miércoles, 23 de junio de 2010

VIVA ISRAEL


La reedición en castellano del libro del escritor catalán Josep Pla, Israel, 1957, debe calificarse de acontecimiento afortunado, y además muy oportuno, en el panorama convulsivo de nuestro presente, en el que el prejuicio lamina con simplicidad el juicio y la condena se solapa con la lapidación. Tal consideración se justifica, en primera instancia, por la calidad de un material narrativo de primera fila, de un relato de viajes —un «reportaje», lo conceptúa el propio Pla— conducido por un maestro del género y uno de los más grandes prosistas españoles contemporáneos.
Pero, por encima de todo, el enorme valor de esta iniciativa editorial se revela en el asunto y el territorio transitado, en el argumento y la situación que se nos detalla, todos ellos—sea dicho sin la menor tentación hiperbólica— de la más rabiosa actualidad: el nacimiento del Estado de Israel y su futuro.
Josep Pla embarca en la primavera de 1957 en el Theodor Herzl, flamante barco que realiza la travesía inaugural entre Marsella y Haifa, con el propósito de acercarse a la realidad de un país que acaba de fundarse, de un Estado que prorrumpe en la escena internacional bajo el signo de la esperanza pero también de la tormenta, y que a los nueve años de su fundación se halla en el foco de la disputa política y diplomática más intensa desde el final de la II Guerra Mundial.
Sobre este pedazo de suelo marcado por el peso del símbolo intemporal de la religión, envenenado moralmente por el odio y el resentimiento y ensombrecido, en fin, por la querella demasiado humana de la política geoestratégica, Pla compone un itinerario espiritual que es todo un mosaico de datos estadísticos, de sensaciones y reflexiones, en el que no faltan referencias temporales al momento presente.
El presente en el libro es 1957, y el tiempo transcurre vertiginoso en un Estado reciente y pujante como Israel. Podría resultar, en consecuencia, comprensible que en una primera y rauda apreciación se cuestionase el interés de un documento que discurre en un escenario del que nos separan cuarenta y cinco años, en los que han transcurrido muchos y decisivos acontecimientos que obviamente en el ensayo están ausentes.
Pero la lectura del texto disuelve de inmediato la prevención. Para calibrar la medida del texto, debemos recordar con Pla que estamos hablando de un país que «interesa a todo el mundo, que apasiona muchísimo. La historia de estos últimos meses lo demuestra copiosamente» (p 21). Pues bien, lo sorprendente —y, al mismo tiempo, lo desesperante — de esta estimación es que tenga tanto impacto hoy como ayer, lo cual informa de la actualidad de un asunto enquistado, de un caso atorado. Mas ¿cómo empezó todo?
Pla lanza una mirada limpia sobre el nacimiento de un Estado, sobre la gesta del pueblo judío en el campo de Agramante oriental con la esperanza de lograr una representación lo más completa y objetiva posible —pero que no oculta en ningún momento respeto y admiración—, que su retina registra, su memoria retiene y su pluma describe. El escritor tiene por entonces 60 años y no puede por menos que quedar fascinado ante el esfuerzo de una comunidad incipiente vigorizada por un idealismo y un patriotismo tales que socavan muchos mitos erigidos por el antisemitismo —el judío como individuo materialista, avaro y regalón—.
Ocurre, sin embargo, que los judíos han labrado Israel a partir de un trozo de tierra abandonada, maltratada y malgobernada por la desidia del turco, la dejadez del musulmán y la mezquindad de los anteriores protectores y mandatarios europeos. Insertados tras la diáspora en este desierto, cuya transformación en tierra cultivable y civilizada es casi un milagro, sus peores enemigos son, con todo y con mucho, los vecinos: los países árabes de la región —y del resto del mundo— que le han declarado la guerra a muerte desde el primer día de su existencia.
¿Por qué les odian tanto? Israel es un Estado nacido con una misión, recogida solemnemente en la Declaración de Independencia: ofrecer un hogar a todos los judíos dispersos en la diáspora (la Gola) en este extremo, aunque para nosotros próximo, del continente asiático. Y, en efecto, la población israelí proviene de todas las partes de la Tierra, si bien la procedencia sea mayoritariamente oriental. Mas lo extraordinario del asunto, «la gran sorpresa», dice Pla, que produce este país, es que tanto los dirigentes políticos y militares como el modo de vida israelí se rigen nítidamente por el modelo occidental.
Israel se constituyó desde sus orígenes siguiendo la forma y el contenido de una democracia parlamentaria, desarrolla una economía liberal y en su sociedad las mujeres participan en todas las labores y tareas en igualdad de condiciones que los varones: «Y éste es el hecho —a mi modesto entender— que no podrán nunca digerir los países árabes vecinos de Israel: la presencia de un pueblo no solamente occidental, sino uno de los que más ha contribuido a la formación de la civilización moderna. Sólo hay que recordar que Einstein, Freud y Marx eran judíos.» (Israel, 1957, p. 55). Palabra de Pla.
Bien pensado, y bien leído el libro en nuestros días, aquello que se insinuaba un inconveniente —la fecha de su redacción—, demuestra ser una cualidad fructuosa, como es la oportunidad de evocar las circunstancias del origen del Estado de Israel, de sus aprietos y apreturas. El capítulo Judíos y árabes contiene, por ejemplo, en sólo once páginas una de las más precisas y clarificadoras síntesis que pueden leerse actualmente sobre un conflicto que todavía hoy estremece al mundo y del que prácticamente nadie se abstiene de opinar, y aun de tomar partido, casi siempre para acostarse hacia «la causa palestina frente a la agresión israelí».
Basta con acudir a una librería y acercarse a la sección dedicada al tema —lo mismo podría decirse de otras materias palpitantes, como la globalización, por citar una— para constatar el aplastante desequilibrio de la oferta bibliográfica disponible y la apabullante superioridad de una perspectiva de interpretación y análisis sobre la otra. El solo hecho de que Israel, 1957 pueda aliviar semejante déficit, y de paso probar que la posesión de ideales y de espíritu crítico no es patrimonio de una determinada ideología o «sensibilidad», ya serían razones suficientes para celebrar la fortuna y oportunidad de la reedición de este texto, en verdad comprometido e interesado, pero no apologético y secuaz, como suele ser habitual en otros trabajos compuestos en nuestro tiempo: «He hecho este reportaje con gran interés—confiesa el autor—, porque yo tengo personalmente una gran admiración por este espíritu, que por el hecho de tener como esencia la protesta sistemática constituye la estructura viviente del liberalismo, que es precisamente mi razón de ser.» (p. 256). 


