miércoles, 23 de junio de 2010

VIVA ISRAEL


La reedición en castellano del libro del escritor catalán Josep Pla, Israel, 1957, debe calificarse de acontecimiento afortunado, y además muy oportuno, en el panorama convulsivo de nuestro presente, en el que el prejuicio lamina con simplicidad el juicio y la condena se solapa con la lapidación. Tal consideración se justifica, en primera instancia, por la calidad de un material narrativo de primera fila, de un relato de viajes —un «reportaje», lo conceptúa el propio Pla— conducido por un maestro del género y uno de los más grandes prosistas españoles contemporáneos.
Pero, por encima de todo, el enorme valor de esta iniciativa editorial se revela en el asunto y el territorio transitado, en el argumento y la situación que se nos detalla, todos ellos—sea dicho sin la menor tentación hiperbólica— de la más rabiosa actualidad: el nacimiento del Estado de Israel y su futuro.
Josep Pla embarca en la primavera de 1957 en el Theodor Herzl, flamante barco que realiza la travesía inaugural entre Marsella y Haifa, con el propósito de acercarse a la realidad de un país que acaba de fundarse, de un Estado que prorrumpe en la escena internacional bajo el signo de la esperanza pero también de la tormenta, y que a los nueve años de su fundación se halla en el foco de la disputa política y diplomática más intensa desde el final de la II Guerra Mundial.
Sobre este pedazo de suelo marcado por el peso del símbolo intemporal de la religión, envenenado moralmente por el odio y el resentimiento y ensombrecido, en fin, por la querella demasiado humana de la política geoestratégica, Pla compone un itinerario espiritual que es todo un mosaico de datos estadísticos, de sensaciones y reflexiones, en el que no faltan referencias temporales al momento presente.
El presente en el libro es 1957, y el tiempo transcurre vertiginoso en un Estado reciente y pujante como Israel. Podría resultar, en consecuencia, comprensible que en una primera y rauda apreciación se cuestionase el interés de un documento que discurre en un escenario del que nos separan cuarenta y cinco años, en los que han transcurrido muchos y decisivos acontecimientos que obviamente en el ensayo están ausentes.
Pero la lectura del texto disuelve de inmediato la prevención. Para calibrar la medida del texto, debemos recordar con Pla que estamos hablando de un país que «interesa a todo el mundo, que apasiona muchísimo. La historia de estos últimos meses lo demuestra copiosamente» (p 21). Pues bien, lo sorprendente —y, al mismo tiempo, lo desesperante — de esta estimación es que tenga tanto impacto hoy como ayer, lo cual informa de la actualidad de un asunto enquistado, de un caso atorado. Mas ¿cómo empezó todo?
Pla lanza una mirada limpia sobre el nacimiento de un Estado, sobre la gesta del pueblo judío en el campo de Agramante oriental con la esperanza de lograr una representación lo más completa y objetiva posible —pero que no oculta en ningún momento respeto y admiración—, que su retina registra, su memoria retiene y su pluma describe. El escritor tiene por entonces 60 años y no puede por menos que quedar fascinado ante el esfuerzo de una comunidad incipiente vigorizada por un idealismo y un patriotismo tales que socavan muchos mitos erigidos por el antisemitismo —el judío como individuo materialista, avaro y regalón—.
Ocurre, sin embargo, que los judíos han labrado Israel a partir de un trozo de tierra abandonada, maltratada y malgobernada por la desidia del turco, la dejadez del musulmán y la mezquindad de los anteriores protectores y mandatarios europeos. Insertados tras la diáspora en este desierto, cuya transformación en tierra cultivable y civilizada es casi un milagro, sus peores enemigos son, con todo y con mucho, los vecinos: los países árabes de la región —y del resto del mundo— que le han declarado la guerra a muerte desde el primer día de su existencia.
¿Por qué les odian tanto? Israel es un Estado nacido con una misión, recogida solemnemente en la Declaración de Independencia: ofrecer un hogar a todos los judíos dispersos en la diáspora (la Gola) en este extremo, aunque para nosotros próximo, del continente asiático. Y, en efecto, la población israelí proviene de todas las partes de la Tierra, si bien la procedencia sea mayoritariamente oriental. Mas lo extraordinario del asunto, «la gran sorpresa», dice Pla, que produce este país, es que tanto los dirigentes políticos y militares como el modo de vida israelí se rigen nítidamente por el modelo occidental.
Israel se constituyó desde sus orígenes siguiendo la forma y el contenido de una democracia parlamentaria, desarrolla una economía liberal y en su sociedad las mujeres participan en todas las labores y tareas en igualdad de condiciones que los varones: «Y éste es el hecho —a mi modesto entender— que no podrán nunca digerir los países árabes vecinos de Israel: la presencia de un pueblo no solamente occidental, sino uno de los que más ha contribuido a la formación de la civilización moderna. Sólo hay que recordar que Einstein, Freud y Marx eran judíos.» (Israel, 1957, p. 55). Palabra de Pla.
Bien pensado, y bien leído el libro en nuestros días, aquello que se insinuaba un inconveniente —la fecha de su redacción—, demuestra ser una cualidad fructuosa, como es la oportunidad de evocar las circunstancias del origen del Estado de Israel, de sus aprietos y apreturas. El capítulo Judíos y árabes contiene, por ejemplo, en sólo once páginas una de las más precisas y clarificadoras síntesis que pueden leerse actualmente sobre un conflicto que todavía hoy estremece al mundo y del que prácticamente nadie se abstiene de opinar, y aun de tomar partido, casi siempre para acostarse hacia «la causa palestina frente a la agresión israelí».
Basta con acudir a una librería y acercarse a la sección dedicada al tema —lo mismo podría decirse de otras materias palpitantes, como la globalización, por citar una— para constatar el aplastante desequilibrio de la oferta bibliográfica disponible y la apabullante superioridad de una perspectiva de interpretación y análisis sobre la otra. El solo hecho de que Israel, 1957 pueda aliviar semejante déficit, y de paso probar que la posesión de ideales y de espíritu crítico no es patrimonio de una determinada ideología o «sensibilidad», ya serían razones suficientes para celebrar la fortuna y oportunidad de la reedición de este texto, en verdad comprometido e interesado, pero no apologético y secuaz, como suele ser habitual en otros trabajos compuestos en nuestro tiempo: «He hecho este reportaje con gran interés—confiesa el autor—, porque yo tengo personalmente una gran admiración por este espíritu, que por el hecho de tener como esencia la protesta sistemática constituye la estructura viviente del liberalismo, que es precisamente mi razón de ser.» (p. 256). 


[El presente texto, del que es autor el responsable de este blog, remite originalmente a la reseña del libro de Josep Pla, Israel, 1957. Un reportaje. Traducción de Eduard Gonzalo, Destino, Barcelona, 2002, publicada, bajo el título de «El nacimiento de un Estado» en Revista de Occidente, Madrid, nº 261, febrero 2003, pp. 148-151.]

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