicletas. Los ferrarenses las adoran. Se dejan llevar por ellas con porte cadencioso y digno, sin prisas. Ahora cruzan la calle sin indicar la maniobra, ahora detienen la marcha para organizar una tertulia en corro en la Piazza Catedrale o en la Trento Trieste. Ferrara, siendo tan hermosa y rica, no sufre, para su fortuna, la agresión masiva del turismo. Las visitas guiadas que pude advertir durante mi estancia en la villa se limitaban a grupos movilizados en bicicletas, especialmente al anochecer, cuando el sol de agosto declina y el frescor de la noche invita a un paseo sobre ruedas bajo el claro de luna.

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 El núcleo monumental de Ferrara está perfectamente establecido. Un gran corte formado por el Viale Cavour y, a continuación, el Corso Giovecca segmentan la villa en sus dos impecables secciones: la ciudad medieval al sur y la renacentista y modernista al norte. Este segundo anillo urbano, muy notable en riqueza arquitectónica, está a su vez seccionado en dos mitades por el amplio Corso Ercole I D´Este, que muere en la Porta degli Angeli. En su primera parte, dominan el espacio importantes edificios, como el Palazzo dei Diamanti, sede de la Pinacoteca Nacional, y el Palazzo Turchi di Bagno, hoy Museo Geopaleontológico. Pero esta cuidada y distinguida área urbana, queda eclipsada en comparación con su hermana mayor, por edad y nobleza, la ciudad medieval, inmenso museo ciudadano, grandioso y sorprendente a cada paso, andando, claro, o en bicicleta.

El punto de unión de ambos sectores converge en ese corazón de piedra que es el Castello Estense, construido en el siglo XIV con la función urbanística (luego veremos que también tuvo otras más) de servir de apertura a la ampliación de la ciudad, aquí denominada Addizione Erculea, eje alrededor del cual creció la ciudad renacentista. Ciertamente, no resulta cosa habitual encontrar en pleno centro de una ciudad moderna fortaleza tan monumental y tan perfectamente conservada. Podía citarse, ciertamente, Milán con el Castello Sforzesco como otro ejemplo, pero la fortaleza milanesa queda en verdad un poco excéntrico, y ya me contará el lector que otros casos hay que se puedan comparar con el de Ferrara, que yo ahora no los recuerdo. En Bolonia descubrimos, asimismo, el soberbio Palazzo Comunale en similar lugar privilegiado, pero es éste un edificio civil y no un reducto defensivo o ciudadela fortificada en el centro de la ciudad, de hecho una auténtica guarnición, como el castillo de Ferrara. El Castello Estense fue mandado edificar, como su propio nombre sugiere, por la casa de Este, responsable del gobierno de la ciudad durante los tiempos de máximo esplendor, desde el siglo XIV al XVI.

Curiosa familia ésta, como acaso todas lo sean, especialmente las detentadoras de mucho poder. Representa una característica casa renacentista, que alcanzó el mando en la plaza con relativa facilidad, lo conservó con furia y crueldad, combinadas ambas, elegantemente, con los oficios de mecenas de las artes y las letras, y declinó. Uno de los primeros miembros de la estirpe de los Este fue Niccolò III, tan célebre por bienhechor de artes como por díscolo en aventuras amorosas, de quien cuentan que engendró 27 criaturas, por citar sólo las reconocidas legalmente. Uno de estos vástagos, Ugo, tuvo la desgracia de enamorarse de la segunda esposa de su padre, la jovencísima Parisina Malatesta, ambos fueron descubiertos, con tan mala fortuna que sufrieron tormento y mazmorra hasta perder materialmente la cabeza ambos, hecho que en el caso particular de la muchacha puede interpretarse como una singular premonición patronímica.