[El presente texto, del que es autor el responsable de este blog, remite originalmente a la reseña del libro de Josep Pla, Israel, 1957. Un reportaje. Traducción de Eduard Gonzalo, Destino, Barcelona, 2002, publicada, bajo el título de «El nacimiento de un Estado» en Revista de Occidente, Madrid, nº 261, febrero 2003, pp. 148-151.]

sábado, 19 de junio de 2010

EL IDIOMA ESPAÑOL, AL DÍA



«Desde la autoridad filosófica, se ha asumido como designio o fatalidad que el español, o lengua castellana, que cuando se adentra en el territorio del pensar se convierte en un intruso o un extraño, en un simple merodeador, cuando no en un impostor. Esta profunda sugestión remite, aunque no directamente, a poderosas creencias e inquietudes de procedencia germánica: la «nueva mitología» propugnada por Schelling, en el sentido de buscar ese poema originario e infinito, renovado apeiron de la literatura, unidad de la multiplicidad, donde los demás géneros se funden, y la doctrina romántica, de raíz herderiana, de Wilhem von Humboldt, según la cual en el seno de la lengua, en cada sistema lingüístico, anida una característica concepción del mundo (Weltanschauung) que configura el modo de pensar de sus usuarios; así como, más explícitamente, la etno-intuición antojadiza de Martin Heidegger que sostenía que sólo el griego y el alemán son idiomas aptos para el pensar, quedando vedados los demás, en especial los de raíz latina.
Bajo el manto protector de estas fábulas se han visto persuadidas y acomplejadas, casi ahogadas, varias generaciones de filósofos en España, y arrastradas a adoptar conductas muy drásticas: desde la que anima sin más rodeos al aprendizaje urgente del alemán (el griego clásico es lengua muerta y no tiene hoy tanto prestigio) con el objeto de transformarse en epígonos de sabios germánicos, hasta la que, sobreponiéndose al apuro inicial, decide abrir una sucursal universitaria en España de escuelas filosóficas, o promocionar autores del exterior con el fin de ofrecer una versión hispana de ésta y éstos adaptados al gusto de los de aquí, movidos por lo que Carlos Pereda, ya lo hemos visto, denomina «fervor sucursalero».
Pero, con estas maneras e inclinaciones, es difícil competir o disputar un territorio para asentar el discurso filosófico propio. Bajo el peso del enorme acomplejamiento cultural, interiorizado con tímida resignación («¡Siempre nos quedará la agudeza o el arte de ingenio!»), palurda arrogancia («¡Qué inventen ellos!») o burocrático alivio («¡Siempre nos quedara la cátedra!»), el papel del pensamiento español en el mundo ha quedado muy mermado y limitado.
Acaso su horizonte aspire, al máximo de sus posibilidades, a abrigar la esperanza de ampliar su esfera de acción e influencia hacia la comunidad iberoamericana, pues después de todo nos une la misma lengua, junto al portugués. Pero si meritorio propósito es el estrechar los lazos con los países latinoamericanos, será aún más realista y provechoso para todos cuando aquél vaya acompañado de intereses comunes reales y de proyectos igualmente concebidos en común, no de vanos y retóricos deseos. Pues la perspectiva de un tema se desvirtúa en el instante en que se crea la ilusión al modo como se forjan las consolaciones de la filosofía.» (Fernando Rodríguez Genovés, La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía).

