jueves, 27 de mayo de 2010

SER CONSERVADOR EN LA ÉTICA


«Entonces, ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo efectivo a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo excesivo, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica.» (Michael Oakeshott, «Qué es ser conservador», en El racionalismo en política y otros ensayos)

Dejando de lado, por el momento, las consideraciones políticas del asunto, elegantemente recopilado por el filósofo británico Michael Oakeshott (1901-1990), sugiero en la Hoja Nueva de esta semana la siguiente interrogación: ¿qué significa ser conservador en la ética?

Vaya por delante, mi personal y breve respuesta a la misma: significa captar y practicar, en su profundidad, la sustancia misma de la ética.

Para la ética, el sentido de la acción consiste en procurar al máximo la conservación del hombre, siempre dentro de los márgenes de la humanidad (en el esfuerzo por perseverar en su ser, diría Baruch de Spinoza). No es tarea de la ética inventar al hombre ni crear un «hombre nuevo», sino hacerle avanzar en el horizonte de sus posibilidades reales, es decir, ayudarle a mejorar sus perspectivas de vida dentro de lo posible.

En la determinación de lo posible, interviene, en primera instancia, la constitución de la naturaleza humana. En su propia naturaleza descubre y reconoce el individuo humano sus propios límites, lo cual resulta de importancia capital. Aprende con ello a realizarse, no en una perspectiva de lo absoluto, sino dentro de los márgenes de la contingencia. Rebasarlos conllevaría un desbordamiento. Cuando éste se produce en masa o a gran escala, la humanidad del hombre corre peligro de verse anegada por la crecida de las pasiones, por la riada de la barbarie, por el derramamiento de sangre. Y no me refiero aquí a una posibilidad, sino a una nefasta y recurrente realidad.

jueves, 20 de mayo de 2010

AUSCHWITZ: COMPRENDER LO «INCOMPRENSIBLE»


«lo que ocurrió en Auschwitz no puede comprenderse ni tampoco, quizá, debe comprenderse. [...] en Auschwitz no hay cólera: Auschwitz no está en nosotros, no es un arquetipo, está fuera del hombre. Los autores de Auschwitz, que aquí se nos presentan, no se dejan llevar por la ira o el delirio: son diligentes, tranquilos, vulgares y planos; sus discusiones, declaraciones, testimonios, aun los póstumos, resultan fríos y vacuos. No podemos comprenderlos: el esfuerzo por comprenderlos, por remontarnos a sus fuentes, se nos antoja vano y estéril. Auguramos que tardará en aparecer el hombre capaz de comentarlos y de dilucidar qué ocurrió para que, en el corazón de nuestra Europa y en nuestro siglo, el mandamiento de “no matar” fuese invertido.»

(Primo Levi, «Prefacio a “Auschwitz” de Léon Poliakov» en Vivir para contar [2010]).

Uno lee estas palabras, en las que su autor apenas logra contener la rabia y la desesperación, y colige, en una primera instancia, que si Primo Levi renuncia a «comprender» el significado de Auschwitz, ¿quién puede ser capaz, entonces, de tamaña labor? Levi vivió Auschwitz; si aquello fue vivir. Su testimonio, expuesto en una dilatada obra de denuncia, ha logrado penetrar con apasionado coraje y fría precisión, acaso como ningún otro, en el corazón de las tinieblas del Holocausto. Y todo ello después de salir de él. Levi ha sido, en fin, quien ha facilitado indispensables claves interpretativas del horror al que puede llegar la conducta de los hombres —si aquellos fueron hombres, que, ay, sí lo fueron— bajo determinadas circunstancias. ¿Cuáles son esas circunstancias? Básicamente, tres: el empuje de la ideología totalitaria, la creencia en la utopía y el caudillismo hipnotizador de masas.

Ciertamente, la Shoá condensa, en el fondo abisal de su perversidad, el Mal Radical. Parecería, en efecto, algo incomprensible, si por comprender sigue entendiéndose «justificar», «disculpar» o «ponerse en el lugar del otro»; unos errores conceptuales, desgraciadamente, muy repetidos, usuales incluso en individuos experimentados en el ejercicio de pensar y argumentar. Visto desde esos prismas estrechos —en el fondo, de índole afectivo-sentimental y, por tanto, ajenos a la comprensión racional—, en verdad que Auschwitz es injustificable, imperdonable e inconcebible… Pero, con todo, sucedió.