Otra persona reputada que pasó por la corte fue Lucrecia Borgia, y empleo el adjetivo sin segundas intenciones, pues es sabido que aquí en Ferrara se la tiene en gran consideración y en buen recuerdo hasta la fecha. Mas, por ironías de la historia y de la alcoba, la familia Este, que tantos equilibrios tuvo que hacer para contener las presiones de vecinos poderosos y súbditos revoltosos, perdió el poder, tan derrochado, al secarse la fuente de la descendencia y así sin sucesión fueron asimilados y empapados por el agua bendita del Estado Pontificio en 1598.
Unido al castillo a través de pasadizos secretos está el Palazzo Comunale, residencia oficial de la casa de Este. Su fachada almenada contiene en un extremo el Arco del Caballo, puerta de acceso a palacio que conduce inmediatamente al patio central, donde sobresale una coqueta escalera cubierta y delicadamente engalanada, la «escalinata de honor». Entre ambos edificios encontramos la Piazza Savonarola, en la que domina la estatua imponente del fraile del mismo nombre, en actitud exaltadamente catequista. A pesar de la espiritualidad ardiente que desprende el foro bajo semejante presencia, encontramos aquí uno de los lugares más adecuados para satisfacer las exigencias del estómago, la Hostaria Savonarola, figón típico muy frecuentado por sus especialidades culinarias ferrarenses, sin olvidar los espléndidos vini regionali.


Frente al palacio comunal se alza espléndida la Catedral o Duomo, iniciada en el siglo XII y que contiene una suma de adiciones que va del románico al gótico. En su lado derecho, que mira hacia la oblonga Piazza Trento Trieste, el edificio avanza en una serie de galerías compuesta por veinte arcos que descansan sobre pequeñas columnas muy refinadamente esculpidas y con variados motivos. En el siglo XV, fueron adjuntadas a esta pared pequeñas tiendas elevadas sobre un corredor porticado que conducen hasta el vigoroso campanario de mármol blanco, el Campanille. Este lugar constituye uno de los espacios de encuentro y apuntamento más populares de la villa. Un punto perfecto de partida para iniciar la incursión en la ciudad medieval, tomando el Corso Porta Reno como vía de penetración.

Muchas ciudades actuales que albergan el tesoro de un pasado medieval sólo cuentan con una alambicada red de callejuelas y pasajes donde es fácil perderse, experimentando con ello el paseante gran contento por la experiencia de la aventura, y a veces algo de zozobra por lo que le pueda esperar... Ferrara no es una excepción. Aquí hay una auténtica retícula de calles y corredores que nos envuelven y transportan hacia otra dimensión, travesías custodiadas por elegantes y suntuosas mansiones, recatadas iglesias, modestos albergues y discretos jardines. Pero, lo realmente sorprendente es descubrir largas y perfectamente definidas calles originales que parecen no tener fin. Siguiendo la marcha por el Corso Porta Reno llegamos a la Via delle Volte, el ejemplo más preclaro de lo que digo. Esta callejuela nace en la Porta Luchéis, y llamándose Via Capo delle Volte, cumple con gran lógica un regular trazado que desemboca en la Via Buonporto, calle con denominación también muy acertada.

En Ferrara, las cosas se llaman sencillamente por su nombre. Así, recorrer la «calle de las bóvedas» significa atravesar una estrecha e interminable calzada empedrada flanqueada de casonas que hablan de un pasado no menos profundo, a las que se accede por largos pasajes porticados con sucesión de continuidad. Muy próxima al final de este túnel de la historia, despunta otra serpiente urbana, ejemplo de diseño medieval, la Via XX Septembre, y entre las dos, la también longitudinal Via Carlo Mayr. Llegados hasta aquí, podríamos afirmar, sin exageración, que nos encontramos en un genuino museo arquitectónico al aire libre, y, si se me apura, hasta en un museo arqueológico a tenor de tanta piedra fosilizada como nos rodea.