lunes, 14 de junio de 2010

WEBER VIVO, A LOS NOVENTA AÑOS DE SU MUERTE



«Después de todo lo dicho, considero muy inadecuada la utilización de la expresión “progreso”, incluso en el limitado ámbito donde se podría aplicar de manera inofensiva. No se pueden prohibir a nadie ciertas expresiones, pero cuando menos se pueden evitar los posibles malentendidos.» (Max Weber, Por qué no se deben hacer juicios de valor en la sociología y la economía).
Maximiliam Carl Emil Weber, nacido en Erfurt (Alemania) en 1864, fallece en Munich el día 14 de junio de 1920. Se cumplen , por tanto, noventa años de su desaparición en el reino de los mortales. No obstante, para quienes están interesados por las ciencias sociales, Max Weber representa una fuente de conocimiento de la que sigue manando un pensamiento preciso y riguroso, decidido e inquebrantable. Muchos de sus conceptos y categorías son sencillamente imprescindibles, acaso más que nunca, a la hora de comprender la acción humana. Para la ciencia y el conocimiento, Max Weber sigue plenamente vivo.
Aparece ahora en el mercado (ese concepto tan denostado por los jinetes del Progreso, a quienes, por consiguiente, la meditación weberiana les resultará muy ajena y lejana) la edición de bolsillo y en español del célebre ensayo de Weber que —en uno de sus más brillantes fragmentos— preside la presente Hoja Nueva, y cuya traducción más literal del alemán sería «El sentido de “no hacer juicios de valor” en la sociología y en la economía».
Texto ejemplar, perfecta adaptación al campo de las ciencias sociales de la argumentación sobre la impropiedad e ilegitimidad del paso de es al debe, en el que Weber imparte una lección magistral de integridad intelectual y humana, así como de categoría profesional. Una actitud ésta extraña para el profesor militante, agente y oficiante de la «educación en valores», que «en su calidad de tal» acude al aula portando «en su mochila el bastón de mariscal del político o el de reformador cultural, que es lo que hace si aprovecha la libertad de cátedra para exponer sus sentimientos políticos (o culturales)» (págs. 73 y 74).
Profesor de la vieja escuela y científico de profesión y de vocación (als Beruf), he aquí Max Weber, sociólogo y economista, científico social, pensador inmortal: genio y figura hasta la sepultura.

viernes, 11 de junio de 2010

EL EMPERADOR QUE NO QUISO SER CÉSAR



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«Guárdate de convertirte en un césar, de teñirte de ese carácter, pues esto es lo que suele ocurrir. Consérvate siempre sencillo, bueno, puro, digno, libre de afectación, piadoso, amable, afectuoso, resuelto en la práctica de tus deberes» (Marco Aurelio, Meditaciones, VI, 30)