Precisamente porque comprendemos el sentido y el alcance de Auschwitz, decimos que nos resulta un suceso repugnante y despreciable, sin reservas, devastador, negador de los valores sagrados de la humanidad: la vida humana, la libertad individual y la propiedad privada. El peligro surge cuando, en nombre de una ideología «revolucionaria», tales valores son repudiados y trasgredidos, y sujetos fanatizados asesinan y esclavizan a seres humanos y se aplican a un brutal saqueo al por mayor de propiedades y bienes ajenos. Protegidos y estimulados por la ideología totalitaria, se convierten así en sujetos «diligentes, tranquilos, vulgares y planos».

Esto representa, sin duda, el Horror. Pero, todo aquello que es realizado por un hombre, otro hombre es capaz de dilucidarlo. Más tarde o más temprano.

La embestida contra la vida humana, la libertad y la propiedad está presente en el nazismo, pero también en el comunismo y en cualquier otra forma de totalitarismo. Auschwitz ha sucedido, pero también el Gulag, la Revolución Cultural en la China de Mao y el régimen de Pol Pot en Camboya. El nazismo ha sido vencido. Pero el resto de los totalitarismos (vgr. el comunismo), no.

Los valores sagrados del hombre (inviolables por derecho natural) son afrentados, calumniados y ultrajados en cualquier parte del mundo día tras día. En la historia de la humanidad, el paso de la civilización a la barbarie se da con más prontitud y frecuencia que en dirección contraria. Sencillamente, porque destruir es más sencillo que construir, obedecer más simple que actuar, robar más fácil que producir y crear.

El hombre no vive, por ventura, siempre en una situación límite. Pero basta con que apunten en el horizonte las siniestras circunstancias que convocan a la tiranía para que el horror de todos los días avance en dirección a un nuevo y demoledor Horror. Se diría que hablamos de algo «incomprensible». Hablamos, en suma, de algo penosamente real, de algo realmente existente.

jueves, 13 de mayo de 2010

HACER DE LA LIBERTAD UNA COSTUMBRE


La sóla libertad no la desean los hombres, por la sencilla razón, a mi entender, de que si la desearan, la tendrían. (Étienne de La Boétie, De la servidumbre voluntaria).
Digámoslo en pocas palabras. Simplemente, basta con la dejadez y el abandono de los que habla La Boétie para que pueda mantenerse en pie el poder despótico más mezquino, ejercido, habitualmente, por individuos flojos y mediocres, a veces por sólo uno. Merced a esta debilidad de voluntad y carácter del subordinado, el sátrapa se considera fuerte, aunque nunca llegue a serlo, en realidad. La fuerza que exhibe, su estatus, no proviene de sí mismo, sino de la poca resistencia ofrecida por los gobernados o súbditos. Los hombres serviles —«nutridos y educados en la servidumbre»— sólo saben que obedecer, y semejante condición de sometimiento la consideran algo natural o inevitable. Normalmente, ni siquiera se la cuestionan.
Porque la servidumbre no constituye una fatalidad, los serviles no son ajenos a su condición de siervos. Tampoco inocentes. Son atrapados en el círculo infernal de la dominación por el miedo y la comodidad, el gusto por lo simple y lo fácil, por la rutina y la inercia. La servidumbre de la plebe le sale gratis al tirano.
«Por tanto, la causa primera de la servidumbre es la costumbre». Tal es la correcta deducción de La Boétie. Así pues, ya que adoptar costumbres es cosa consustancial a la naturaleza humana, bueno será discernir entre ellas. Aprendiendo a elegir, urge desprenderse de las nocivas para adquirir las más beneficiosas. Lo primero, la libertad. Hagamos de ella una costumbre.