Tomando como referencia la mencionada Piazza Trento Triestedisponemos de otra ruta para ingresar en la ciudad medieval, que a esta altura recibe el nombre de «Ciudad lineal». Consiste en tomar la Via Mazzini, peatonal como casi todas en el centro de Ferrara, por donde a través de un meandro de calles alcanzamos el Palazzo Schifanoia en la Via Scandiana. ¿A qué alude el nombre el edificio? A schivar la noia, o sea, a «evitar el aburrimiento». Federico I de Prusia mandó construir Sans Souci en Postdam, cerca de Berlín, para escapar de los agobios diarios de la vida mandarina de la capital. Aquí, en Ferrara, Alberto V de Este ordenó que fuese construida una «delizia», como la denominaba, o sea, un espacio ideado para el solaz descanso y divertimento. Su fachada es muy sobria, casi conventual, como si deseara ocultarse y hurtarse a los problemas, y a las vistas ajenas. Pero los jardines son magníficos y los salones henchidos de galanura. En su interior destacan, de manera excepcional, los frescos que iluminan el salón de los Meses (Sala dei Mesi), obra colectiva de pintores de la escuela de Ferrara de la segunda mitad del siglo XV. Hoy se encuentran en proceso de recuperación y restauración, después de que, tras siglos de haber dormido tras capas de yeso, fueran desenmascaradas y dadas a la luz a mediados del siglo XIX. Dicen ser sólo rescatables sólo las secciones mensuales alegóricas que trascurren desde marzo a septiembre, y por lo que se ve y lo que adivinamos, nos hallamos ante una de los frescos más valiosos del renacimiento italiano.

En los alrededores del palacio-museo despuntan algunos edificios muy notorios, como el Palazzo Bevilacqua-Costabili en la Via Voltarello, con una fastuosa fachada adornada con armas y corazas romanas y bustos de filósofos griegos, y la Casa Romei en la Via Savonarola, residencia de un rico banquero de la época. Ahora bien, lo realmente excitante de estos recorridos por rutas angostas no es tanto admirar lo que uno ya espera cuanto descubrir lo que irrumpe de modo imprevisto hasta el punto de conmovernos.

En la Via Madama me topé de pronto con la huella de un viejo amigo que se me adelantó unos cuantos siglos en la visita a Ferrara. Una placa a la entrada de una residencia de jesuitas daba fe de que allí en noviembre de 1580 se hospedó durante su visita a la ciudad Monsieur Michel de Montaigne. Penetré en los amplios jardines y el silencio y las rosas perfumaban el ambiente. A la vuelta de mi viaje por el norte de Italia, consulté el diario del filósofo de la torre y comprobé, en efecto, que daba cuenta del suyo. En él hacía constar el goce que experimentó al contemplar «en los jesuatos [sic], una planta de rosal que da flores todos los meses del año». Acaso hablaba de rosas muy semejantes ante las que ahora yo ahora me inclinaba, para olerlas mejor.

3

Por completa casualidad, uno de los días de mi estancia en Ferrara coincidió con el ferragosto, el día sacropagano del verano italiano, festividad celebrada desde los tiempos de la antigua Roma, esto es, la Feriae Augusti. Fiesta imperial y soberana, impacta en los corazones italianos hoy con ingual fuerza que ayer, desplomándose sobre la población como el sol de agosto en el meridiano de su recorrido. El dueño del pequeño hotel en el que me hospedé en Ferrara (Hotel de Prati), en una tranquila callejuela a dos pasos del Castello, me informaba de este hecho extraordinario que hace huir de las ciudades a miles de agobiados habitantes urbanos en busca de playa, pasta, pescados, mariscos y reunión familiar. Recordamos juntos la película de Dino Risi, Il sorpasso (1962), interpretada por Vittorio Gassman
Ambientada en este día vacante, fue titulada en España con el significativo título de La escapada. (Tras esta estancia en Ferrara, tengo la costumbre de revisitar la película cada 15 de agosto, como doble homenaje a un bravo attore y como recuerdo de una brava città).

Gassman y Trintignant escapan de Roma en un coche descapotable con dirección a la ciudad costera de Civitavecchia. ¿Pero dónde van los ferrarenses en esta jornada? Según me informa Antonio, mi interlocutor en el hotel, especialmente, a Comacchio, puerto y playa localizados a veinte kilómetros de Ferrara, «una pequeña Venecia», me dice Antonio, orgulloso, sin duda, dil suo paese. Aquí rodó, en fin, Antonioni unas bellas secuencias en el primer episodio de su última película, Al di là delle nuvole (Más allá de las nubes, 1996). Sí, sí, lo recuerdo..., pero el viaje debe continuar.