El poder político deriva, más tarde o más temprano, en abuso de poder.
Marco Aurelio, gran filósofo y emperador romano, tuvo siempre presente esta sabia apreciación que recoge de sus mayores y sus maestros. Prueba este hecho la constante vigilancia que muestra para que el tinte de la púrpura no le impregne en exceso, y por conservar, a pesar del oficio político, la integridad y la honestidad como hombre.
Esta máxima resulta útil cuando es dirigida a un príncipe, por ejemplo, por un prudente y discreto consejero. Pero no es habitual que sea el propio príncipe quien se lo ordene a sí mismo, como hace Marco Aurelio en sus Meditaciones, texto titulado originalmente: «Para sí mismo».
El cuidado por prevenirse ante los peligros del poder de la servidumbre —y la servidumbre del poder— se graba muy tempranamente en la conciencia y la memoria de Marco Aurelio. Siendo muy joven, tiene la ocasión de percibir una primera señal de la carga que contraía el título de heredero del Imperio, cuando, adoptado por Antonino Pío en el año 138, tiene que abandonar la vivienda familiar en el monte Celio de Roma, entre cuyas estancias y jardines había sido inmensamente feliz, para pasar a ocupar las instancias palaciegas propias del cargo. Desde ese momento, debe recordarse a diario el ser un buen emperador, y no soñar con ser un césar.