martes, 11 de mayo de 2010

NY ON MY MIND


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El primer viaje que proyecté y realicé a Nueva York lo concebí como el primero en un sentido muy especial: no porque no hubiera habido otro antes (que también, o mejor, que tampoco), sino porque después de él debían venir, necesariamente, otros más que lo continuasen. Esta navegación debía ser, entonces, una iniciación, en sentido estricto, un prólogo, una presentación previa —la ciudad y yo— para ir conociéndonos mejor de ahí en adelante. Nueva York había penetrado en mi mente hacía ya mucho tiempo. Sólo era cuestión de poner fecha a una cita previa, al primer encuentro. No era, pues, una cita a ciegas, sino una consumación.
No me equivoqué ni pequé de optimista al concebir estos preámbulos. Hay ciudades que uno visita y descubre y hay ciudades que te descubres visitándolas: Nueva York pertenece al segundo tipo. Su espacio nos depara una expectativa, un lugar, más que a visitar, a revisitar. Cuando recorres Nueva York, al menos este es mi caso, se apodera de ti una sensación de déjà vu.
El primer viaje a Nueva York, al menos el primero, lo ritualicé casi antes de embarcarme en él. Al otro lado del océano me esperaba una ciudad que ya conocía. Mi mente había sobrevolado por ella miles de veces. New York on my mind.