Agosto 2001


*Esta crónica viajera está incluida en un capítulo más amplio, «Viaje al norte de Italia», del libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (2015).

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miércoles, 11 de agosto de 2010

LENGUA, DERECHOS HUMANOS Y LIBERTAD

«Si las lenguas persiguen básicamente la libre comunicación entre semejantes, toda tentativa de reglamentación y politización de las mismas provoca necesariamente el efecto contrario: incomunicación y coerción. Entender la lengua como un instrumento cultural patrimonio de los individuos, y no de un determinado territorio o nación, es una reivindicación de libertad y autonomía del hombre. Toda forma de imponer a los individuos una regulación lingüística sin su consentimiento y voluntad representa, sencillamente, una violación de elementales derechos humanos. Desde esta perspectiva, es el hombre el que elige la lengua, desde el libre albedrío, la libre decisión y sus legítimos intereses.

[…] el escenario donde se desarrollan los vínculos entre los hombres es la sociedad civil. En ella confluyen los asuntos públicos y en ella se proponen vías de encuentro y solución. Serán esas relaciones y esos intereses los que decidirán el futuro de los medios que utilizan para tales fines: las lenguas son uno de esos instrumentos. A nadie escandaliza hoy que las lenguas vayan arrinconando (o abandonando) determinadas voces o expresiones por su propia dinámica evolutiva, y que, al mismo tiempo, vayan incorporando otras nuevas, irreconocibles e impensables anteriormente. ¿Por qué tiene que trastornar que se aplique tal descripción a las lenguas mismas? La pragmática del lenguaje, que parece dominar intelectualmente la perspectiva en el tratamiento de la comunicación (desde lo filológico a lo filosófico), considera acertado que el significado y sentido del lenguaje estén definidos en última instancia por su uso real y práctico. ¿Quién teme, entonces, que sean los mismos hombres, con sus usos y decisiones libres, en sus relaciones civiles, quienes definan la propia vida de las lenguas?»

Fernando Rodríguez Genovés, «¿Quién teme el darwinismo lingüístico? Sobre purezas de la lengua y otras políticas lingüísticas», en Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y humanismo racional, Valencia, 1996.

lunes, 2 de agosto de 2010

ESPAÑA, QUERER O NO QUERER SER



«”Los españoles. ¡Los españoles!... Esos hombres quisieron ser demasiado.” Somos, en efecto, el pueblo que más radicalmente ha pasado del querer ser demasiado al demasiado no querer ser.» (José Ortega y Gasset, Prólogo para alemanes).

Es la señora Förster-Nietzsche, la aviesa hermana del filósofo Friedrich Nietzsche, la autora de la exclamación tomada por Ortega como base del mencionado diagnóstico sobre las fluctuaciones del español. Fervorosa alemana, simpatizante del partido nazi, a quién le parece muy natural que la nación germana sea y esté sobre todo y por encima de todos (Deutschland, Deutschland über alles), a Elisabeth le alarmaba la voluntad de ser del español.
Como el resentimiento antiespañol avanza que hasta a los propios alcanza, la hermana de Nietzsche atisba sólo una parte de la realidad del asunto. Tras la puntualización orteguiana, la cuestión queda trágicamente esclarecida. Nuestro problema nacional reside básicamente en los propios españoles. Y es que para hablar mal de España, con el español basta y sobra.
Pueblo radical, el español, ciertamente, que pasa del todo a la nada sin medias tintas, del blanco al negro, del día a la noche. Nación de grandes artistas y escritores, pero deficitario en filósofos y científicos, se deja llevar por las emociones y las pasiones con demasiada facilidad y ligereza, tanto en lo que concierne a la vida personal como a la pública.
Nación poderosa y principal en el pasado, no debate hoy en serio entre su ser y no ser. Simplemente, lo deja estar. Ortega ya lo vio venir en 1934, año feroz, en que escribe el Prólogo para alemanes. Sucede que al español contemporáneo le viene grande España. No sabe si quiere una España, media o cuarto y mitad. Tampoco si le conviene ser libre o estar sometido. He aquí nuestra tragedia nacional.
Ser una España fuerte y unida: lo que implica actuar de modo decidido y determinante con sus enemigos internos y externos, así como disponer de una política de defensa y de seguridad sin ambages. Ocupar un lugar al nivel de las democracias modernas más influyentes del mundo: con las correspondientes responsabilidades en política internacional. Decidirse por el crecimiento y la competitividad en el terreno económico: lo que exige, entre otras cosas, aumentar la productividad. Apostar por la excelencia educativa y la calidad profesional: lo que supone una constante formación y una imprescindible disciplina en la práctica escolar. Reconocerse, en fin, como una nación que se respeta a sí misma en casa y exige ser respetada en el exterior: he aquí los objetivos sustanciales que al español de nuestros días le abruman y fatigan, sólo con planteárselos.
Mejor, entonces, la mediocridad y la penuria que la exigencia y el riesgo, la dormidera de la mentira que la dureza de la verdad, la comodidad y la inercia que la valentía y la dignidad: he aquí la elección de un pueblo al que querer ser le parece demasiado…, excepto convertirse en funcionario con puesto y plaza asegurada, cerca de casa y trabajando lo menos posible.