domingo, 6 de junio de 2010

EL MOSAICO ROMANO


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Muchos turistas, al volver de un viaje a Roma, cargan en su equipaje, entre otros previsibles souvenirs, piezas en yeso de la Pietá de Miguel Ángel, bustos del Papa en bronce, reproducciones del Coliseo en cerámica, tiras de postales y algún pedrusco saqueado sin afán de lucro en el Foro. Todo junto, amontonado en la maleta, en su apreciable disparidad, conforma una unidad resultante, una reproducción muy fiel, una metáfora del lugar visitado. Idéntica sensación contraerá asimismo el viajero, con o sin «recuerdos» en la mochila, pero con la memoria clara de una amalgama de imágenes, voces y experiencias aún por engarzar.
Contaré a continuación, no lo que traje a mi regreso de Roma, sino lo que contrajo mi espíritu en Roma al respirar el aire de sus animadas calles y recorrer sus inmemoriales calzadas. ¿Qué será, será? Nada parecido a un «síndrome de Stendhal», lo que suele ocurrirle al visitante sensible cuando su retina y su mente se llenan de Florencia y tanta esencia los colapsa, quedando así espiritualmente desbordado. Algo asimismo muy distinto de las percepciones intemporales de agua y piedra que produce la ascensión de Venecia ante nuestra vista, como una Venus en su concha emergiendo de las aguas. Venecia: ese prodigio de espacio estancado en el tiempo: «Ciudad Eterna» secular, en comparación con la, en el fondo, muy terrenal ciudad Roma). Nada, en fin, que nos recuerde tampoco la elegancia y el engreimiento de Milán y sus moradores.
A una ciudad como Roma, supuestamente tan ligada a la espiritualidad y a la reminiscencia, no es fácil, sin embargo, encontrarle el alma que la anima, valga la redundancia. Roma, tejido impresionista, es recordada tal cual es vista: como una impresión construida a partir breves retazos, como una sucesión de trozos y fragmentos de antigüedad, que, diseminados por los suelos o elevándose en erguida altivez, evocando tiempos pasados, es necesario reconstruir con la imaginación, porque su dispersión y despiece impide una visión completa. El producto de Roma es la suma de sus partes.
¿Será ésta una de las razones por las que tienen tanto éxito en los puntos de venta turísticos los mapas reconstruidos de la Roma antigua y los álbumes de imágenes de la ciudad donde se superponen en transparencias la urbe en su apariencia actual y su antecedente glorioso (como es ahora y como era antes), intentando así averiguar cuál de las dos respectivas presencias es la que más se corresponde con la Roma real?
Y es que la Roma de hoy no es una ciudad hecha pedazos (o no sólo), sino una ciudad hecha de pedazos; un mosaico: "Trabajo artístico hecho acoplando sobre una superficie trozos de piedra, vidrio, cerámica, etc., de distintos colores, de modo que forman figuras" (María Moliner). Después de haber visitado Roma, uno también puede pensar que esta definición encaja perfectamente con lo que ella misma es: un mosaico, el mosaico romano.
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Roma constituye el resultado de la abigarrada suma —ciertamente, espectacular— de fragmentos de pasado artístico, de foros remotos, de termas desaguadas, de circos sangrados, de terrazas venteadas, de iglesias diseminadas aquí y allá, por doquier, de templos clásicos requemados y a la intemperie, de columnas y obeliscos orgullosos, de fuentes (muchas fuentes) inagotables que hoy sirven más para intentar aplacar la sed de imágenes de una Nikon que para saciar la sed de un peregrino. Todos estos vestigios sobrevienen ante nuestros ojos como emergiendo de entre las calles enhiestas y callejuelas de villorio, de plazas señoriales y plazoletas de aldea, vías antiguas y vías modernas, por las que impera un tráfico enloquecido y un ir y venir de transeúntes con destino imposible de conocer o siquiera imaginar. En Roma, las marcas y cicatrices de la civilización componen el atrezzo natural de un escenario urbano con funciones de mañana, tarde y noche.
Ese gran puzzle que en se resume la ciudad del Tiber no resulta siempre fácil de reconocer, tanto antes como después de componerlo y comprobar el resultado. Roma es muchas ciudades en una. Roma, más aun que la gema de Europa o el broche de Occidente, es una miscelánea de perlas desgranadas y derramadas al azar, una joya que no puede ser contemplada como un collar sino como un cielo estrellado en recuerdo de su constelación. Ambas cosas, construcciones históricas solidificadas y núcleo urbano vivaracho, parecen pugnar por no encontrarse, por no querer reconocerse, por vivir juntos pero en tiempos distintos.
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Roma, más que una, es única. Algo que aspira a no reducirse a la categoría de sucesión de estampas, de fotogramas, de imágenes, reunidas bajo un mismo término. ¿Qué es Roma, al fin? ¿Qué queda de Roma?
Roma es lo que queda de sí misma. Tras crear un imperio, como no ha habido otro en el mundo, hoy brilla en el firmamento de la marca registrada y la firma comercial bajo la forma de un emporio.
Quedan, sí, sus restos monumentales, alzándose como hongos en un prado, formando un conglomerado desconcertado junto a las calles y plazas adyacentes que les sirven de marco —antiguamente— áureo. En este agregado multiforme no sabemos a veces muy bien qué es lo que destaca, lo que es pasado y lo que es presente; a menudo, todo nos antoja igual de vetusto.
Se dice que en Roma no pasa el tiempo y probablemente por ello se la conoce por el nombre de Ciudad Eterna. Yo más bien diría que Roma no tiene un tiempo sino muchos tiempos.
Ciudad tan ecléctica, casi nada destaca en ella como propio. Roma no es una, es universal. Antes me refería al alma para identificar esa propiedad. Ahora podría convocar a la esencia, una sustancia cementosa que armara los fragmentos conservados. En Roma, ciudad de new fashion, urbe donde bulle la gran factoría del nuevo diseño, las Termas de Caracalla podrían pasar muy bien por una construcción de rompedor urbanismo posmoderno; la Villa Borghese se nos revela, en algunos de sus parajes, casi tan antigua, por deteriorada, como el mismo Coliseo; el estilo mussoliniano de la EUR o de la Estación Termini resultan hoy escenarios galácticos, casi de ciencia ficción, salidos de algún episodio de la serie Star Trek; y en el antañón corazón del Trastevere corretea y circula la sangre más joven de Roma.
Como representante de un reino que no es de este mundo, en un ángulo de la secular ciudad de Roma está erigida la Ciudad del Vaticano, la Santa Sede de la Iglesia de Pedro. Un Estado dentro de otro Estado. Imperium in imperio. Petrus junto a piedra. Como no podía ser de otro modo, el Vaticano es y no es Roma, sino un espacio santificado adherido a ella y que rivaliza con otros recintos augustos.
Pedazo de cielo incrustado en el paisaje urbano y mental romano, conforma un complejo tan de fantasía, que su vinculación con la urbe necesita bastante más que el testimonio del nombre de la arteria que las comunica: Via de la Conciliazione. Es cosa de milagro tanto su respectivo vivir como su convivir.
Vaticano y Roma semejan dos universos separados por algo más que el río Tiber: la ciudad de Dios y la ciudad humana, demasiado humana. Pero, una y otra, por separado, resultarían inconcebibles. Roma no es una ni trina, es un territorio unificado con un efecto que desconcierta, como todo lo sublime.
En Roma, tras la caída del Imperio romano, advertimos, en efecto, una sensación de acabamiento de lo clásico, donde sólo ha quedado en pie un decorado de peplum, unos muros cuarteados y una nobleza histórica venida a menos, bajo amenaza de ruina, como expresiva muestra de esa derrota ante sus modernos habitantes. He aquí un fenómeno, por lo demás, no exclusivo de Roma, sino del mundo clásico perdido. Ocurre lo mismo en Atenas, en las islas del Egeo, en las antaño costas de la Jonia, en Alejandría.
Ante la ciudad del Tiber, contemplando tantas iglesias romanas construidas a partir de placas de mármol arrancadas del Coliseo romano y de tantos otros monumentos romanos, Stendhal experimenta otra especie de síndrome ante el peso de la belleza, tal y como leemos en sus Paseos por Roma:

«Si los Papas no hubieran vuelto de Avignon, si la Roma de los curas no hubiera sido construida a expensas de la Roma antigua, tendríamos muchos más monumentos de los romanos; pero la religión cristiana no hubiera hecho una alianza tan íntima con lo bello; hoy no veríamos ni San Pedro, ni tantas iglesias magníficas por todo el mundo: San Pablo de Londres, Santa Genoveva, etc. Nosotros mismos, hijos de cristianos, seríamos menos sensibles a lo bello

Roma, ciudad de conquistas, convertida en símbolo (el peor destino para una ciudad) de plaza conquistada y abierta en canal al saqueo. Una y otra vez. Pero, ciudad eterna al fin, recomponiéndose siempre tras los sucesivos descuartizamientos sufridos. Mas la decadencia en Roma resulta tan hermoso. Como en el verso de Goethe en Fausto, siente uno ganas de cantar a propósito del tiempo en Roma: «Si un día le digo al fugaz instante:/ «detente, eres tan bello»,/ puedes entonces cargarme de cadenas,/ entonces consentiré gustoso en morir».
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Roma: espacio de plenitud ausente, donde no nos encontramos porque no sabemos dónde estamos. Roma: tiempo de alterado fluir, en el que no es posible apreciar una continuidad entre el pasado antiguo y el presente sin asegurar, como si el tiempo se hubiese detenido en algún momento de la historia, aunque no sepamos exactamente cuándo.
Perdiéndonos por las calles del Trastevere, todavía podemos husmear aromas de cruda realidad, ver carnes despojadas, oír voces desgarradas; contemplar, en fin, estampas de popular colorido en calles animadas por un gentío bullicioso y desinhibido, y aun reparar en tiendas y talleres artesanos donde, sorprendentemente, todavía se trabaja. De sus hornos y pastelerías he visto salir enormes bandejas conteniendo los deliciosos dolces que más tarde se servirán en las terrazas de la Via Veneto y de la Piazza de la Republica. También he visto expuesto en la vía buen pescado, y muy fresco. Aquí todo es natural. Si queremos tomar el aire, basta salir al balcón; al gran balcón del Trastevere. Surcando calles estrechas y remontando cuestas costosas alcanzamos el montículo del Gianicolo, donde es posible dominar la gran ciudad que se extiende a nuestros pies. Aquí uno se siente un auténtico emperador.
En Roma, ciudad presta, aunque sedimentada pacientemente sobre sustratos milenarios, sólo tienen verdadera prisa los vehículos motorizados: los taxis —blancos, amarillos y descoloridos—, los autobuses —urbanos y turísticos— atravesando la ciudad como machetes, los turismos, y sobre todo y por encima de todo, las motocicletas. Y es que en la Roma contemporánea reina un Triunvirato motorizado muy sonoro: Fiat, Alfa-Romeo y Ducati (hace unas decenas de años, la Vespa).
Los romanos de hoy, de todas las edades y condiciones, conceden un fervoroso culto pagano a los automóviles y, especialmente, a las motocicletas. Un culto más apasionado que el que dispensaban sus antepasados remotos a Júpiter, a Rómulo y Remo o a la diosa Vesta. En nuestros días, las motocicletas, revoloteando como avispas, adoptan el rango de modernas cuadrigas del asfalto (del empedrado o del adoquinado) de las calles, atravesándolas con la fiereza y con el poderío de quien se sabe protagonista, como en un circo o en un estadio, de la calzada, dando vueltas y más vueltas, muchas veces sobre un mismo recorrido, con la dudosa esperanza de ser admirados.
Muchos italianos de Milán, de Florencia y de ambos sexos llaman la atención por la elegancia en el vestir y por un atractivo natural que saltan a la vista. Pero los romanos al volante (sobre todos ellos; ellas suelen marchar de paquete), hace que nos volvamos a su paso por el ruido, como si, después de todo, prefiriesen ser oídos a ser vistos. Por este motivo, tal vez unos y unas hablan en público (seguro que también en privado) a voz en cuello.
Ay, los romanos y su pasión por hablar sin parar, y sin bajarse del vehículo. Hablan a voces, de tenor, barítono y soprano, de viva voz, muy próximos o por medio del telefonino. Este fenómeno del motorola es tan omnipresente en Roma como el de la motocicleta, y juntos formarían el símbolo acústico del presente. Quo vadis? ¿Adónde van todas esas motos sin cesar? ¿Con quién hablan? ¿De qué asuntos hablarán tan apresurados y actuantes todos esos incontinentes parlanchines, a cualquier hora del día y de la noche, entre la vorágine del tráfico enloquecido o en los rincones recoletos de los parques y jardines? Los romanos al teléfono: Pronto! Los romanos en motocicleta: Dai muoviti! Via, via! ¿Qué más queda de Roma?