2

Miles de fotografías, cientos de películas y docenas de libros me hablaban al oído de Nueva York cuando me dirigía a su encuentro en el presente continuo de este verano de 1994. Por eso es un lugar que no podía sorprenderme, aunque sí puede contrariar o atrapar, según a quién. A mí, Nueva York me había seducido hace años. Ahora, una vez allí, en sus manos, era difícil deshacerse de su abrazo. Una progresión de hechizos hacía que me fundiese en su suelo como si siempre hubiera estado allí. Sea como sea, Nueva York, ya digo, no está hecha para sorprender: ni bajo el mismo Empire State Building puedes sentirte extraño ni empequeñecido, porque aquello que se alza ante ti, aquello que casi no puedes ver porque se pierde en el cielo y tu cerviz no puedo seguir la trayectoria ascendente sin riesgo de quebrarse, aquel portento, repito, ya forma parte de ti.
A la vuelta de mi primer viaje a Nueva York no podría asegurar haber estado allí efectivamente. Su realidad siempre antecede a su presencia: por eso es una ciudad tan cinematográfica, o ha logrado ser tan cinematográfica. La cámara de cine es quien mejor sabe de fotogenia, y Nueva York se deja fotografiar: enamora a la cámara, y nuestra retina también, de manera natural. Pasa esto —la fascinación de la cámara con un rostro, una figura— con ciertas estrellas del cine. Por ejemplo, Marilyn Monroe. Marilyn bajo el respiradero de Manhattan en La tentación vive arriba de Billy Wilder. ¡Quién da más!
Miro a mi alrededor. Allí el puente de Brooklyn, allá la Estatua de la Libertad, alrededor tuyo Central Park, al fondo la Quinta Avenida, encima de tu cabeza el centelleante edificio Chrysler y bajo tus pies los túneles inabarcables del metro: todo estaba ya en la mente y en la memoria de este viajero hechizado antes de partir.
No tienes que ir a Nueva York para comprobar que existe y que es real, como sí viajas a otros confines del planeta para tocar con tus manos su presencia física. Este no el caso de Nueva York, que no se puede abarcar con la vista ni puede tocarse. Cuando caminas por sus calles, penetras en sus edificios y observas a sus gentes, ya no te parece tan real porque entonces comienzas a soñar. Pero, si no has ido, lector, y te gustan las ciudades, no dejes de ir a Nueva York: el epítome de la ciudad.
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¿Cómo puede Nueva York sobrevivir día tras día a esta sobreabundancia, a esta plenitud? ¿Cómo puede conservarse tanta perfección en el encuentro, a veces aparentemente imposible, de sus espacios, edificios y gentes? ¿Por qué no se desintegra en la violencia y el caos? Ese es el milagro de Nueva York: su supervivencia. Los habitantes (y visitantes) de Nueva York sólo consiguen sobrevivir en la ciudad si son capaces de acomodarse al compás, la fuerza y la violencia que le son propios, que la definen.
Nueva York está diseñada a ritmo de jazz: es armónica, en su delirio de sonidos encontrados, y alcanza el éxtasis, en su capacidad para la improvisación creativa y sublime, sin llegar nunca a cansarse por su ritmo reiterativo ni a desfallecer por la energía compulsiva que la hace vibrar. Nueva York es, como los sueños, como el cine clásico, una ciudad en blanco y negro.
Hay, cierto es, fuerza y violencia, desvelo y ansiedad, en una ciudad que no duerme. Su vitalidad y energía le vienen de ellas. La violencia no se mide en Nueva York sólo por las agresiones y altercados en sus calles (aunque en EE UU, y el resto del mundo, hay ciudades mucho más inseguras) sino que reside en su misma esencia. Es la violencia que hace levantar un rascacielos junto a una delicada casita estilo tudor, y que puedan soportarse como buenos vecinos.
La violencia de construir una catedral de un gótico de pastel rodeada por torres, que no son almenas ni campanarios, pero la protegen, cuando más bien podrían devorarla. Es la violencia de demoler el bello palacio que acogía el primer hotel Waldorf Astoria y edificar en el solar que deja nada menos que el Empire Estate Building. Es una violencia urbanística insertada en una agresividad urbana: por ello están tan habituados los neoyorquinos a ellas (a la violencia, a la ciudad). Nueva York siempre vive al límite.
Por todo ello, el orden y la cordialidad en Nueva York resultan verdaderamente portentosos. Incomprensibles a primera vista. No he visto cruzar a los coches la calzada con el semáforo en rojo, pero sí, en el trajín peatonal de la Quinta Avenida, he sido advertido de la caída casual al suelo de mi bolígrafo de plástico por una acelerada ejecutiva (traje de chaqueta, zapatillas deportivas e incontables bolsos en hombros y manos), que, a pesar de la prisa, no olvidaba las elementales formas del civismo. He visto cientos de mendigos por las calles, pero no pedigüeños activos, ninguno interrumpió mi paso ni alargó hacia mí la mano en solicitud de un óbolo. No he visto perros sueltos vagando por las calles, sin dueño, y la basura, es cierto, inunda las calles en Manhattan, pero guardada en bolsas de plástico.
Es verdad que no he estado esta vez en Harlem, ni en el Bronx, tampoco en Coney Island, pero he visto en la calle 57, cruce con la Avenida de las Américas, en el corazón de Manhattan, el cuerpo de un hombre negro tendido en la acera en un estado inerte y con el rostro inexpresivo del vacío, mientras un bullicio enloquecido de seguidores de la selección de fútbol de Brasil celebraba por las calles y avenidas adyacentes el triunfo en el Mundial de fútbol, mantenidos en severo control por decenas de agentes de policía, quienes sin reprimir la fiesta hacían que el tráfico circulatorio de vehículos y personas no enloqueciera también. Orden y estallido, celebración y muerte, alturas y despojos, violencia y civilidad extremas: todo esto unido, compensado, en Nueva York no puede asombrar.
Todo es posible y todo cabe en Nueva York. El lema de unos grandes almacenes de la villa reza algo así como: «si busca algún producto y no lo encuentra en nuestra tienda, es que no existe». Bien, este mensaje publicitario resume lo que es este lugar. Todas las razas, todas las lenguas, todos los acentos y todos los caracteres congregados los encuentras en pocas millas y en pocos minutos, y todo resulta de lo más natural. Este es el milagro de Nueva York.