Este decaimiento nacional, ay, no se cura mirando al futuro sin más, ni con tópicos necios o eslóganes  letárgicos de este jaez. Porque por el camino que va, España no tiene futuro. Es preciso volverse hacia el momento en que España quería ser, y volver a ponerse en marcha. No es preciso querer ser demasiado. Basta sólo con querer ser. He aquí la cuestión.

domingo, 1 de agosto de 2010

LISBOA: VACÍO PERFECTO ENTRE AZULES (y 2)



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La tierra del portugués es el mar porque no tiene otra salida. Materialmente hablando, se encuentra entre la espada y la pared. Portugal, navío de piedra con el mascarón de proa orientado al Oeste, si tiene que elegir entre España y el Atlántico, elige siempre el océano. Y hacia las aguas orienta la proa para buscar nuevas y prometedoras vías de existencia. Cuando a raíz del proceso de descolonización, las colonias dejaron de procurar poder y recursos, en la nación lusa sobrevino la crisis. O, mejor dicho, profundizó en la crisis. La espada seguía enhiesta en su conciencia acosada y la pared de los vientos en contra cerraba el paso a nuevas aventuras y negocios.

Las relaciones entre España y Portugal han sido siempre (siguen siéndolo) de desencuentro, cuando no de ignorancia mutua. Sabido es que la convivencia vecinal entre territorios e individuos crean por lo común más recelos y conflictos que férreas amistades, sobre todo cuando entre ellos existe un notorio contraste en cuanto a extensión y poderío.
En realidad, España no es que se sienta superior a Portugal: su actitud es más bien de desinterés y desconocimiento. Para el español común, Portugal no pasa de ser un apéndice nasal en la geografía peninsular, no imprescindible para poder respirar, invariablemente huidizo y borroso ante la mirada que uno lanza sobre su propio rostro.
Por su parte, para el portugués común, el español —y lo español— provoca cierto recelo y bastante desconfianza. Lo tiene demasiado encima, siente su aliento constante en la nuca, le recibe gustosamente como turista, le ofrece amablemente un menú típico a base de mariscos, bacalao y pasteles de crema con canela, sin estar muy convencido de que todo ello calmará su voracidad, dejándolo satisfecho y sin deseos de ganarse nuevas piezas a su costa.
España, país que rodea Portugal por tres costados, para el portugués, es país a sortear. Hoy cuando el portugués parte con destino a cualquier lugar de Europa o del resto mundo se las ingenia con tal de no pisar suelo español. En primera opción, salir volando, vía Londres (Gran Bretaña ha sido siempre su mejor aliado). Si no queda otro remedio, al volante del automóvil, apuntando hacia la «ruta de los portugueses», pero no descendiendo de él ni para aliviar ciertas necesidades básicas, pues preferible es contraer una cistitis que algo peor… En última instancia, siempre queda echarse al mar.
Una gran parte de los productos que consumen hoy los portugueses son de producción y manufactura Made in Spain. Muchas tiendas que dan luz y color a la lisboeta Avenida da Liberdade, desde la Praça Marqués de Pombal hasta la Praça dos Restauradores, son de marca española. Tamaña afrenta al orgullo portugués es sobrellevada, no obstante, con obligada nobleza. Sentado en una de las terrazas de la plaza —que dice abrirse a la liberdade pero que, en realidad, y para mayor escarnio del portugués, desemboca en los escaparates de Mango, Hermenegildo Zegna y Adolfo Domínguez—, leía yo en el diario lisboeta Público un estudio realizado por un organismo dependiente del Ministerio de Defensa luso, según el cual «el país vecino [o sea, España] es capaz de tomar posesión de Portugal en seis horas». A continuación, tranquilizaba a la población nativa asegurando que, a pesar de todo, nada debía temerse, porque España es nación aliada y no enemiga…
El título del artículo resultaba muy clarificador sobre el estado de ánimo general, decía así: «Ameaça espanhola nao é militar. Altos comandos actualizam Conceito Estratégico Militar e desmentan "inimigo" ibérico». Al día siguiente, advertí en otro periódico de Lisboa, Diario de Noticias, este llamativo titular que encabezaba un reportaje sobre el estado de las relaciones comerciales entre ambos países: «Espanha invade o mercado portugués». Que a menudo determinadas obsesiones ocultan, en el fondo, un oculto deseo es asunto de diván y consulta psicoanalítica, de historia y sociología, o bien de filosofía política, que, sea como fuere, no desarrollaré ahora en esta crónica viajera.

7
Por lo que a mí respecta, sin propósito de invasión, me encaminé pacífica y tranquilamente hacia el Chiado. Tenía curiosidad por comprobar el estado de la rehabilitación del célebre barrio lisboeta tras el último incendio sufrido el año 1988. Me lo tomé con calma y emprendí la pronunciada cuesta de la rua do Alecrim, continuando la escalada en la Praça Duque da Terceira, próxima a la estación de Cais do Sodré, hasta coronar el Bairro Alto.