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Su gastronomía. Sabrosa y rotunda, invariablemente unida a las variadas pastas italianas, pero también coronada por las producciones propias (tal que Cinecittà), que como todo en esta ciudad única se une irremediablemente a la servidumbre de lo simbólico. Una ciudad hecha de pedazos y de restos debe adorar, también en la mesa, el despojo. Y así es. Si quiere conocer el alma romana no hay que dirigirse a la razón, a la vista o al corazón: debe dirigirse al estómago.
Ciudad de estómagos y de intestinos, surcando galerías y catacumbas, las ruinas romanas siguen manteniendo la villa en pie. Ciudad que ríe, grita, galopa en motocicleta y que se alimenta de tripas, pancetas, bazos, mollejas y demás casquería, conforma en su conjunto una bacanal, un banquete de típica cocina del Lacio (trippa a la trasteverina, milza in unido o budelle).
En Roma, como puede verse, se aprovecha todo. Nunca, en ningún lugar como en Roma, ha podido crearse a partir de despojos, reliquias, piedras, cenizas y restos tanta cultura y tanta historia. Para resultar este portento ha hecho falta tiempo, habilidad y paciencia, tierra y fuego. Como se han hecho siempre los mosaicos.
Abril 1995
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viernes, 4 de junio de 2010

UNA VOZ AMIGA QUE AVIVA Y DESPIERTA EL ÁNIMO


«— Señor —decía Sancho a su señor Don Quijote—, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado se vuelven bestias: vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes.» (Miguel de Cervantes, El Quijote, II, Capítulo XI).

Pocas veces se ha expresado mejor — con más gracia y ternura— que en este fragmento cervantino, el desventurado efecto de la tristeza en el hombre. El vivir abatido, nos dice Cervantes por boca de Sancho, supone, en realidad, un sinvivir, un estar fuera de sí por parte de quien no es capaz de comportarse convenientemente. La tristeza puede marcar una etapa o un tránsito en nuestro devenir, pero bajo ningún concepto puede significar un modo de vida (humano). Repórtese, pues, el hombre afligido. Que vuelva a coger las riendas de la vida y jamás maldiga la vida. Que avive el seso y despierte, y vuelva en sí. Que muestre el coraje necesario para superar el estado de postración. Dicha fuerza del ánimo es caracterizada como «gallardía» en los libros de caballerías, y a mí me es grato calificarla, en el ámbito de la ética, como contento moral.
La tristeza paraliza y embrutece al hombre, en efecto. Sin embargo, el esteta a menudo considera la desolación un tónico para la producción intelectual y la creación artística, acaso como también la malandanza, el hambre y la absenta. Cree, de esta forma, que a la sombra de la tristeza, la hermana melancolía remueve el genio y el ingenio del hombre, cual labrador que hiere la tierra con el arado, esperando recoger algún día una provechosa cosecha. Mas quien vive con el alma surcada, presumiendo de amargura y aflicción —como el infortunado tullido exhibe el muñón con una mezcla de espíritu de conquista y desafío—, ése sabe poco de bienes y ganancias morales. Como al lisiado, sólo le cabe esperar una roñosa limosna o vivir del subsidio, desdichadas maneras del sub-sistir. Aguardando futuro tan sombrío, acaso confía legar, como máxima aportación, a la posteridad algún sublime himno a la desesperación.

¡Desgraciado el melancólico que rumia sus penas en soledad! ¡Y afortunado aquél que, soportando la negra losa de la pesadumbre, siente la cálida voz amiga que le anima a sobreponerse y a reportarse, para así tener una nueva oportunidad y poder continuar el camino andante!