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Puedes desayunarte al estilo americano en la cafetería de la esquina, comer en un restaurante armenio y cenar en otro cantonés, para acabar rematando la noche tomando una cerveza negra en un típico pub irlandés, si es que tu estómago y tu vértigo te lo permiten. Puedes ir en taxi a Chinatown, conducido por un hindú impertérrito bajo su tocado sikh, pasear por sus callejuelas, dejarte inundar por olores hasta entonces desconocidos, comprarte un abanico chino en Canal Street y acabar, sin darte cuenta, cruzando Mulberry Street para penetrar en Little Italy. Allí, de Asia vuelves a Europa, te repones con un cappuccino supremo, servido por una camarera que no habla una palabra de italiano, aunque atienda perfectamente a las indicaciones en esa lengua, pronunciadas por un español que vacila con la lengua de Petrarca. Y todo resulta de lo más normal del mundo. Esto es América.
En Nueva York es difícil perderse o extraviarse. La peculiar organización reticular de su trazado urbano permite que te orientes con facilidad o que rectifiques con prontitud cualquier despiste en la ruta. Ni yo mismo me he desorientado en esta ciudad, cuando el sentido de la orientación es en mi caso cuestión de casualidad y fortuna. En ninguna otra ciudad como ésta han tenido para mí tanto significado los términos Norte, Sur, Este y Oeste (incluso más claramente dichos así: North, South, East y West), y hasta con vanidosa naturalidad comprendía la diferencia entre el West Side y el East River. Y sin necesidad de consultar un plano. Esta facilidad para orientarse con rapidez, lo comprendí pronto, es fundamental para la supervivencia en Nueva York, porque una simple calle altera todos tus destinos, hace que te encuentres en zona segura o insegura, en territorio hospitalario u hostil, en fin, que te descubras en mundos distintos sin dejar de estar en el mismo sitio.
Puedes subir por Park Avenue y acabar encontrándote en la más desolada y amenazadora oscuridad de una zona de Harlem, o bajar y quedar petrificado ante la deslumbrante fogosidad del Hemlsey Building, cruce con la calle 46, máxima expresión del resplandor del lujo a la sombra del MetLife Building (antiguo edificio de la Pan Am). Esto puede sucederte si te trasladas de Norte a Sur. Si lo haces de Oeste a Este por Yorkville, dejarás la placidez de la misma Park Avenue, aún con sus bloques de apartamentos exquisitos, protegidos por sus porteros, sus marquesinas y sus potentes sistemas de seguridad, para, sólo con cruzar Lexington Avenue en esta altura, zambullirte en un panorama tan distinto que sólo puedes advertirlo si estás muy atento al número o nombre de las calles y avenidas. Y a los vecinos del lugar.
Has dejado, entonces, los edificios de apartamentos lujosos para entrar en un trasiego de gentes de toda pinta (antes el color de la piel no lo distinguías ni en los porteros de los apartamentos), a través de puestos callejeros y tiendas de comestibles, muchos individuos con aspecto de ocio a perpetuidad y niños por las calles. No se ven niños en las calles céntricas de Manhattan; si lo ves, eso ya no es Manhattan. Aceleras el paso para comprobar adónde va a llevarte todo esto y acabas en la Segunda Avenida, donde como en un sueño, vuelves de nuevo a la calma callejera, a un paisaje urbano y humano más sosegado y recoleto, de barrio de clase media. Ahí ya podrás de nuevo encontrar un taxi, cuando ya probablemente no lo precises con tanta necesidad como antes, para abandonar la zona.
Esto es Nueva York: sólo un turista o un paseante muy despistado se equivocará. Un neoyorquino sabe dónde debe ir y dónde no, por dónde debe deambular y por dónde no. Las ideas de territorio y de frontera están plenamente arraigadas en esta nación, que se abrió a la conquista del Oeste con espíritu pionero, con conciencia del límite y con vigilante perspectiva de grupo racial y étnico. En este sentido Nueva York es América, como lo es también la ciudad de Dallas o Los Angeles.
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Nueva York es la ciudad ideal para quien sienta palpitar en su pecho el ánimo del urbanita, para quien ama la ciudad, porque Nueva York es más que una ciudad: es una sucesión de ciudades. Una ciudad concentrada: el mundo concentrado en apenas una isla, en algo que es más mundo que ciudad. Nueva York te lo ofrece todo y tú eliges. Todas las arquitecturas, todos los productos, todas las culturas, todos los espectáculos, todos los caminos se cruzan y se entrecruzan en su grandeza sin epicentro. Pero no quieras huir de ella refugiándote en uno de sus barrios buscando pureza, uniformidad y quietud, porque el alma de la ciudad se revelará en ellos golpeándote con novedad y movimiento.
Si no quieres esto, si no te gusta la libertad y el riesgo, Nueva York no es tu ciudad. Si lo es, prepárate: Nueva York, la ciudad que nunca duerme y que nunca descansa, es la ciudad soñada para el que gusta de soñar despierto y vivir sin descanso. Todo al mismo tiempo y sin sorpresas. Y todo esto como si fuese lo más natural y lo más normal del mundo.
Julio 1994
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jueves, 6 de mayo de 2010