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Desgraciadamente, la obra de restauración de la zona afectada por el fuego estaba todavía a medio terminar, en pleno ajetreo de máquinas y operarios. Desde la Praça de Camoes hasta el Largo do Carmo, pasando por la rua Garrett, todo el entorno transmitía una sensación de gran desconcierto, hasta el punto de que la estatua de Fernando Pessoa, emplazada en la terraza del café A Brasileira, había sido retirada, a fin de no ser dañada, cuidando así de no incrementar, todavía más, el consustancial desasosiego del escritor en el más allá. Comoquiera que el espíritu del poeta lisboeta ya no protegía el territorio bajo su jurisdicción espiritual, yo mismo sentí flaquear mi ánimo, aturdido por el fragor ambiental, desvalido e incapaz de seguir sorteando grúas y adoquines desplazados como en un puzzle sin completar.
Me dirigí, en consecuencia, al eléctrico de la Calçada da Gloria para volver a Restauradores. Mecido por el tranvía que cubre tan corto recorrido, trasbordador que sube y baja desde el cielo a la tierra, y viceversa, vehículo de mecánica y monótona existencia, condenado a un constante descender de la calle para, recogida de nuevo la carga, volver a cubrirla en una infatigable subida sin fin, el trayecto se me hizo infinito. Y es que a lomos de este Sísifo lisboeta sobre raíles, yo no podía dejar de reflexionar sobre el destino mítico de este héroe de la repetición y el eterno retorno que parecía encarnarse en la ciudad, en sus monumentos, en sus gentes, en sus sentimientos, en sus tranvías, una meditación que me perseguía como un fantasma por todos los rincones de la villa. Subir y bajar interminablemente la cuesta, como una condenación mitológica, soportada sin culpa ni remordimiento, pero siempre con suma resignación. Así percibía yo también el ir y venir de los transeúntes por las longitudinales y geométricas arterias de la Baixa: rua Augusta, da Prata, d´Ouro... En lugares como Lisboa el peso del pasado ni tiene precio.
Bajando, bajando, alcanzo el Terreiro do Paço, como los lisboneses prefieren dar nombre la gran plaza que rodea la estatua de Don José I en vez de Praça do Comércio, la denominación oficial. Una predilección que tal vez provenga del hecho de que los lisboetas anteponen, después de todo, el valor de lo nobiliario al comercial, los dos principales baluartes de su historia como nación, ambos fatalmente, desgraciadamente, muy menguados en nuestros días. Sigo a los transeúntes, descendiendo y descendiendo, y me asomo, finalmente, al río Tajo. Contemplo el azul marino fundido con el azul del cielo, y en este punto de fusión creo captar, por fin, el arcano de Lisboa.
Pierdo de nuevo la noción del tiempo. Pero, una vez mi espíritu se ha colmado de calma y de vacío interno, mi cuerpo demanda la correspondiente recompensa por el esfuerzo físico realizado. Me dirijo al restaurante Martinho da Arcada en un extremo de la plaza. Es un mediodía calmoso y húmedo. Los turistas abarrotan la terraza de verano, como no queriendo perderse un sólo rayo de sol. El interior del establecimiento lo juzgo más despejado, apacible y fresco que el tórrido exterior. Me introduzco en el salón y opto por una de las mesas del fondo, en un rincón desde donde domino la panorámica de la estancia, y donde quizás comió y bebió Pessoa en más de una ocasión. Tras consulto la carta, me inclino por un arroz con pulpo con la esperanza de recuperar las energías necesarias con las que poder acometer nuevas caminatas a través de cuestas, travessas, praças y ruas de Lisboa. Si me pierdo en las entrañas de la ciudad, el azul del río y del cielo que acaba de deslumbrarme, y que ya forma parte de mí, me orientará como un faro, la linterna que asegura el retorno al origen. 

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En Lisboa, acaso con más razón que en Venecia, puede uno decir sin metáfora alguna que cuando atraviesa sus calles, en realidad, navega sobre ellas. Nueva versión de la Atlántida, se me antoja una ciudad sumergida luchando por salir a la superficie. Su símbolo más celebrado es la Torre de Belém, singular fortaleza en medio de la desembocadura del Tajo: un pedazo de piedra que materialmente emerge de las aguas como una diosa nacida del mar para regir y circunnavegar el universo.
Los mayores periodos de gloria de Lisboa han ocurrido cuando Portugal ha salido de sí misma para descubrir mundo gobernando las naves. He aquí su gran hazaña. Mas, una vez ganado puertos exóticos y magníficos en la India, en Brasil o en la cuenca del Congo africano para la gloria y las arcas portuguesas, tras haber extraído el mayor número de riquezas posibles, no tarda en retornar a la patria, a la Ítaca atlántica. Allí el alma lusitana se encuentra a sí misma, sin sentirse feliz tampoco, a la vista de semejante redescubrimiento particular. Mirando el horizonte, me la imagino preguntándose para qué demonios ha tenido que salir de casa, por qué dejó atrás su lugar natural, que no es otro que el vacío.
En Lisboa, corazón de Portugal, no hay salida, porque es un vacío perfecto. Por un lado, está el azul de las aguas del río Tajo. Por otro, espejea el azul del azulejo, que fabrican los artesanos del lugar, y donde ve reflejada el lisboeta su mirada azul. En lo alto, dominando el espacio, el límpido azul del cielo. Acaso como reflejo a su vez del mismo azulejo, pues, ya vislumbró con agudeza el gran escritor y caminante H. D. Thoreau: «El azulejo carga el cielo en la espalda.»
Lisboa es el sitio perfecto para perderse en un vacío perfecto entre azules, pero donde uno corre el riesgo de dejarse, como tributo, un fragmento del alma. Y no tanto por mor de un sueño inmortal sino por aspiración de vacío.
Verano 1996