LA CRISIS EN TIEMPOS MODERNOS

        

«En resumen, el movimiento de los años veinte a favor del patrón oro no fue un auténtico laizzez-faire, sino un laissez-faire vergonzante. Era un despotismo benévolo dirigido por una minúscula elite de los “grandes” y los “buenos”, y en forma secreta. Strong [al frente, por entonces, de la Reserva Federal de Nueva York] entendía que su política de expansión del crédito y dinero barato era una alternativa al respaldo de Estados Unidos a la Liga [Liga de la Moneda Estable] y estaba bastante seguro de que el público norteamericano repudiaría esa actitud si llegaba a conocer los hechos; por eso insistía en que las reuniones periódicas de los banqueros fuesen rigurosamente privadas. Una política financiera que no soporta el examen del público es, en sí misma, sospechosa. Resulta doblemente sospechosa si convierte al oro en la medida del valor, pero no confía en que la gente común —los jueces definitivos del valor— aplique por sí misma dicha medida. ¿Por qué los banqueros temen que los hombres y las mujeres comunes, si se les ofrece la oportunidad, se abalancen sobre el oro, que no aporta ningún beneficio, si pueden invertir con beneficio en una economía sana? Aquí había algo que andaba mal. El banquero alemán Hjalmar Schacht reclamó insistentemente un auténtico patrón oro como el único medio de garantizar que la expansión fuese financiada por los ahorros voluntarios auténticos y no por el crédito bancario determinado por una minúscula oligarquía de dioses financieros.» (Paul Johnson, Tiempos modernos).

No conozco mejor monografía dedicada a compendiar el siglo XX en un solo volumen que Tiempos modernos (CUM LAVDE. Homo Legens, 2007) del historiador británico Paul Johnson. Libro que releo y consulto con frecuencia, cada vez que tengo sed de conocimiento y de concisión sin concesiones, como quien sabe recorrer el camino directo para encontrar agua transparente en el desierto, evitando dar demasiados rodeos, hundirse en arenas movedizas o acabar sorbiendo líquido de cactus. Estos días he vuelto al capítulo de la obra dedicado a la crisis del 29, titulado «El derrumbe». 

Con claridad y distinción, Johnson describe allí una situación que nos resulta dramáticamente familiar y muy actual. Y es que en la presente depresión económica parece estar repitiéndose los mismos errores que durante los años veinte y treinta del pasado siglo, y que llevaron al mundo, primero al derrumbe, y, a continuación, a la catástrofe. Unos mismos errores en la política económica practicada por las autoridades políticas y financieras, pero también en la interpretación de los historiadores y analistas. Como muestra, el manual recientemente publicado de Bernard Wasserstein, Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo (Ariel, 2010), el cual, además de mediocre, mal escrito e inconsistente, acude, para explicar la anterior gran depresión económica, al viejo recurso explicativo de raíz keynesiana del patrón oro como principal causa de la misma.

Paul Johnson, frente a los ortodoxos del intervencionismo económico, advierte, en primer lugar, que el patrón oro había desaparecido de facto en 1914. Difícilmente podía ser, en consecuencia, responsable del crack. En segundo lugar, fue precisamente la sustitución de dicho patrón por una política monetaria de expansión del crédito y dinero barato (a bajos tipos de interés) no fundada en unos «ahorros voluntarios auténticos», el desencadenante primordial del derrumbe económico. Algo parejo a lo acontecido en el momento presente. 

Para mayor abundamiento en el desastre, y paralelamente al desorden monetario señalado, comenzó a perfilarse otra seria corrupción del sistema: la paulatina sustitución del genuino capitalismo de los propietarios por un fraudulento capitalismo de los gestores, sean éstos representantes de los Gobiernos o de entidades financieras, que ha logrado importante también hoy en nuestras sociedades. Por que, en efecto, hay corrupción y fraude en la acción estratégica de suplantar y desbancar, por parte de burócratas e ingenieros de altas finanzas y altos vuelos, a los «jueces definitivos del valor», es decir, los reales titulares de la propiedad, los depositantes, los inversores, los ahorradores.